Cultura y Artes

El mundo Mundial 16: La Virgen 3 – Lutero 0

Javier Hernández, delantero de la selección mexicana, al final del partido contra SueciaCredit Jason Cairnduff/Reuters

La columna El mundo Mundial de Martín Caparrós en The New York Times en Español comenta día tras día lo que sucede en Rusia 2018.

BUENOS AIRES — Algo tiembla en el Orden Mundial. En un espacio donde las jerarquías siempre fueron muy rígidas, tremendas, hay filtraciones. Quizás, incluso, aparezca la duda.

Esta mañana, por ejemplo. México era la revelación del campeonato, y Alemania siempre fue Alemania. Lo que debía pasar estaba más o menos escrito o, por lo menos, borroneado. Pero en este Mundial algo pasa: se ve que nada garantiza nada. Ni la gran historia general ni la pequeña historia inmediata garantizan: un equipo puede haber ganado todo lo ganable y perder sin excusas, un equipo puede haber ganado hace tres días y caer sin paracaídas. Algo pasa, así que lo que estaba previsto no pasó.

Lo que hubo, en cambio, fue uno de los episodios más intensos de un torneo que no es muy bueno en fútbol pero sí en emociones. En Ekaterimburgo, México salió a jugarle a Suecia con un desafío: mantener la intensidad y buscar afanoso la victoria cuando incluso una derrota le servía.

Y fue curioso: durante todo el primer tiempo me pareció que México dominaba. Pero después, recapitulando las oportunidades que tuvo cada uno, se hizo claro que Suecia estuvo mucho más cerca de meter un gol. El fútbol, como casi todo, engaña: te convence de que has visto cosas que no tienen que ver con lo real.

En el segundo, en cambio, percepción y realidad se acercaron un poco: en unos minutos dos goles de Suecia dejaron a México ligeramente turulato. Hubo un momento en que estuvo para cualquier chacota, y algo así sucedió: cuando Edson Álvarez, un defensa aguerrido, se confundió tanto que la pelota le pegó en la pierna, la mano y entró mansa en su arco. México perdía 3 a 0: Álvarez corría el riesgo de volverse, si México quedaba afuera, el mexicano más odiado, y el partido se fue, definitivamente, a Kazán, donde jugaban Alemania y Corea del Sur.

Fue simultaneidad en todo su esplendor, el tiempo dividido y pegoteado. Dos pantallas, dos equipos verdes. Los ojos de una a otra, de uno a otro. Dos verdes: uno que perdía; el otro que, empatando, perdía más. Iban 70 minutos y Alemania, con ese empate, se quedaba afuera. Pero era Alemania, y todos sabíamos que iba a hacer ese gol que precisaba.

Sin embargo el tiempo se escurría. Ya faltaban cinco minutos; Alemania se estrellaba con su propia impotencia, su búsqueda confusa, ese momento por ejemplo en que Hummels la tuvo solo frente al arco y en vez de cabecear le pegó con el hombro. Enfrente los coreanos, salvo su arquero, eran mediocres, pero les alcanzaba.

El partido se iba y México temblaba. México perdía 3 a 0, sin remedio, sin nada más que hacer. Solo podía esperar, rezar, tocar madera, apretarse el izquierdo para pedir a algún poder que Alemania no hiciera ese gol, ese solito gol que la dejaba adentro y lo dejaba afuera. Me preguntaba, entonces, a quién le rogaría mi amigo Juan Villoro.

Esperábamos ese gol alemán, ya queda dicho: lo temíamos. Pero a los 92 minutos estalló el cometa: un Kim Young-gwon recibió una pelota en el área chica teutona y la metió y corrió y gritó, hasta que vio que el lineman había levantado el banderín. El árbitro, Mark Geiger, un contador americano, pitó el off-side, y Alemania suspiró de alivio. Pero alguien dijo algo desde el videoarbitraje (VAR).

El VAR es un vuelco que todavía no terminamos de entender. Un cambio radical en el sistema de poder en el fútbol: de la autoridad absoluta, inmediata e incuestionable del árbitro a un sistema colegiado, diferido y debatido entre ese árbitro que todos vemos en la cancha y unos señores que nadie ve en una cabina que debe estar en algún lado.

Y los jugadores tampoco lo asimilan. Se pasaron décadas jugando con la prestidigitación —“la mano es más rápida que el ojo” y esas cosas— y ahora deben adaptarse a la idea de que todo lo que hagan será registrado y revisado —y, muy posiblemente, sancionado—. Dejar atrás esa idea de que hacerse el vivo —darle la mano a Dios— puede dar resultado.

El árbitro Geiger volvió a la cancha y señaló el círculo central: era gol de Corea del Sur. Los coreanos saltaron unos sobre los otros, los alemanes se derrumbaron en el césped, México primero respiró y enseguida rugió su alegría delegada. Se clasificaba perdiendo 3 a 0, en la mejor tradición de sigo siendo el rey: no tengo nada ni nada, y etcétera y así.

Alemania se había quedado afuera. Alemania era un país cuya relación con el fútbol se definía porque ganaba: porque era una máquina de ganar, un Real Madrid de selecciones. Pero perdió en primera ronda, como los dos campeones anteriores: España en 2014, Italia en 2010.

Y Brasil perdió la posibilidad de su revancha. Una de las citas más morbosas del cuadro era ese Brasil-Alemania, la vuelta del famoso 7-1 del Mineirão, que se venía si los alemanes cumplían con su parte. No lo hicieron; Brasil, en cambio, sí: le ganó a Serbia fácil.

Fácil es un decir, pero Brasil sí fue un equipo grande, serio: de esos que, aunque sufran, terminan imponiéndose. Serbia mereció hacer varios goles; Brasil no mereció pero los hizo. Aunque el primero, el importante, no lo consiguiera ninguno de los astros de arriba sino Paulinho, un volante casi defensivo. Y Coutinho no pudiera aprovechar su toque ni su tiro y Neymar, sobre todo Neymar, no aprovechara.

Por momentos Neymar es un hiperRobinho, aquel brasileño que llegó como estrella al Real Madrid, habilísimo, gran gambeteador, amenaza que nunca concretaba: empezaron a llamarlo triatleta, porque “corre, hace bicicleta y nada”.

Pero Neymar daba igual. La dosis de emoción del día ya se había completado a la mañana: millones de mexicanos esperando aterrados que no pasara nada y el milagro de que no pasara nada. Fue una de esas cosas que es fácil explicar por la actuación de algún poder extraño: de esas cosas que han hecho que las personas crean esas cosas. Si es así, si así fue, está claro que la Virgen de Guadalupe, devoción antigua, imágenes y rezos, pudo más que la modernidad protestante de Lutero. Y entonces, gracias a la virgen o a la mujer que sea, México, en su angustia, sigue siendo México; Alemania, en su caída, ya no es nada.

 
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