Cultura y Artes

El naufragio del siglo XX según Tony Judt

Tony Judt fue un historiador judío angloestadounidenses especializado en Francia y en la vida intelectual occidental. Solía escribir para The New York Review of Books.

Después de estas dos frases (que imitan deliberadamente la primera frase de Principales corrientes del marxismo de Leszek Kolakowski, muy bien reseñado en el libro de Judt), sabes básicamente lo que esperar: Judt era un pensador liberal mainstream similar a los montones que en décadas recientes han ocupado las publicaciones de Nueva York, París y Londres. Aunque esto es verdad en cierto modo, también es una simplificación del hombre que aparece en estos ensayos. Hay dos áreas importantes donde Judt difiere de la pensée unique que ha saturado desastrosamente la vida intelectual occidental en los últimos treinta años.

Escribió artículos extraordinariamente proféticos a principios de los 2000 sobre los peligros a los que se enfrenta la democracia occidental ante una globalización desbocada, un aumento de la desigualdad y unas clases medias destruidas. No eran las homilías usuales (aunque estas eran extremadamente extrañas antes de 2007) sino cris de coeurs bien argumentados y sentidos sobre los peligros del triunfalismo occidental después de la guerra fría. Los historiadores pueden a menudo detectar tendencias sociales mucho antes y mejor que economistas más empíricos, de los cuales solo una pequeña minoría vio los peligros que se avecinaban.

Judt era muy crítico con Tony Blair, a quien en otro profético ensayo sobre la vacuidad del Nuevo Laborismo, y la inautenticidad de Inglaterra fuera de Londres, llama “gnomo” y “un líder inauténtico en un país inauténtico”. Ese ensayo, escrito en 2001, puede leerse hoy como una casi perfecta introducción al Brexit.

El segundo tema en el que Judt difiere del mainstream es su durísima postura sobre Israel, que aparece en este libro en el ensayo sobre Edward Said, cuyo engagements y políticas apoya completamente. No voy a entrar en si es realista su propuesta de solución de un Estado porque no soy un especialista en Oriente Medio y no es mi intención debatir de eso aquí, pero solo lo menciono para subrayar la disonancia de Judt respecto a otros pensadores liberales.

Ahora bien, aquellos que leyeron con atención las primeras dos frases saben que la gente que encaja en esa descripción escribe sobre más o menos seis asuntos in toto: el Holocausto (Shoah), el pacto Ribbentrop-Molotov y la división de Polonia, el asesinato de Kírov y los juicios falsos de Moscú, la Francia de Vichy, Camus versus Sartre y el macartismo. Judt es fiel a esta descripción y la mayoría de sus ensayos pueden colocarse en uno de esos temas.

Pero si solo escribes de esos temas, por muy importantes que puedan parecer, estás dejando fuera muchos otros temas, y acabas con una visión muy estrecha de miras. Es de lo que me gustaría hablar a continuación.

Lo que me sorprendió mientras leía las reflexiones de Judt sobre Sartre, Camus, Kolakowski, Hobsbawm, Koestler, etc., muchas de ellas obviamente sobre el comunismo y el marxismo, son dos cosas. La primera, que eran discusiones de ideas donde la gente (la “gente real”) no tiene cabida, y la segunda, que su discusión, ubicada de manera anacrónica alrededor de los eventos de los años treinta y cuarenta, tiene una escasa resonancia real para alguien que vivió bajo el comunismo en los setenta y ochenta (como yo), y menos aún, claro, para alguien hoy. Me di cuenta de que prácticamente ninguna de estas personas (obviando, claro, a Kolakowski) vivió bajo el comunismo, y pensaban que las batallas de la Guerra Fría se libraban en Nueva York y París. Además, se libraban en torno a temas que resultaban casi totalmente irrelevantes para la “gente real” de Europa del Este. En cierto sentido, estas “batallas” replicaban a Lenin sin el leninismo: primacía de la ideología, desprecio por la vida real. Por eso “el mundo que describe parece irreal, como los cuerpos de los dioses que para los védicos no proyectan sombra” (“le monde qu’il decrit semble irreel, comme les corps des dieux qui, dans le croyance vedique, n’ont point d’ombre”, como dice Paul Veyne sobre la descripción del mundo romano que hace Rostovtzeff).

Hoy podemos ver mucho mejor la importancia real de estas batallas ideológicas: es prácticamente cero. El comunismo se derrumbó por razones completamente diferentes, porque perdió la carrera económica con el capitalismo y porque la gente quería tener propiedades. Si Camus estaba en lo cierto y Sartre equivocado importaba al final muy poco. De hecho, ni siquiera importaba para la clase trabajadora francesa, y menos aún incluso para cualquiera. Leer los debates estériles entre gente que eran o bien intelectuales (Malraux) o postureros políticos (Sartre) es hoy una pérdida de tiempo. Cuando Judt se coloca las anteojeras de su pensée unique no es capaz de hacer que los sujetos sobre los que discute sean atractivos y se muevan en direcciones interesantes.

En su ensayo sobre Arthur Koestler critica El cero y el infinito por no mencionar nunca el uso de la fuerza a través del cual se extrajeron las confesiones falsas durante los juicios de Moscú. De una manera prácticamente realista socialista, le reprocha a Koestler ocultar la fea verdad de la tortura, casi sugiriendo que Koestler, a pesar de su antiestalinismo y anticomunismo, permaneció prisionero de las ideas en las que una vez creyó. Pero Judt no consigue ver que esta es precisamente la fuerza del libro de Koestler. Extraer confesiones a través de la tortura no es nada nuevo: se ha practicado desde tiempos inmemoriales. Pero convencer a la gente de que debería deliberadamente y falsamente acusarse a sí misma para avanzar en una causa es algo verdaderamente importante. Muestra la naturaleza cuasirreligiosa del comunismo. Ignacio de Loyola y Glatkin (el interrogador de El cero y el infinito) se habrían entendido perfectamente, algo que Dostoievski vio un siglo antes. Comparado con eso, pegar a alguien hasta machacarlo es banal.

Cojamos el caso de Eric Hobsbawm, a quien Judt dedica un buen ensayo que se vuelve abrupta y radicalmente crítico porque Hobsbawm nunca abandonó explícitamente su fe en el marxismo. Pero Hobsbawm debería, de manera mucho más interesante, haber provisto a Judt con el tema de la lealtad a las propias ideas y amigos frente a la lealtad a la verdad. Podemos ser leales a la verdad (como Djilas -no mencionado-, Koestler, Silone, etc.) pero fallar a quienes son nuestros amigos más cercanos. ¿Qué deberíamos escoger? ¿Lealtad o verdad? ¿Madre o justicia (por usar el ejemplo de Camus)? Es importante reconocer la existencia de esta elección difícil, quizá el dilema más común del dramático siglo XX. “Extra Ecclesiam nulla salus” está presente aquí también.

El enfoque tan limitado de Judt en Europa occidental, más Polonia, le impide darse cuenta de lo políticamente provinciano que puede ser a veces. En un, por otra parte, buen ensayo sobre Rumanía (un poco inusual teniendo en cuenta lo geográficamente limitados que son los temas del libro), Judt cuenta, con aparente desaprobación, cómo un oyente en un pueblo rumano le preguntó si la Unión Europea debería limitarse solo a naciones cristianas (pág. 258). La pregunta se supone que ilustra el “nativismo” del hombre balcánico. Judt considera la idea aberrante. Pero solo cinco páginas después (pág. 263), Judt menciona cómo Bucarest, siendo “balcánica” y “bizantina” (al contrario que las ciudades de Europa Central) de alguna manera impide que el país pueda ser miembro de Europa. Así, en solo cinco páginas, nos movemos de una aparente (y epidérmica) inclusión cosmopolita a un nativismo cultural.

Hay algunas contradicciones similares, que muestran de manera muy extraña los prejuicios del autor, los mismos prejuicios que, cuando las luces de la corrección política están encendidas, rechaza en otros individuos menos iluminados.

Disfruté leyendo Sobre el olvidado siglo XX. Teniendo en cuenta el número de escritores que cubre el libro, podría escribir varias reseñas. Pero no creo que leyendo este libro me entren ganas de leer su historia de Europa desde 1945. Es una pena porque era un buen escritor.

 

 

 

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