El oficialismo contra la “Generación Z”
Las manifestaciones de la “Generación Z” carecen aún de organización y relato unificador. El gobierno, revelando su esencia autoritaria, ya aprovecha esas debilidades.

Las recientes manifestaciones de la llamada “Generación Z” contra el gobierno no son, ni de lejos, un movimiento político. Son todavía una constelación de agravios sociales: la violencia y la impunidad del crimen; la corrupción desbordada; la prepotencia e incompetencia de la nueva élite política; la destrucción del sistema de salud y el desabasto de medicinas; la economía paralizada que no genera oportunidades. Y, por debajo de todo, la sensación de que esto no es producto del caos, sino de una estrategia diseñada para beneficiar a un entramado político-criminal.
Nada de esto tiene todavía un relato unificador, ni un liderazgo que lo organice. No hay persona o grupo capaz de canalizar el descontento y transformarlo en una identidad política coherente. El enojo es real, pero carece de traducción política. Del lado de la protesta, los jóvenes movilizados les gritan a los políticos opositores que se alejen. Del otro lado, los políticos opositores titubean, no saben si deben “aprovechar” o “no contaminar” las movilizaciones. Para un gobierno con ADN autoritario, esta brecha es una oportunidad de oro que está capitalizando con una respuesta en cinco movimientos:
1. Dividir a la sociedad: pueblo vs. anti pueblo. “El pueblo y el gobierno avanzan unidos e invencibles”, se nos dice desde el podio presidencial. Es el viejo pero efectivo marco populista. Si eres “pueblo”, estás con el gobierno. Los manifestantes, los opositores y los críticos son enemigos del “pueblo”, personas –o buitres, dependiendo del humor– que “están contra México”.
2. Separar sociedad y oposición. Convertir cualquier gesto de apoyo de la oposición en veneno para la legitimidad social de la protesta. Si la respaldan figuras partidistas, sociales o empresariales, deja de ser “ciudadana” y pasa a ser una “conspiración de la derecha”. Se trata de impedir que el descontento social se traduzca en organización política. La protesta se queda así como catarsis efímera, nunca se vuelve plataforma de acción.
3. Deslegitimar la protesta. El aparato de propaganda y sus personeros comenzaron desde días antes de las manifestaciones a deslegitimar el descontento social y seguirá haciéndolo. “Carlos Manzo, un Bukele de ultraderecha”. “Las marchas no son ni de jóvenes ni de ciudadanos”. Son los “clasemedieros clasistas y racistas”. Son “los bots de la oposición”, que “no llegan ni a chavorrucos”, y se portan como “señoros histéricos”. El lenguaje como arma para ridiculizar y denigrar a quienes disienten del poder.
4. Confundir para intimidar. El newspeak del poder se propaga a todo lo que da. Censura es libertad, pues el Estado “respeta la libre expresión”, pero ya avisó que vigila las opiniones en redes sociales y exhibe a quienes expresan descontento. Represión es paz, pues quien ayer autorizó muros, embudos gases, toletes y hasta machetes, hoy condena la violencia. La gente se satura y se confunde, ¿quién es responsable de la violencia? ¿Fueron los manifestantes o los policías? Aquí no importa la verdad, importa el miedo. Que la gente vea los videos de las golpizas y lo piense tres veces antes de salir a marchar, y dos veces antes de opinar. Aún así, salieron y opinamos. No es poca cosa, pero no basta.
5. Violentar en la calle y en el discurso. La violencia física y retórica cumple varias funciones políticas: intimida a quienes piensen organizar o asistir a la siguiente manifestación, ofrece imágenes para saturar la cobertura mediática y justifica la mano dura. Los videos con escenas de brutalidad policial serán interpretados por millones como lo que son: una advertencia. Los propagandistas a sueldo cierran el círculo: “bukeles”, “fachos”, “golpistas”, “violentos”, “narcos”, “criminales”. Lo importante es aumentar el costo percibido de volver a protestar.
El historiador Timothy Snyder, en Sobre la tiranía, nos recuerda la importancia de practicar la política de cuerpo presente. El poder autoritario, dice, prefiere a los ciudadanos pasivos y alejados unos de otros, echados en sus sillones retuiteando consignas y memes. Por eso, este autor llama a salir a la calle y poner el cuerpo “en lugares desconocidos con personas desconocidas”; hablar y caminar con “nuevos amigos”. Dejar de convivir solo con los que habitan nuestra circunstancia y salir a conectarnos con el sufrimiento de otros. En este caso, víctimas del delito, madres buscadoras, médicos maltratados, jueces despedidos, ambientalistas amenazados, jóvenes abandonados, damnificados sin respuesta…
Lograr que esos grupos se unan y adquieran fuerza política no va a ocurrir espontáneamente. Hacen falta liderazgos que transformen la protesta en una agenda de cambio político real. Y lo tienen que hacer enfrentando una reacción virulenta, que apuesta a que las marchas queden como un grito desesperado y desorganizado. Todo ante el avance, ese sí disciplinado y organizado, del autoritarismo, que ahora va por la destrucción del sistema electoral. Si la Generación Z no quiere ser la primera del siglo XXI en perder el derecho al voto y a la libre expresión, es en ese frente donde deberíamos ayudarles a concentrar su atención y su energía. ~
