El orgullo de don Rodrigo
El convento vallisoletano de Nuestra Señora de Porta Coeli es conocido popularmente como el de las dominicas calderonas en recuerdo de su bienhechor y mecenas, don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, a quien Felipe III mandó ajusticiar en 1621. Tras su ejecución en la Plaza Mayor de Madrid, las religiosas recogieron su cadáver y lo enterraron en la clausura del beaterio, donde su momia ocupa una espléndida sepultura fúnebre.
Caballero de mérito y de oficio, cuya insolencia contrapesaba la indolencia de su protector, el duque de Lerma, don Rodrigo fue paje en la casa ducal y escaló rangos hasta ser su Secretario, nivel prevalente desde el que adquirió títulos y mercedes hasta su defenestración y degüello «en nombre de la moralidad administrativa, política y económica». Mejor librado saldría el duque de Lerma, quien escapó de la quema al comisionarse en Roma el cardenalato, lo que le valió una ácida coplilla: «Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España, se viste de colorado». En el proceso que condujo al cadalso al «valido del valido», don Rodrigo exhibió una soberbia que dejaría para los anales aquello de «más orgullo que don Rodrigo camino de la horca».
Similar jactancia desplegó este martes otro Rodrigo, de parecido humor y de apellido Rato. Todopoderoso vicepresidente económico con Aznar, desde donde pasó a ser efímero director gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI) y luego controvertido presidente de Bankia. Fue invitado a dimitir por el mismo Gobierno que le había aupado al cargo dos años antes y presidido por un tapado Rajoy que, contra pronóstico, le birló la sucesión de Aznar, cuando ésta parecía cantada, al igual que Areilza se quedó con la miel en los labios frente a Suárez.
Lo escenificó en el teatro de sus éxitos más relumbrantes. Un Congreso de los Diputados, donde lució como martillo de herejes socialistas tanto desde su escaño de portavoz del Grupo Popular como desde la bancada azul. Pero esta vez, pese a su intrincada situación penal y su desairada exposición al punto de mira de la opinión pública, empleó su brillantez oratoria para revolverse ferozmente, como un jabalí enrabietado, contra quienes fueron sus compañeros tantos lustros.
Como la venganza es un plato que se sirve frío, Rato aprovechó la primera oportunidad que tuvo -su comparecencia ante la comisión que investiga la crisis financiera- para su desquite. Gozando de inmejorable fama hasta su particular ocaso de los dioses, se siente víctima de la manipulación política del PP para convertirlo en cabeza de turco de su lucha contra la corrupción y, de esta guisa, sacudirse el estigma que tan alto coste le está significando en reputación y votos. Genio y figura hasta la sepultura de quien, con insufrible arrogancia, empareja con don Rodrigo Calderón hasta parecer la reencarnación del primer marqués de Siete Iglesias.
Su vendetta llamó la atención por su minuciosidad contra sus antaño correligionarios. Señaladamente cuatro ministros, dos de ellos antiguos subordinados (Montoro y Guindos), amén de Báñez y Catalá, sin olvidarse de la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, a la que se refirió en una postrera aparición televisiva. Así, detalló hasta rayar el chisme la connivencia de todos ellos en lacacería montada contra su persona a raíz del escándalo Bankia: con su correlato de sumarios desde las tarjetas black, lo que le ha valido una condena de cuatro años en primera instancia, a la irregular salida de la entidad a Bolsa.
Es verdad que el Gobierno avivó el fuego para que sus llamas devoraran a Rato cual ninot fallero, pero no lo era menos que se estaba quemando en la hoguera que él había encendido con su negligente gestión. Claro que su soberbia no le permite ver lo evidente. De ahí que achaque, por ejemplo, su colosal fiasco a una confabulación auspiciada por el ministro de Guindos con los competidores de Bankia para que estos se aprovecharan de su derrumbe. Algo que carece de sentido, como tampoco lo hubiera tenido tratar de resolver los peliagudos problemas de Bankia fusionándola con La Caixa, como alguna mente calenturienta atisbó en aquellos apocalípticos días de auténtico escalofrío.
No cabe duda, en suma, que el Gobierno se sirvió de él como cabeza de turco para darse pisto en la lucha contra la corrupción, plasmada en aquella imagen ominosa en la que un funcionario de Hacienda le hacía entrar en el coche cogiéndole del cogote. Pero habría ido suicida, más allá de la sobreactuación del Gobierno y del PP hasta incurrir en prácticas nefandas en un Estado de derecho, cerrar filas con un Rato que ha acreditado ser un turco.
Dicho sea en el sentido de que su conducta ha sido claramente ominosa, emborronando una magnifica hoja de servicio que emprendió aquel viernes que, a la vuelta del primer Consejo de ministros del Gobierno Aznar, cuando España se jugaba su entrada en Maastricht, reunió a sus colaboradores y les comunicó: «Tengo una noticia buena y otra mala. La mala es que todos los ministros están contra nosotros. La buena, que el presidente está de nuestra parte».
Al margen de lo anterior, y teniendo en cuenta que se trata de un político criado a los pechos de Fraga, a cuyo tutelaje se lo encomendó su padre siendo casi un mozalbete, es patente que Rato ha aprovechado las horas bajas del PP para meter palo en candela. No sólo puso cargas explosivas bajo cinco pilares del Gobierno de Rajoy, sino que avivó las brasas de la disensión interna para achicharrar al presidente. Como advierte el clásico, «debajo de la tierra sale la venganza, que siempre acecha en lo más escondido».
Con la misma destreza que operó contra el tardofelipismo socialista, usó su daga para asestar la puñalada más certera, al paso que invitó al tránsito de votantes del PP a un crecido Ciudadanos sobre la base de que «la gente no quiere partidos burocráticos y aburridos», según le declaró sin remilgos a Herrera en la Cope. A este respecto, dio pábulo a la tesis de que el PP puede ser superado en las próximas elecciones por Cs, una opción «tan posible -martilleó- que lo percibe así la dirección del PP». Y, entretanto, Aznar rumiando su silencio pesaroso, cuando, parafraseando a Cicerón, después de estar en el puesto de mando, llevando el timón del Estado, ahora apenas hay lugar para él en la bodega del partido que refundó.
Hable Rato desde el despecho o el rencor, no cabe duda de que el PP ya ha agotado todos los cartuchos como partido al que votar como mal menor. Incluso en el caso extremo de hacerlo tapándose la nariz. Probablemente, el PP gastó su última bala azuzando el espantajo de Podemos en las elecciones generales que hubo que repetir.
Ese trasiego de votantes que detectan las encuestas tiene su reflejo en la confesión de un importante hombre de negocios que, en un almuerzo, admitía que «antes me peleaba con mis hijos para que votaran al PP, en vez de a Cs, mientras que ahora ya no discuto con ellos para votar a Rivera». Así, un encogido PP puede ganar la batalla a la crisis económica, pero perder clamorosamente las venideras elecciones, si no reacciona, lo que no parece fácil ante la multiplicación de juicios por corrupción, así como el piélago de investigaciones policiales.
Si el PSOE pudo parar in extremis el sorpasso de Podemos por una mala digestión de un envanecido Pablo Iglesias de su éxito en las elecciones que hubo que repetir ante la imposibilidad de conformar Gobierno, ahora el PP corre serio riesgo de que pueda adelantarlo Cs, que goza con la ventaja añadida de poder pactar la formación de un Gobierno a su derecha (con PP) y a su izquierda (PSOE).
Abierto en canal, el PP se desangra por la derecha (de modo poco apreciable, por el momento, con Vox) y por la izquierda (de forma un tanto tumultuosa). Paradójicamente, en el momento en que los datos económicos son para sacar pecho en lo que hace a la creación de empleo o a la llegada de turistas, con cifras históricas, el PP se sume en aguas pantanosas que amenazan con tragárselo.
Con una mochila repleta de casos de corrupción, con una descapitalización de líderes de prestigio en sus cuadros dirigentes, sin una dirección que mire más allá del día a día y una incapacidad cerval para afrontar cambios, no extraña que crezcan las fuerzas que asedian su amenazada hegemonía, aun careciendo de programas precisos y de cuadros suficientes para afrontar un relevo en la gobernación de España, lo que los supedita a los arribistas de aluvión.
Es verdad que el PP dispone de tiempo, habiendo por medio de unas elecciones municipales y autonómicas en las que la implantación territorial es clave, pero un partido acostumbrado a perder el tiempo nunca lo tendrá para afrontar los cambios que exigen su misma supervivencia.
No atina tampoco en los modos de darle réplica a sus contrincantes paredaños, a los que el ministro Méndez de Vigo ningunea llamándolo el «partido ce ese» (que rememora lo de Alfredo Urdaci llamando «ce ce o o» a Comisiones Obreras) y que tuvo el antecedente de llamarlos en campaña como los «naranjitos».
Tras tener el cielo en sus manos, la suerte se le muestra ahora esquiva y huidiza al PP, confirmando su carácter tornadizo y caprichoso. El suelo antes firme se hunde a su paso como si recorriera las grietas de un cráter de profundidad ignota. No parece que, de pronto, y de manera imprevista, el cielo encapotado se despeje de nubes y recobre la luz pretérita, de modo que ese corredor de fondo que es Rajoy recupere el crédito tras salvar el escollo de unas elecciones municipales y autonómicas que no pintan bien. Para ello debe salir antes de su modorra una formación en la que todos enmudecen alrededor de su líder y cuando éste pregunta qué hora es -como en la ejecutiva que siguió al descalabro en la cita catalana del 21-D- obtiene parecida respuesta a la de Luis XIV: «La que vuestra majestad guste».
Ya no son tiempos en los que este amante del ciclismo que es Rajoy pueda mover el manillar de la bicicleta guiado por la máxima de que «aquél que no busca nada termina encontrando lo que desea». Frase mamada de aquel genio de la política llamado Pío Cabanillas Gallas, prototipo de astucia gallega, pero que ahora resulta extemporánea para un jefe de filas que se juega el ser o no ser, si no quiere que su partido evoque los versos del dramático soneto de Rodrigo Caro mirando a las Ruinas de Itálica: «Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora / Campos de soledad, mustio collado, /Fueron un tiempo Itálica famosa».