El oro, el éxito y la soberbia
El oro, miniserie británica, combina la narración sobre un robo y la investigación policíaca que le sigue, con el auge y caída de unos delincuentes castigados por su propio éxito.
Aunque el cine de gángsters tiene múltiples ejemplos en la época silente –desde la seminal The musketeers of Pig Alley (Griffith, 1912) hasta la clásica La ley del hampa (von Sternberg y Rosson, 1927)–, la realidad es que el género despegó a partir de la invención del cine sonoro. La razón es evidente: cuando llegó el sonido se podían escuchar los gritos de terror, el chirriar de las llantas de los autos en las calles, el ratatatata de las metralletas, los cristales rotos por las balas. Hay una segunda razón del éxito del cine de gángsters en los años treinta, especialmente del realizado en Hollywood: el 17 de octubre de 1931, Alphonse Gabriel Capone (Al Capone) fue declarado culpable por evasión del impuesto sobre la renta y condenado a 11 años de prisión. El derrumbe del “enemigo público número uno” despertó la imaginación popular de todo un país y, a la postre, del mundo entero.
La vida real y legendaria de ese ambicioso pandillero neoyorquino nacido de modestos padres italianos fue el marco ideal de la fórmula gangsteril hollywoodense. Desde el inicio, se trató de un género que explotaba las emociones más primarias sin dejar de lado las necesarias advertencias moralizantes, a través del auge y caída del mafioso en turno, sea en El enemigo público (Wellman, 1931), Caracortada (Hawks y Rosson, 1932) o Ángeles con caras sucias (Curtiz, 1938). El objetivo argumental de estas películas era subrayarle al público que, a la larga, el crimen no pagaba. El gángster en cuestión podía disfrutar de fama y fortuna, sin duda alguna, pero solo por un tiempo: tarde que temprano debía terminar tras las rejas o ultimado por algunos de sus rivales.
Algo de este primigenio tono moralizante está presente en El oro (Reino Unido, 2023), miniserie de seis episodios creada y escrita por el guionista escocés Neil Forsyth y disponible desde hace unas semanas en la plataforma de streaming Paramount+. Estamos de nuevo ante el auge y la caída de un par de malandros que se pierden por el pecado original de la hubris, esa desmesura con la que los dioses griegos castigan a quienes no pueden contener su ego desmedido.
El guion escrito por Forsyth está basado en un hecho real: el 26 de noviembre de 1983, seis encapuchados entraron al depósito de bienes y valores Brink’s-Mat del aeropuerto Heathrow de Londres con el fin de saquear la caja fuerte que debía contener un millón de libras esterlinas, pero se toparon con la sorpresa de que en ese mismo sitio se encontraban, sin protección de ninguna especie, tres toneladas de oro puro, centenares de lingotes que estaban de paso para ser trasladados a otro lugar. El botín obtenido con valor de 26 millones de libras esterlinas fue y sigue siendo, hasta la fecha, el más cuantioso atraco de oro de toda la historia.
Aquí hay una noticia buena y otra mala. La buena, para los seis malandros, fue el golpe exitoso: ¡tres toneladas de oro puro! La mala es, precisamente, esta misma: ¡tres toneladas de oro puro! Y es que, ¿cómo vender esos lingotes que tienen número de serie?, ¿quién los puede comprar?, ¿cómo ocultar el dinero obtenido, de qué manera lavarlo? El líder de la sexteta de ladrones, Micky McAvoy (Adam Nagaitis), contacta a cierto oscuro “empresario”, Kenneth Noye (Jack Lowden), que tiene las suficientes conexiones decentes para no llamar la atención –es un miembro distinguido de la masonería en Kent– y que, además, conoce a la gente adecuada para “limpiar” esos millones de libras en oro, desde el modesto comerciante pueblerino de joyas John Palmer (Tom Cullen) hasta el encumbrado abogado arribista Edwyn Cooper (Dominic Cooper).
Entra en escena Bran Boyce (Hugh Bonneville, perfecto), un veterano agente de seguridad que había combatido durante años, en Irlanda del Norte, a los militantes del Ejército Republicano Irlandés, y ahora es asignado a resolver un caso que parece estar muy por debajo de sus talentos. Sin embargo, muy pronto descubrirá que si bien el golpe de Brink’s-Mat no es más que un robo común y corriente –lo extraordinario es la cantidad del botín–, lo que rodea al atraco dista mucho de ser tan simple ni tan sencillo. En la medida que este implacable Eliot Ness británico avanza en la investigación –al lado de sus fieles policías de a pie, la correosa Jennings (Charlotte Spencer) y el bofeado Brightwell (Emun Elliott), más el emocionado nerd financiero Osborne (Daniel Ings)–, descubre la verdad que encierra cierto apotegma repetido en algún episodio de la monumental The wire (2002-2008): si sigues el rastro de la droga –en este caso, el del oro–, te encontrarás con puros malandros; si sigues el rastro del dinero, no sabes a quién te puedas encontrar.
Así, a lo largo de los seis episodios de El oro, Forsyth nos presenta una absorbente historia policial/gangsteril que, por una parte, tiene una vertiente procedimental por partida doble –así es como investiga una policía profesional, así es como los malandros lavan el dinero– y, por la otra, nos presenta la muy conocida crónica moralista –que no moralina– del auge y la caída de un par de delincuentes castigados por su propio éxito, por su propia soberbia.
Es en este aspecto en el que Forsyth logra separarse de los modelos clásicos gangsteriles hollywoodenses para acercarse más a ciertas temáticas literarias y fílmicas muy británicas. Me refiero a que los dos delincuentes que están en el centro de la historia –el Kenneht Noye de Jack Lowden y el Edwyn Cooper de Dominic Cooper– hacen lo que hacen impulsados no solo por la ambición del dinero, sino porque buscan abrir su propio espacio en el cerrado mundo aristocrático en el que viven. No se trata de un asunto de clase, sino de castas: un tema inglés si los hay, desde las historias románticas de Jane Austen hasta las novelas y series televisivas de John le Carré, pasando por las Cumbres borrascosas de Emily Brontë.
El despierto “emprendedor” Noye asiste a galas, invita a fiestas y alterna con todas las autoridades de Kent, cual desinteresado filántropo, mientras el resentido abogado Cooper, hastiado de ser ninguneado por su aristocrático suegro, decide lavar el dinero del golpe para hacerse de una fortuna propia no como fin en sí mismo, sino como un revanchista medio: el dinero le va a servir para ganarse su independencia, plantarse frente a su mujer, desafiar a su anciano suegro estirado.
Hay algo de trágico y de heroico en esta inútil odisea delincuencial destinada al fracaso, no solo por la eficacia policial británica sino también, hay que decirlo, por la increíble estupidez de estos mismos malandros. La realidad es que, como ya lo hemos visto en otras historias gansteriles scorsesianas –como Buenos muchachos (1989) o la reciente Los asesinos de la Luna (2023)– los delincuentes no suelen ser demasiado brillantes. Si no los detienen antes no es por incompetencia, sino por complicidad. Así funciona “el sistema”, aquí y en China. O, mejor dicho, aquí y en la Gran Bretaña. ~