El Gobierno de Maduro debe medir las consecuencias de alejarse de la senda del diálogo
A pasos agigantados, Venezuela se aleja peligrosamente de la senda del diálogo que, aunque fuera tímidamente y de cara a la galería, había comenzado en diciembre entre el Gobierno de Nicolás Maduro y algunas fuerzas de la oposición. El nombramiento de Tareck El Aissami, un duro del chavismo, como vicepresidente —y por tanto el hombre que legalmente podría sustituir a Maduro en el cargo en el caso de que este cesara— y la puesta en marcha de un denominado “Comando Antigolpe” cuyo fin declarado es combatir “las pretensiones golpistas de la derecha” suponen un peligroso enroque del régimen de Maduro en un momento especialmente delicado para el país.
La casi inmediata actuación del citado Comando —formado, entre otros, por El Aissami y los ministros de Defensa, Exteriores e Interior—, que ha ordenado la detención del Gilber Cano, diputado opositor compañero de partido del preso político Leopoldo López, y el redoblado hostigamiento a Lilian Tintori hacen presagiar una nueva oleada de protestas.
Por su parte, la Asamblea Nacional, con mayoría opositora desde que esta se impusiera en las elecciones de 2015, ha anunciado por boca de su presidente, Julio Borges, su intención de destituir a Maduro como jefe del Estado. Un movimiento —anunciado en una tribuna publicada por este periódico— que, en el momento de iniciarse, cerrará cualquier cauce de negociación con el mandatario.
El pasado viernes, tras un parón de poco más de un mes, se debía de haber reanudado el diálogo entre el Gobierno chavista y oposición democrática bajo el auspicio del Vaticano. Desgraciadamente las posiciones están más alejadas que nunca. No se trata de una cuestión de equidistancia entre las partes, pero sí de hacerles ver que Venezuela necesita con urgencia una salida negociada y tranquila a la gravísima crisis que atraviesa.