El pañuelo de Sarduy
Severo Sarduy en una entrevista en TVE. (Archivo)
Conocí a Severo Sarduy en 1985, en una recepción del Centro Cultural de México en París. La calefacción estaba a tope y una masa de máscaras grotescas estilo Ensor me rodeaba. De pronto, Severo emergió entre los convidados y avanzó hacia mí, sudando a mares, para pedirme prestado un pañuelo. Sabía que yo trabajaba en la Delegación Cubana en la Unesco, pero a él no le importó y a mí tampoco.
Ambos teníamos referencias mutuas a través de nuestro amigo común José Lezama Lima, ambos nos habíamos leído sin conocernos personalmente. Ésa es una de las magias más poderosas de la literatura.
Después de secarse la calva de buda risueño, me devolvió el pañuelo empapado: «No te asustes con el pañuelo, porque todavía no tengo SIDA».
Nunca se perdonaría haber evitado a Gastón Baquero por tratarse de un exiliado. «Tener miedo es también un derecho humano», le dije
A pesar de sus muchos años en Francia, conservaba ese humor criollo capaz de reírse hasta de la muerte. Era un camagüeyano universal. De esa noche recuerdo su comentario sobre la posibilidad de visitar la Isla para ver a sus familiares. «Chico, yo soy una boba con miedo a volver, porque… ¿qué pasaría si me enamoro del miliciano de guardia en el aeropuerto y le doy un beso?».
En 1991 lo vi por última vez en persona. Estaba contento con su nuevo apartamento en el undécimo piso de una torre del Boulevard Pasteur. Me enseñó sus chinoiseries, sus muebles de estilo, y de pronto exclamó: «Esto es para que veas que no me olvido de nuestros orishas».
Entonces me descubrió una especie de closet secreto -casi el altar de un santero- donde guardaba con orgullo los fetiches, los dioses del culto afrocubano. Luego, asomándose al ventanal, añadió: «Me mudé a este barrio para estar más cerca del Instituto Pasteur».
Esta obsesión con el fantasma del virus la disimulaba muy bien cambiando de tema entre bromas y veras. Acababa de pasar de Editions du Seuil a Gallimard y estaba lleno de proyectos. Aunque ya circulaban rumores, yo lo veía muy saludable, siempre jaraneando. Mi optimismo se basaba en esa promesa de longevidad que atesoran los mestizos de mulato con chino en la Isla.
Un día le dije por teléfono: «¿Sabes que tienes cierto parecido con Olga Guillot?». «¡Yo soy su doble!», respondió orgulloso.
Siempre le agradeceré, esté donde esté, la frase que dedicó a mi novela cuando salió en Anagrama, en 1993, y que figura en la contraportada: « Toilette pone el acento en lo que ha sido rechazado por los milenaristas de nuestra aséptica civilización, ya que no es sólo un acto literario, sino una provocación al decoro de la higiene y la sanidad, devenido el único valor de nuestra cultura».
Imagino a Severo, muerto de risa, debajo de un sicomoro, compartiendo con Lezama sus pasteles de azafrán
Este náufrago literario escribió muchos buenos libros, entre los cuales yo destaco como su obra maestra: De donde son los cantantes, cuya tercera parte La entrada de Cristo en La Habana es brillante, porque parodia el cuadro de Ensor La entrada de Cristo en Bruselas mezclándolo con el ambiente carnavalesco de la entrada de los barbudos en La Habana en enero de 1959.
Cuando yo me instalé en Madrid, seguimos la amistad por teléfono. Sus carcajadas al otro lado del hilo no dejaban entrever nada de su enfermedad. Sólo una vez lo noté triste: su padre había muerto allá en la Isla, y él acababa de llegar del dentista. Estaba emborrachándose con whisky bajo el impacto de la noticia de su papá. En mayo de 1993 fue nuestra última conversación telefónica y no sentí nada alarmante. Lo único que me sonó un poco a despedida fue su confesión de que nunca se perdonaría haber evitado a Gastón Baquero, cuando él llegó a Madrid como becario, por tratarse de un exiliado. «Tener miedo es también un derecho humano», le dije. Me pidió que le trasmitiera sus disculpas a Baquero.
Al final, me anunció eufórico que ya la agente literaria Carmen Balcells tenía su último libro titulado Pájaros de la playa y soltó una risotada de niño travieso: «Ya sabes lo que significa pájaro en Cuba», agregó.
Fue su último chiste. Severo moría un mes después. Fallecer a los 56 años es prematuro en un escritor. ¿Cuánto más hubiera podido escribir? La muerte es la peor censora. Sigo sin creer que está muerto, porque su muerte es ambigua como su barroco, una especie de trompe-l’œil y porque se inscribe en la tradición de la mejor poesía cubana que empieza con Julián del Casal muerto de un ataque de risa durante un banquete. Por eso siempre imagino a Severo, muerto de risa, debajo de un sicomoro, compartiendo con Lezama sus pasteles de azafrán.