Democracia y Política

El Papa latinoamericano en América Latina

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Una imagen vale más que mil palabras. Nunca más cierto que en la foto—¡y el vídeo!—de Francisco con Evo Morales. Allí el presidente de Bolivia le entrega un crucifijo con forma de hoz y martillo. Se ve un heterodoxo artefacto artístico que Morales le entrega con elocuencia. Ello en marcado contraste con el lenguaje corporal y la seriedad, casi preocupación, en el rostro del Papa. En el vídeo se alcanza a escuchar a Francisco murmurar un “esto no está bien”.

La escena es anticlimática. Probablemente Francisco no esperaba semejante regalo, ni en ese momento ni de esa forma. El subtexto, sin embargo, difícilmente pueda haberlo sorprendido por completo. La escena en sí misma es una buena metáfora de la relación entre religión, política y sociedad, una relación que él mismo siempre ha cultivado, incluso desde antes de su llegada a Roma.

Como primer Papa latinoamericano, Francisco es exactamente eso, muy latinoamericano. Su papado reclama el protagonismo de América en el mundo católico. Es casi un reclamo de propiedad. De hecho, la mitad de los católicos del mundo se encuentran en el hemisferio occidental, y en Estados Unidos el catolicismo es cada vez menos irlandés y menos polaco, y cada vez más latino. Con ello va una apuesta acerca del mismísimo futuro de la Iglesia.

Su papado también es latinoamericano en el sentido que, en una región donde todo es política, no ha sido escasa la inspiración religiosa de los temas terrenales a lo largo de la historia. De la Democracia Cristiana a la Teología de la Liberación, del Opus Dei a los curas tercermundistas, de las Comunidades Eclesiales de Base a las Vicarias de la Solidaridad, no hay nada nuevo en el hecho que Francisco “hace política”, según se escucha. Siempre hubo política en la Iglesia.

Tampoco hay que confundirse. La izquierda beata—y autoritaria—de Morales, Correa y otros seguirá empujándole en esa dirección. Ignoran, tal vez, que Francisco es un Jesuita y que solo pretende promediar en el centro para superar la perpetua polarización latinoamericana, aquella tan nociva y que ha ocurrido en la política y la sociedad tanto como en la teología. Podrán regalarle mil crucifijos con la hoz y el martillo, mientras él seguirá dedicándole tiempo a la transición cubana, precisamente para terminar con el comunismo.

La derecha de Estados Unidos y otras latitudes, a su vez, podrán acusarle de marxista y de ser anticapitalista. Desconocen, quizás, que fue aquel arzobispo de Buenos Aires quien denunció la “idolatría del dinero” algún tiempo atrás y que su anticapitalismo no difiere una coma de la Doctrina Social de la Iglesia. Sus críticos deberían leer Rerum Novarum, la primera encíclica social, escrita por León XIII en 1891. Allí encontrarán a Francisco.

Es que, en tan solo dos años, este Papa innovador ha conectado a la Iglesia con los temas de la postmodernidad—el divorcio, la homosexualidad, el medioambiente— al mismo tiempo que ha sido capaz de llevarla de regreso a la problemática de la premodernidad— la pobreza y la desigualdad. Francisco es un eximio intérprete de su tiempo y su geografía.

El papado de Bergoglio deberá ser mirado en el espejo del de Wojtyla, aquel polaco, Juan Pablo II, sin el cual sería difícil entender el fin del comunismo, la unificación alemana y la expansión de la Unión Europea, entre otras revoluciones.

Es improbable que el legado de Francisco sea tan espectacular. Tal vez este Papa latinoamericano simplemente se conforme con una América Latina un poco menos desigual y menos polarizada. No sería un legado menos revolucionario.

Twitter @hectorschamis

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