El pequeño Enoc o la maldición de Honduras
La desaparición de un niño de Badalona concentra todas las miserias de un país hundido en la violencia y la pobreza
Karina habla sobre los mosquitos que la torturan mientras busca a su hijo en el cerro, de los mensajes de sus amigas de Badalona que se le acumulan en el celular, de sus dos patronas catalanas —la que la despidió y la que le ofreció todo su apoyo—, de la paella que vuelve loco a Enoc o del frío en España.
Pero, en realidad, le dan igual sus patronas, el frío o la paella. Habla sin parar hasta que se calla y se queda mirando el ventilador. Le estarán dando bien de comer, tomará sus vitaminas o lleva los lentes, piensa cuando se queda mirando las aspas en silencio.
Entonces levanta la cabeza, saca su enorme sonrisa centroamericana y da una fuerte palmada al aire con la que rompe tanta tristeza: «Vamos unos frijoles, venga… ¿Quién quiere?», anima. «Si me desmorono yo, se cae todo«, dice en referencia a los vecinos que todavía la acompañan cada mañana a subir a la montaña. O sobre los pocos policías que llegan de vez en cuando a recorrer las veredas. O sobre los investigadores que nada han avanzado en esclarecer la desaparición de su hijo. «En este país se pierde una persona y es como si se perdiera un animal», maldice entredientes mientras se acerca a la sartén.
Karina Chincilla, de 30 años, nació en Campo Elvir, un poblado de las afueras de la ciudad de Tela, en la costa Atlántica de Honduras. Más que un poblado, Campo Elvir es un cerro cubierto de palmeras, aguacates y mangos, ocupado por campesinos sin tierra que llegaron en los años cincuenta y levantaron casitas de adobe y palma. Unos años después fueron de uralita (lámina) y madera y, recientemente, de varilla y cemento. Cansada de comer «un día sí y otro no», Karina ahorró para un boleto de avión en 2010 a Valencia. En su casa se quedó el pequeño a cargo de su padre y su abuela y se prometió que la próxima vez que subiera a un avión sería para traerse a su hijo. Y así fue. Karina se mudó de Valencia a Badalona y ahí ha limpiado todas las casas del mundo. En 2012, cuando consiguió ahorrar, volvió a Honduras para recoger a su hijo.
Enoc era entonces un bebé de cuatro años y a su familia le aseguró que algún día volvería para que conociera su tierra y disfrutaran de él unas largas Navidades. Y aquel día llegó. Una semana después de cumplir 12 años su madre le regaló un viaje a Honduras y el martes 19 de noviembre aterrizó en San Pedro Sula el alegre chico que presumía que «parlava en català» con sus abuelitos. Dos semanas después fue secuestrado y tras 55 días no se sabe nada de él.
Karina recuerda su calvario personal mientras charla sentada en una cocina que ha pagado ladrillo a ladrillo limpiando suelos ajenos. El paseo favorito de los pobres es el que lleva a la oficina de Western Union más cercana. Y ese es el que hacia cada mes su hermano Israel Ramos, de 41 años.
Con un 65% de los nueve millones de habitantes viviendo en la pobreza, unos 250 hondureños huyen cada día del país en silencio, como Karina, o en masivas caravanas con las que pretenden llegar a Estados Unidos. Hasta 2016, Honduras era el único país del mundo con dos ciudades, San Pedro Sula y Tegucigalpa, en el ranking de las cinco más peligrosas del mundo. A ello se suma la inestabilidad política del Gobierno de Juan Orlando Hernández y un sistema económico voraz que cobra precios de gasolina o de electricidad similares a las de España a quien no tiene ni para comer.
Con el dinero que enviaba Karina, su hermano, albañil de profesión, construía la vivienda. Un año compró el cemento, otro las varillas, otro los azulejos, al siguiente las puertas…En la construcción también colaboraba su suegro, Arturo Pérez, de 50, y otra parte del dinero era para doña María, su madre, o para Cindy Castro, de 21 años, la vecina que se encargaba de lavar ropa o cocinar por unas pocas lempiras. Pero ahora todos ellos están muertos y el niño está desaparecido.
Lo que ocurrió el 2 de diciembre entre las siete de la mañana y las dos de la madrugada es un misterio sin resolver lleno de cabos sueltos y falta de medios. Según el jefe de la policía, la noche del 1 de diciembre «algo se complicó» y lo que iba a ser el secuestro del niño terminó en una masacre, resume levantando los hombros. En el salón del abuelo donde pasó todo todavía están abiertos los cajones y los restos de miseria desperdigados.
Según el oficial, todo fue obra de Bayron Meléndez, de 29 años, un malandro habitual de la colonia Campo Elvir. El plan era secuestrar al niño, así que Meléndez, supuestamente acompañado de otras dos personas, llegó muy temprano a casa del abuelo del pequeño, donde creyó que estaba durmiendo. Lo llamó por su nombre y cuando el abuelo abrió la puerta de la casa disparó contra él. En el interior de la vivienda lo terminaron de asfixiar con un cordón de zapato. Un rato más tarde, con los asesinos dentro de la casa, llegó el tío, a quien también mataron de un golpe en la cabeza. Posteriormente llegó Cindy Castro, que cuidaba al niño y lavaba ropa, quien apareció muerta algunos días después. Los cuerpos del abuelo y el tío estaban semienterrados al pie de unos plataneros y del niño no se ha vuelto a saber nada. Según el policía, la chica estaba compinchada con los secuestradores, pero habría intentado delatarlos y dos días después apareció muerta y mal enterrada cerca de su casa.
El jefe de la Policía de Investigación (DPI), Evelio Burgos, se pone serio en la silla. Se quita la gorra y se acomoda el pelo antes de comenzar la entrevista en una habitación con dos sillas de plástico y manchas de humedad. «El detenido no confiesa. No habla. Está entrenado para callar, matar y no delatar. Ha trabajado para Los Zetas y sabe aguantar bien la presión», comenta.
La historia del presunto asesino es también la historia reciente de la violencia en México y Centroamérica. Casi al mismo tiempo que Karina, Bayron también salió del país. Se fue a México donde trabajó para el sanguinario cártel de Los Zetas. Ahí pasó varios años hasta que un día regresó a su barrio y se convirtió en la bestia que la policía dice que es. Los agentes le atribuyen las tres muertes, la desaparición del niño y otros tres asesinatos anteriores de vecinos que quedaron sin resolver.
Cuando le detuvieron el 5 de diciembre estaba comprando bombillas y llevaba una mochila con 11.000 lempiras (casi 400 euros) y medio kilo de marihuana. En su casa, un tugurio maloliente donde se mezclan muebles rotos, madera y botellas vacías, aparecieron las ropas ensangrentadas del abuelo. El agente de la DPI cree que las bombillas y la marihuana eran para pasar varias semanas en la montaña custodiando al niño y que Enoc está vivo, pero que lo han sacado de la ciudad o del país.
Cree que está vivo «porque el resto de cadáveres estaban mal enterrados debido a la improvisación y lo hubiéramos encontrado», responde. «Además, hemos peinado la zona y estos días ha llovido. El agua hubiera desenterrado el cuerpo y no hay zopilotes», añade. Tierra removida o aves carroñeras volando en círculo, esa es la señal que buscan los voluntarios entre el imponente verde.
Karina se emociona al recordar el apoyo recibido de gente que no conocía. Ama España y repudia un país del que se largó hace una década y que ahora «le está quitando la vida poco a poco». De Cataluña ha recibido mil llamadas de la comunidad latina y un trato agridulce de sus patrones: la familia que la empleaba en Badalona por las mañanas la echó del trabajo cuando faltó por segundo día consecutivo. Se enteró por un SMS de la Seguridad Social que le llegó al móvil para anunciar que había sido dada de baja. Sin embargo, de la segunda familia, la casa donde limpia por las tardes, solo ha recibido apoyo. «Me llaman mucho y se han portado muy bien conmigo», asegura, «pero no regresaré hasta ver su cara». También en el colegio Rafael Alberti, donde profesores de Enoc y otros padres se han movilizado para pedir, cada día a las cinco de la tarde, que no se detenga la búsqueda.
La directora de la escuela, Neus Casablanca, recuerda a Enoc como un adolescente «más bien tímido» que iba «en el buen camino». Está bien integrado en la escuela, con 345 alumnos, donde muchos son inmigrantes como él. «Nos unimos en la indignación por lo ocurrido», insiste Casablanca. Cada martes, a las cinco de la tarde, se convoca una protesta por la desaparición de uno de sus estudiantes.
Enoc vive en un cuarto piso del barrio obrero de Llefià, en Badalona (217.000 habitantes). Su madre, su compañero, José Intriago, y su tía Jessica comparten los 60 metros cuadrados de la vivienda de tres habitaciones por la que pagan 700 euros. «Es como si fuese mi hijo», afirma José, el marido de Karina, a quien conoció en España.
José, de 33 años, sigue desde Badalona la angustiosa búsqueda de Enoc en Honduras. «Quisiera ir, pero por el trabajo, lo tengo complicado», explica el hombre, transportista de profesión. Así también puede apoyar económicamente a Karina, para que siga con la búsqueda del menor. El colectivo hondureño Tierra Catracha ha puesto a la venta camisetas por 10 euros a través de su web para recaudar fondos para la familia.
A 8.900 kilómetros de distancia, su casa de Campo Elvir, en Tela, está construida en un cerro considerado zona roja por la presencia de la Mara Salvatrucha, y la policía no sube o lo hace solo cuando el cadáver está frío. Su barrio, Campo Elvir, es un claro ejemplo de la «arquitectura de la remesa», una superposición de construcciones que aumenta a medida que el dinero llega de España. En este cerro, muchas vecinas eligieron España para emigrar, donde viven 96.300 hondureños, casi la mitad de ellos en Cataluña. El 70% son mujeres empleadas principalmente en el hogar, según un informe de Comisiones Obreras. Ellos, sin embargo, prefieren ir de mojados a Estados Unidos. Ellas quieren seguridad para sus hijos y ellos prefieren dinero y rápido.
«Antes las familias se marchaban por la pobreza, pero ahora huyen por la violencia que no nos deja vivir», musita Karina. Mientras habla del país que le robó a su hijo, la televisión bombardea con imágenes de la frontera con México por donde miles de hondureños en caravana intentan llegar a EE UU.
Karina pertenecía a una familia que nació pobre, vivió pobre pero que, por fin, no iba a morir pobre. Con sus papeles en regla, en España su hijo se había propuesto ser arquitecto. Era la única esperanza de lograr, a través de la educación, la ansiada movilidad social. Sería el primero con una carrera universitaria en una familia que apenas sabe leer, pero atrapada en la maldición del cubo de cangrejos, una mano invisible de factores combinados en un país estructuralmente roto y podrido, que agarran de la pata hacia abajo al cangrejo que intenta esquivar su destino.
El jefe de la Policía de Investigación admite que un niño hondureño que vive en España y tiene un padre en Estados Unidos es como ver caminar un décimo de lotería premiado; alguien susceptible de ser secuestrado, en un barrio donde el que más tiene cuenta con paredes de cemento en casa.