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El pequeño Fidel en todos nosotros

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Ciudadanos en Miami reaccionan ante la muerte de Fidel Castro

Oakland, Calif. -. El titular se desplazaba por la esquina de la pantalla de mi computadora momentos después de las 10 de la noche del viernes. Fidel Castro había muerto. Fue una noticia que había estado esperando oír toda mi vida, y sin embargo, dudé.

No es que yo no lo creyese, sino más bien que el evento era uno que había ensayado tantas veces que ahora que había ocurrido en realidad, muchos de nosotros – los cubanos, tanto dentro y fuera de la isla – fuimos sorprendidos.

A continuación, los mensajes de texto empezaron a llegar y yo hice lo que había hecho un millón de veces: ceder ante el empuje de Fidel.

Mis primos en Miami enviaron un mensaje diciendo que se dirigían a agitar la bandera y cantar por una Cuba libre.

En España, otra prima sollozó. La tensión en la espalda, dijo, había desaparecido completamente.

«Es como si un viejo gruñón en el barrio hubiera muerto, alguien que conocías toda tu vida,» mi sobrina de veintitantos años, recientemente llegada a los Estados Unidos, destacó en  un mensaje de texto desde Nueva Orleans.

Una ex-novia en Boston, que se crió en Cuba, declaró: «No siento nada.» Cuando le señalé que ella había llorado hace años cuando Fidel se había desmayado en el sol, y de nuevo cuando se había caído y roto una rodilla, se mantuvo firme. «Sí, eso me impactó, y cuando dijo que iba a abandonar la presidencia. Pero esto, no «.

Mis amigos en La Habana respondieron a mis llamadas con silencio. «Sí, está muerto …» reconocieron, entonces la línea telefónica fue invadida  por el sonido del gorgoteo de las emisiones de TV distantes,  o ruidos de la cocina. Podía verlos, a cada uno, mirando al vacío.

Todos hemos estado esperando, esperando que esto sucediera. Todos nosotros atados a Fidel: permaneciendo con Fidel o dejando a Fidel. Amando u odiando a Fidel. En un taxi en Estambul, el conductor pregunta: «Oh, eres cubano, ¿qué opinas de Fidel?» En una lavandería en Chicago: «¿Usted es cubano? Entonces, ¿cómo es realmente Fidel?» En un salón de clases en Honolulú:» Todo lo que sé sobre Cuba es Fidel».

Fidel. Fidel. Fidel.

Y ¿cómo me siento? La distancia entre mi cuerpo y Cuba nunca ha parecido ser mayor. Me siento extraña, aliviada y un poco triste. Nací en esa isla en el momento en que su revolución sacudió e inspiró al mundo, mientras generaba la división de su propio pueblo en dos: los que se quedaban y los que se iban. A los 6 años, me sacaron. A finales de los 90, volví a vivir allí durante unos años. Me sedujo un millón de cosas que no tenían nada que ver con Fidel y su revolución: la luz, el estruendo, la sal. Curiosamente, cuando yo estuve allí, casi nunca pensé en Fidel.

Durante ese tiempo, una vez me encontré en la misma habitación con él, un salón de baile en La Habana para una celebración del 26 de julio, aniversario del ataque catastrófico de los jóvenes rebeldes al cuartel Moncada. (Solo a Fidel se le ocurriría hacer de un rotundo fracaso la pieza central de su mito.) Una amiga y yo habíamos conseguido entradas para el evento exclusivo. Cuando Fidel llegó, nos pareció que la habitación temblaba, mientras lo veíamos a quizás 50 metros de distancia, un anciano, y sin embargo tan majestuoso como siempre habíamos oído que era, pero que no imaginábamos. Para nuestra sorpresa, pareció volverse hacia nosotros.

Y luego nos agarramos de las manos. «Tenemos que irnos, en este momento,» dijo mi amiga. Asentí: De pronto me aterró la posibilidad de que de alguna manera quedáramos cerca de él, que nos tomaran una foto, y que esa fotografía llegase a Miami, haciendo que toda mi familia cayera muerta. Para ella, que vivía en Cuba, las posibilidades eran mucho peores. Nos escapamos de allí, sin aliento, hasta llegar al Malecón. «Tenía miedo», dijo ella más tarde, «de que no iba a ser capaz de mantener la boca cerrada y empezara a gritar. ‘¡Abajo Fidel!’ «

A medida que la noticia de su muerte ha empezado a asentarse, he pensado en mis padres, ambos fallecidos. Si aún estuviesen vivos estoy bastante segura de que se habrían unido a mis primos en la celebración de Miami. Mi padre conoció a Fidel desde niño, y porque lo conocía, él fue uno de los pocos de su generación que nunca, ni una sola vez, vio con ojos favorables la revolución de Fidel. Mi padre lo odiaba, de manera inequívoca y con una furia singular, ya que, según él, Fidel interrumpió su vida, lo obligó a exiliarse y arruinó su país.

Pero cuando hablaba de cómo Fidel se había burlado de tantos presidentes estadounidenses, y cómo Fidel había esquivado hábilmente todos esos intentos de asesinato, no era sólo una pizca de admiración lo que se mostraba, sino una identificación.

Fidel encarnó lo mejor y lo peor de nosotros. Nos encantaba su inteligencia. Y su desafío. Y cuando él  imaginaba nuestra diminuta isla como un continente, compartíamos su delirio. Odiamos sus ambiciones pero nos encantaba que las tuviera. Era como pasar el rato con un grupo de cubanos, y en el momento en que alguien se pusiera imperioso, alguien le reclamase por la aparición del «pequeño Fidel» en él; en todos nosotros, realmente.

Contra toda lógica, no sucederán muchos cambios en Cuba después de Fidel. Le entregó el poder a su hermano en 2006,  para luego decidir que fuera un hecho permanente desde 2008. El futuro de Cuba no ha pertenecido a Fidel desde hace mucho tiempo.

Y sin embargo, el futuro no se siente todavía como si estuviera realmente en manos del pueblo cubano.  La mañana del sábado, el escritor Néstor Díaz de Villegas envió un correo masivo: «Fidel ha muerto. No hay ni un átomo, un ápice, un minuto, una célula, un milímetro de mi vida que no tuviera mucho que ver con Fidel Castro, que no fuera de Fidel Castro. No sé si hay alguna diferencia entre él y yo. Pertenezco a su tiempo, su historia, su resistencia. Soy yo quien ha muerto, me van a incinerar mañana. Van a incinerar algo, una libra de mi carne en la pira funeraria del tirano «.

Habrá un poco de algo de mí allí, también, junto con mis primos, mis amigos, incluso mis padres, a pesar de que se han ido. Fidel no se limitó a contener multitudes: Él tomó todos nuestros destinos y los rediseñó. ¿Quién sería yo si la revolución de Fidel no hubiese sucedido y mis padres no hubiesen tenido que irse de su país? ¿Quiénes serían los que se quedaron en la isla si los que partimos nos hubiésemos quedado a su lado? ¿Qué podríamos ser cualquiera de nosotros si Fidel no hubiera causado esta ruptura en nuestras vidas?

Después de todos los titulares y el griterío, después de todas las llamadas de todos los lugares en los que los cubanos estamos esparcidos, esto es lo que nos obsesiona.

Traducción: Marcos Villasmil


NOTA ORIGINAL:

The New York Times

The Little Fidel in All of Us

Oakland, Calif. — THE headline scrolled through the corner of my computer screen sometime after 10 on Friday night. Fidel Castro had died. It was news I’d been waiting to hear my entire life, and yet I hesitated.

It wasn’t that I didn’t believe it, but rather, that the event was one we’d rehearsed so many times that now that it had actually happened, many of us — Cubans, both and off the island — were caught off guard.

Then the texts started coming in and I did what I’d done a million times before: give in to the pull of Fidel.

My cousins in Miami texted to say they were headed out to wave the flag and chant for a free Cuba.

In Spain, another cousin sobbed. The tension in her back, she said, had completely disappeared.

“It’s as if some grumpy old man in the neighborhood had died, someone you knew your whole life,” my 20-something niece, a very recent arrival to the United States, texted from New Orleans.

An ex-girlfriend in Boston, who grew up in Cuba, stated: “I feel nothing.” When I pointed out that she’d cried years ago when Fidel had fainted in the sun, and again when he’d fallen and broken a knee, she stood her ground. “Yes, that impacted me, and when he said he wouldn’t be president anymore. But this, no.”

My friends in Havana responded to my calls with silence. “Yes, he’s dead … ” they acknowledged, then the lines filled with the gurgle of distant TV broadcasts or clattering in the kitchen. I could see them, every one, staring off into space.

We’ve all been waiting, waiting for this to happen. All of us tethered to Fidel: staying with Fidel or leaving Fidel. Loving Fidel or hating Fidel. In a cab in Istanbul, the driver asked: “Oh, you’re Cuban, what do you think of Fidel?” At a laundry-mat in Chicago: “You’re Cuban? So what’s Fidel really like?” In a classroom in Honolulu: “All I know about Cuba is Fidel.”

Fidel. Fidel. Fidel.

And how do I feel? The distance between my body and Cuba has never seemed greater. I feel strange, relieved and a little sad. I was born on that island just as its revolution shook and inspired the world while splitting its own people in two: those in, those out. At 6, I was taken out. In the late ’90s, I went back to live there for a few years. I was seduced by a million things that had nothing to do with Fidel and his revolution: the light, the din, the salt. Oddly, when I was there, I hardly ever thought of Fidel.

During that time, I once found myself in the same room with him, a ballroom in Havana for a celebration of the 26th of July, the anniversary of the young rebels’ catastrophic attack on the Moncada barracks. (Leave it to Fidel to make a resounding failure the centerpiece of his mythos.) A friend and I had managed tickets to the exclusive affair. When he arrived, we felt the room tremble as we spotted him maybe 50 yards away, an old man and yet as majestic as we’d always heard but couldn’t imagine. To our astonishment, he seemed to turn toward us.

And then we clutched each other’s hands. “We have to go, right now,” my friend said. I nodded: I was suddenly terrified that we might somehow wind up near him and that a photograph of the moment would reach Miami, causing my entire family to drop dead. For her, who lived in Cuba, the possibilities were much worse. We ran out of there, breathless until we reached the Malecón. “I was afraid,” she said later, “that I wouldn’t be able to keep my mouth shut and that I’d start shouting. ‘Down with Fidel!’”

As the news of his death has begun to sink in, I’ve thought about my parents, both of whom Fidel outlasted. If they were still alive, I’m pretty sure they would have joined my cousins celebrating in Miami. My father knew Fidel from childhood, and because he knew him, he’s one of the few of his generation who never, not once, flickered with favor toward Fidel’s revolution. My father loathed him, unequivocally and with a singular fury because, in his mind, Fidel interrupted his life, forced him into exile and ruined his country.

But when he talked about how Fidel had outsmarted so many American presidents, and how Fidel had cunningly dodged all those assassination attempts, it was not just a smidgen of admiration he betrayed, but an identification.

Fidel embodied the best and worst of us. We loved his smarts. And his defiance. And when he imagined our tiny little island as a continent, we shared his delusion. We hated his ambitions and loved that he had them. Hang out with a bunch of Cubans, and the minute someone gets imperious, someone else will call her out for “the little Fidel” in her; in all of us, really.

Perversely, not much will change in Cuba after Fidel. He handed power over to his brother in 2006 and made the arrangement permanent in 2008. Cuba’s future hasn’t been his for a long time.

And yet the future doesn’t feel like it’s really in the hands of the Cuban people yet, either. On Saturday morning, the writer Néstor Díaz de Villegas sent out a mass mailing: “Fidel has died. There’s not an atom, an iota, a minute, a cell, a millimeter of my life that didn’t have everything to do with Fidel Castro, that is not Fidel Castro’s. I don’t know if there’s any difference between Him and me. I belong to his time, his History, his endurance. It’s me who has died, they’ll cremate me tomorrow. They’ll incinerate something, a pound of my flesh on the tyrant’s funeral pyre.”

There’ll be a little something of me there, too, along with my cousins, my friends, even my parents, though they are gone. Fidel didn’t merely contain multitudes: He took all of our destinies and redesigned them. Who would I be if Fidel’s revolution hadn’t happened and my parents hadn’t left? Who would those who remained on the island be if those of us who left had stayed by their side? Who would any of us be if Fidel hadn’t caused this rupture in our lives?

After all the headlines and the shouting, after all the calls from all the places we Cubans have been scattered, this is what haunts us.

Achy Obejas, the director of the M.F.A. in Translation program at Mills College, is the author of the forthcoming collection “The Tower of the Antilles & Other Stories.”

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