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El poder y el rock: cuando la política se sube al escenario

El insólito concierto con el que Milei buscó "recuperar la mística" en  medio de los escándalos de corrupción y la crisis económica en Argentina -  BBC News Mundo

 

En los primeros días de octubre de 2025, Argentina volvió a ocupar titulares internacionales, aunque no por una decisión económica o un debate parlamentario, sino por una escena insólita: el presidente de la Nación, Javier Milei, irrumpía en un concierto de rock, micrófono en mano, coreado por una multitud que no aplaudía a un político, sino a una figura convertida en espectáculo. La imagen que recorrió el mundo era la de un jefe de Estado, de traje y melena desbordada, saltando y cantando como si la Casa Rosada se hubiera transformado en un escenario más del circuito musical porteño.

El hecho, aparentemente anecdótico, encierra profundas interrogantes sobre la naturaleza del poder en el siglo XXI: ¿Qué representa un presidente cuando decide convertirse en protagonista de un show? ¿Hasta qué punto la política puede confundirse con el entretenimiento sin perder legitimidad? Y más aún: ¿qué nos dice este episodio sobre la transformación de la democracia latinoamericana en tiempos de redes, crisis y espectáculo?

Milei no es un político tradicional. Su ascenso no se explica por estructuras partidistas, sino por un fenómeno mediático. Surgió en los estudios de televisión, no en los pasillos del Congreso; su lenguaje no es el del discurso político clásico, sino el del show, cargado de insultos, ironía y performance. Por eso, cuando el presidente se sube a un escenario de rock, no está improvisando, está siendo coherente con su personaje. 

El poder político, por naturaleza, requiere formas: distancia, sobriedad, representación. El presidente encarna al Estado, y el Estado no baila ni canta; gobierna. Cuando esa frontera se borra, lo que emerge no es la cercanía del líder con el pueblo, sino la confusión entre autoridad y celebridad con lo que finalmente la política se convierte en una extensión del espectáculo, y el espectáculo, en una forma de gobernar.

La paradoja es que ese gesto de rebeldía se produce en un momento de extrema fragilidad nacional. Argentina atraviesa una crisis económica de dimensiones históricas: inflación desbordada, devaluación del peso, caída del consumo y pérdida acelerada del poder adquisitivo. Las reservas internacionales del Banco Central se encuentran en niveles mínimos, las importaciones se restringen y el desempleo crece silenciosamente. En ese contexto, la imagen de un presidente cantando en un concierto adquiere un significado ambiguo: para algunos, es un acto de autenticidad y cercanía; para otros, una burla al sufrimiento colectivo. En un país donde millones viven con incertidumbre, el espectáculo puede parecer un lujo o una fuga de la realidad.

A ello se suma la expectativa generada por la promesa de ayuda económica de Estados Unidos. Milei anunció con entusiasmo un préstamo de veinte mil millones de dólares, supuestamente acordado con Donald Trump, presentado como un respaldo político y personal entre “amigos”. Pero más allá de la puesta en escena, el acuerdo aún no se ha concretado. La negociación con el Tesoro estadounidense y el Fondo de Estabilización Monetaria avanza con lentitud, y las condiciones no son públicas. Se habla de posibles exigencias, como la revisión de los acuerdos financieros con China y la adopción de medidas de alineamiento político con Washington. En medio de la crisis, esa promesa de ayuda funciona más como una herramienta simbólica que como una solución inmediata. La dependencia externa se disfraza de triunfo diplomático, y el préstamo prometido se convierte en un capítulo más del relato personalista del presidente: el líder que puede conseguir lo imposible.

El gesto tiene un valor político claro, ya que mientras la economía tambalea, el espectáculo y la épica sirven para mantener la atención pública y sostener la fe de los seguidores. Milei no solo gobierna, sino que se interpreta a sí mismo en el papel del libertario rebelde que desafía a la “casta” y conquista el favor de las masas con la guitarra en la mano y promesas de redención financiera. Pero la teatralidad del poder tiene un costo. Cuando la política se transforma en performance permanente, el riesgo es que los actos de gobierno se midan no por su efectividad, sino por su impacto mediático. En el escenario, los problemas parecen menos graves; fuera de él, la realidad espera con crudeza.

El contraste con otros líderes regionales resulta ilustrativo. El presidente de Ecuador, Daniel Noboa, también es aficionado al rock, ejecuta instrumentos y canta. Pero desde que asumió la presidencia, ha optado por una conducta sobria, consciente de que el ejercicio del poder requiere contención y distancia simbólica. No ha mezclado su faceta artística con su función institucional, precisamente para no diluir la imagen del Estado en la figura del individuo. En ese gesto silencioso se revela una comprensión distinta del liderazgo: mientras Milei amplifica su carisma con la exposición constante, Noboa elige preservar la autoridad a través de la moderación. El primero encarna el poder como espectáculo; el segundo, el poder como responsabilidad.

América Latina entera parece oscilar entre ambos modelos. En una región donde las instituciones son frágiles y la confianza en la política es baja, los líderes apelan cada vez más a la emoción, al carisma, a la teatralidad. El siglo XXI ha transformado la democracia en un escenario, donde la atención es el nuevo capital político. 

Bukele, Petro, Milei: distintos idearios, pero una misma lógica de comunicación. Gobernar ya no es solo administrar, sino mantener viva la narrativa. La política se convierte en un flujo de imágenes, frases y gestos; el gobierno, en una puesta en escena continua.

El problema no es que un presidente tenga pasiones personales, ni siquiera que cante en público. El problema surge cuando esa dimensión se vuelve la esencia del poder, cuando el acto simbólico sustituye al acto de gobierno. En tiempos de crisis, el espectáculo puede anestesiar momentáneamente el descontento, pero no resuelve el hambre, ni la inflación, ni la deuda. El préstamo prometido, los anuncios rimbombantes, los gestos teatrales: todos forman parte de una narrativa que se sostiene en la fe y en la imagen. Pero la historia enseña que los países no se salvan con canciones, sino con políticas sostenibles y acuerdos estables.

Tal vez el rock sea, para Milei, una metáfora de su visión del mundo: energía, ruptura, libertad. Pero gobernar un país no es componer un solo de guitarra; es dirigir una orquesta. Y cuando la música se apague y el eco de los aplausos se disuelva, quedarán la inflación, la deuda y la fatiga social. En ese silencio, lejos del escenario, comienza la verdadera prueba del poder: la capacidad de gobernar sin espectáculo.

 

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