El porvenir de una desilusión
Pasarán años antes de que se alcance una versión plausible acerca del tamaño de la sorpresa que recibió Nicolás Maduro ese 17 de diciembre. El hecho por sí solo, ese espectáculo de nado sincronizado que protagonizaron Raúl Castro y Barack Obama, causó un impacto que marca el siglo XXI con los ingredientes mejor escogidos para enterrar el pasado rindiéndole un sentido homenaje: espías, canje de prisioneros, cuidadoso timing, secreto absoluto, un Papa latinoamericano, Canadá y su policía montada, negociadores desconocidos, ese olor a inesperada libertad como el de 1989, y hasta –parece– un embarazo a distancia.
Fernando Mires lo resumía, arendtianamente, como “un nuevo comienzo” (y puede ser que así comience, por fin, este siglo). Pero la pregunta, instantánea, que todos los venezolanos nos hicimos fue: “Maduro, ¿tú sabías de esto? ¿Sabías de esto cuando, dos días antes, convocaste al ejército de autobuses que transportarían a centenares de empleados públicos a la avenida Bolívar de Caracas para que te escucharan vociferar las más manoseadas consignas contra el imperialismo yanqui, para que te vieran alzar la espada de Bolívar sin reírse y terminaran su día en una fila intentando comprar la harina o el azúcar o el café que hace semanas que no llega a su pueblo?”.
Es difícil elegir entre el cinismo y el ridículo, y no tenemos cómo dilucidar ese asunto ahora. Pero la respuesta es crucial. Como todo evento que tuerce la historia en una dirección imprevista, el reencuentro de Estados Unidos y Cuba tiene muchas líneas de fuga. Con un yes, we can crepuscular Obama reconfigura todo el significado de su gestión y la agenda de la campaña electoral que se avecina. Pero esencialmente, cura una ausencia. El vecino del norte reaparece como un personaje de Carson McCullers: sin la vieja arrogancia, con el sombrero más gastado, sentándose en la mesa con los otros. Y más allá de la recomposición de las relaciones hemisféricas, lo estratégico en mi opinión es la despolarización del discurso político en América Latina, privado ahora del “enemigo principal”. Es como si se hubiera producido una especie de amputación de un miembro fantasma, de algo que no existía ya, pero que causaba terribles efectos. Y, como dice Carlos Pagni en su lúcido artículo, es hacia esa Cuba fantasma que es ahora Venezuela, que están dirigidos esos nuevos gestos políticos.
Aunque parezca atractiva la hipótesis de unos Castro que, horrorizados por la irresponsabilidad, infantilismo e indecisión del gabinete Maduro, deciden poner sus luengas barbas en remojo yanqui, lo cierto es que, por los recuentos disponibles, el factor precipitante de la nueva entente fue la muerte de Chávez. Prematura, puesto que Chávez, con su lógica del poder arbitral (el presidente como único decisor arbitrando entre diversos grupos de captadores de renta), no dejó una institucionalidad que pudiera sustituirlo.
Pero también fue una muerte oportuna. Los grandes números de la economía venezolana auguraban ya desde 2011 las asfixias productivas; el crecimiento descomunal del gasto público durante 2012, año en que Chávez ganó sus últimas elecciones, dibujaba la silueta de una catástrofe. A principios de 2011, el PC cubano produce un documento de aggiornamento del régimen que, comentábamos en Venezuela, era bastante más “moderno” que los delirios tropicales de Monedero. El gesto era claro, y era además un mensaje a los venezolanos, hechizados por su propio culto a la infalibilidad petrolera.
Esto lleva a pensar sobre el extraño caso de las relaciones entre Cuba y Venezuela. Ha sido caracterizada como una colonización en la que se atribuye a Cuba un poder casi sobrenatural sobre la voluntad de la nueva oligarquía bolivariana y en particular sobre Chávez. Podría pensarse más bien que Chávez compró la franquicia adoptando todos sus colores a cambio de algo fundamental que los cubanos conservan: las tecnologías de control social. La biopolítica cubana se instaló a través del registro civil, registro electoral, notarías; en la administración de la sanidad, en la redefinición de la doctrina militar, en la retórica del “sujeto popular”, del nuevo súbdito. El chavismo se legitimaba así como el heredero de una gesta inconclusa, camuflando sus turbios orígenes militar-nacionalistas tan poco apreciados entre la izquierda internacional. Más importante que la influencia política de Cuba, parece haber sido su capacidad de proveer servicios totalitarios in company.
Seguimos, nosotros los venezolanos, preguntándonos. Maduro ha sido percibido como el leal y obediente factótum de La Habana y su designación como sucesor fue leída como un gesto hacia la isla. En sus veinte meses en el poder, ha trabajado para consolidar una base propia de poder en medio del archipiélago de grupos, familias, lealtades y negociados que dejó el “caudillo”. Hoy, como dice Ricardo Sucre en su blog, le ha llegado la hora de hacerse personalmente responsable tomando decisiones en lo económico con un costo político impredecible, puesto que su paquidérmica política de constituir comisiones presidenciales para evadir la presión que sobre él ejercen las distintas facciones (moderados, estalinistas, militares) sólo ha logrado acelerar el deterioro. Y frente a eso está solo. Como solo pareció estar frente a la política de las grandes ligas, la de Obama y Castro. Solo porque o bien ignoraba el calibre de las negociaciones, o bien porque no es el hombre que requieren las circunstancias, negándose a seguir el camino reformista que ya es inevitable.
Colette Capriles es profesora en la Universidad Simon Bolivar en Caracas. Twitter @cocap