El presidente y su ejército
A cuatro años de gobierno, estamos ante una paradoja clara: existe un presidente fuerte y la presencia de las fuerzas militares en el territorio es más amplia que nunca, pero, al mismo tiempo, el Estado se percibe más débil y fragmentado que antes.
Cuando López Obrador llegó al poder probablemente sus seguidores creyeron que con el “regreso del Estado” se revertiría el proceso de fragmentación y violencia desbordada por el que atravesaba México; uno de los tantos males achacables a la retirada neoliberal. Tal vez por eso aceptaron sin mayor resistencia una decisión que antes parecía poco transitable: la de mantener y profundizar el proceso de militarización del país.
Las opiniones registradas en las encuestas de percepción de la seguridad daban cuenta de ese optimismo indulgente: para diciembre de 2018, por primera vez en la historia reciente, la mayoría de los mexicanos consideró que al país le iría mejor en materia de seguridad. Bajo la restauración de la presidencia fuerte, habrán pensado, se expandiría la presencia estatal y se recuperaría el poder ahí donde otras formas ilegítimas de violencia organizada habían ganado soberanía. Por ello, continuar usando al ejército, no solo no era incongruente con el espíritu del obradorismo, sino que era la materialización más tangible de su pretensión de hacer volver al Estado.
A cuatro años de gobierno, hoy estamos ante una paradoja clara: existe un presidente fuerte y la presencia de sus fuerzas militares en el territorio es más amplia que nunca, pero, al mismo tiempo, el Estado se percibe más débil y fragmentado que antes: la crisis de hegemonía territorial, cuyo sistema de interacción es la violencia armada, no solo no se ha revertido, sino que se ha profundizado.
En muchas de las regiones de la periferia mexicana persiste un problema que Claudio Lomnitz
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ha logrado conceptualizar con gran claridad: la violencia se ha convertido en la nueva forma de vida y de ordenamiento de lo local; es el mecanismo de intermediación de las comunidades con las fuerzas del Estado.
Por si fuera poco, en regiones como Zacatecas o Michoacán, la guerra pasó de ser una metáfora a tener elementos tangibles de conflictividad armada entre civiles. En esos lugares, un heterogéneo ecosistema de grupos armados combate de forma organizada para conquistar territorios con finalidades extractivas o incluso por razones “morales”, como ha sido la batalla por Aguililla, el lugar de origen de Nemesio Oseguera, líder del Cártel Jalisco Nueva Generación.
Todo ello se refleja en los altos niveles de violencia que se contraponen al optimismo de buena parte de los mexicanos. De 2020 a 2021, la tasa de homicidios dolosos apenas y se redujo en un punto, pasando de 29 a 28 homicidios por cada cien mil habitantes. Si buscamos en la historia, la violencia no había sido tan alta desde los años sesenta y los homicidios de hoy representan más de tres veces los registrados antes de que la “guerra contra las drogas” iniciara. La tasa de asesinatos en México es cuatro veces superior a la del mundo; trece estados se encuentran en esa situación y hay ciudades como Colima, Zamora, Fresnillo o Tijuana donde los niveles de violencia son hasta 27 veces superiores a la tasa mundial.
En suma, el aumento del despliegue de fuerzas federales, alimentado por decenas de miles de militares vestidos de guardias nacionales, parece haber servido de poco.
Esta aparente inconsistencia responde, en primer lugar, a un hecho que ha estado presente desde el primer momento en que los militares fueron desplegados para hacer la “guerra” contra el crimen organizado en el sexenio de Felipe Calderón: esos soldados y marinos nunca han tenido clara su misión; es decir, el objetivo de la guerra en la que combaten. En el mejor de los casos, esto ha causado que el efecto de su presencia sea apenas efímero y, en el peor, ha profundizado el problema.
Cuando López Obrador decidió que no podía prescindir de los militares para atender el fenómeno de la violencia no solo no resolvió esta carencia estratégica, sino que la agudizó. Al crear la nueva instancia civil en teoría, pero militarizada de facto –la Guardia Nacional–, para desplegar más hombres en más territorios, nuevamente lanzó al ejército a una guerra sin rumbo claro ni enemigo tangible. ¿Quién puede responder a la pregunta de cuál es la misión institucional y coyuntural de la Guardia? ¿Qué hacen más allá de patrullar por las carreteras del país? ¿Están desplegados para neutralizar a los grupos de civiles armados o para disuadir que combatan entre ellos? ¿Quién es el enemigo? ¿Son los traficantes? ¿Son los pandilleros?
Estas preguntas no tienen respuestas porque los artífices de esta institución, tanto militares como civiles, han confundido las acciones instrumentales con las estratégicas. No es casualidad que los informes matutinos que presentan las autoridades federales de seguridad sean dedicados principalmente para enumerar cuántos nuevos cuarteles han construido, cuántos nuevos elementos han reclutado o cuántas patrullas han comprado.
La carencia de misión se refleja también en el fraude normativo bajo el que operan las fuerzas armadas y con el que controlan a la Guardia Nacional. En una simplificación grosera, hoy los militares actúan bajo el amparo de un transitorio constitucional que dice que su presencia es para auxiliar en materia de seguridad pública. Lo mismo la Guardia Nacional, cuya adscripción constitucional es la seguridad pública, pero en los hechos está en manos de la dependencia encargada de los asuntos de la guerra. Como resultado, estas corporaciones lo mismo persiguen ladrones de automóviles que combaten contra comandos armados.
Lo cierto es que México enfrenta una hidra de tres cabezas desde una visión normativa de la seguridad: hay problemas de seguridad pública en las urbes del país, pero esos deberían ser resueltos por las policías que hoy están en el abandono financiero y programático. Hay también problemas de seguridad nacional, esos que todo mundo menciona en el discurso, pero nadie se atreve a poner en la ley: problemas que, si los acotamos con claridad, justificarían el uso de las fuerzas militares en espacios y tiempos específicos, y las dotarían de una misión clara. Y hay incluso un espacio intermedio, de zonas rurales con el potencial de convertirse en fragmentaciones territoriales, donde una corporación civil como la Guardia Nacional, con doctrina y carácter propio, podría funcionar como fuerza preventiva.
El resultado de esta deriva normativa no ha sido solo el desorden estratégico de las fuerzas militares, sino además es la fuente de una especie de desinstitucionalización de las mismas. Acostumbradas a actuar al margen de la ley o en la simulación de la misma, operan únicamente bajo el amparo de la “lealtad” al comandante en jefe, aunque ello implique acompañarlo en su debacle.
López Obrador entendió perfectamente que en esa desinstitucionalización de las fuerzas armadas estaba la oportunidad para cooptarlas. Al entregarles el pleno control de la agenda de seguridad, sin pasar por las molestias de construir un marco normativo que clarificara y controlara su labor, encontró la forma de asegurar la lealtad de la única fuerza a la que realmente temía frente a sus intenciones hegemónicas.
Pero para el presidente no bastó con tener a las fuerzas armadas “tranquilas”. Pronto supo que la lealtad reforzada y la indefinición jurídica legal le permitían hacer de estas corporaciones el ariete para debilitar a otra de las barreras para su régimen personalista: la burocracia. Al ocupar cada vez más espacios civiles, los militares han coadyuvado a desmantelar el aparato administrativo del Estado, ese que dota de racionalidad al gobierno y que permite poner límites a los individuos que lo encabezan. De tal forma, López Obrador ha usado una herramienta del Estado para debilitar al propio Estado con el objetivo de fortalecer su presidencia.
La jugada ha dado grandes réditos. Por un lado, hoy las fuerzas armadas y su Guardia Nacional, carentes de institucionalidad plena, dependen de un equilibrio específico: el que garantice la continuidad del esquema que les ha otorgado este régimen, metiéndolas de lleno al juego de la política. Por otro lado, al expandir su presencia en el aparato administrativo, ese modelo de codependencia se consolida.
En el fondo, el presidente no ha hecho sino debilitar a las fuerzas armadas y los efectos comienzan a ser notorios. El valiente discurso del senador Germán Martínez frente al secretario de la Defensa el 19 de octubre de 2022 da cuenta del rompimiento de un sector de la clase política, otrora aliada natural de los militares, que hoy mira con desconfianza a quienes busca comandar en el futuro.
A nadie conviene tener unas fuerzas armadas desinstitucionalizadas. A nadie conviene que entren al juego de la política. A nadie conviene que estén distraídas de las tareas en las que sí son necesarias, es decir, en la defensa de nuestra soberanía e integridad nacional. Y a nadie conviene tener un Estado con menos administración y más fuerza. A nadie más que a una sola persona: a quien busca capturar al Estado para estar por encima de todos. ~