El primer libro póstumo de Günter Grass: De la finitú
Cuando llegó a mis manos el ejemplar de este, el último libro escrito por Grass y el primero de sus póstumos —estoy convencido de que aparecerán más—, me pregunté cómo van a traducir el título, no importa en qué idioma: Vonne Endlichkait es una transcripción fonética del habla en el Este de Alemania (Grass se remite a las colonias de refugiados de Pomerania y de Prusia oriental, al final de la 2.ª guerra mundial); en alto alemán sería Von der Endlichkeit [=De la finitud]. ¿Y lo más aproximado en español? De la finitú… ¡Pero se ve tan feo!, mientras que en alemán hasta resulta simpático.
Y en español se ve feo porque el “De la” remite a muchos títulos clásicos, De la consolación por la filosofía, de Boecio, o De la vejez, de Cicerón, por ejemplo. Aunque Cicerón hubiese empleado una expresión coloquial de la plebe, a nadie se le ocurriría traducir este último como De la viejés. Pero para terminar de darle la vuelta a la tortilla: ¿y si la pretensión del autor hubiese sido justamente esa? Un autor nunca titula su libro de manera caprichosa. Tela cortada, pues, para el traductor que lo tradujere, que buen traductor será, es decir, en este caso lo es: Miguel Sáenz, merecidísimo sillón b de la Real Academia de la Lengua.
[La penúltima página del libro está dedicada por Grass a uno de aquellos refugiados, se titula “La pregunta de Herr Kurbjuhn”, y termina así: “Desplazados los llamaban. Con ellos murió un habla que desde joven me había dado calor, cuyos restos quise salvar, inútilmente. Tan sólo la pregunta de Herr Kurbjuhn ha sobrevivido (‘¿Qués lo questá pasando en ‘a polética?’); olvidadas quedan mis respuestas, todas las mañanas, por encima de la valla del jardín”. A lo cual sigue la última página, con un poema final, “Vonne Endlichkait”, en ese dialecto].
De la finitud es un libro heteróclito, de composición fragmentaria y en el que encontramos de todo, como en el proverbial cajón de sastre: desde poemas a reflexiones sobre la actualidad más inmediata y sus circunstancias, desde estampas familiares hasta apuntes impresionistas, y mucha obra gráfica que acompaña y a veces ilustra la prosa o la poesía de Grass, como si no quisiera él dejarse nada en el tintero, en esta su personalísima sinfonía de los adioses (a veces, leyendo el libro, uno cree oírla en fondo, dirigida por Haydn en persona).
Pero con prescindencia de su morfología, De la finitud es un libro escrito por alguien con mucho valor, por alguien que hacia el fin de sus días enfrentó a la Muerte cara a cara y supo arrancarle al propio violonchelo algunos de sus más sostenidos, profundos, hondos tonos.
Sí, es un libro escrito de cara a la Muerte, y de manera explícita, según puede leerse en el fragmento autobiográfico “Cuando perdí el olfato y el gusto”: “Es tiempo de entrenar la despedida. […] Cuando hace años, de repente, perdiste el gusto y el olfato, ningún queso sabía más a queso, el pepino no quería ser agrio, ni dulce la cereza, la lila y el saúco florecían en vano y el pan era cartón, un dios vestido de un blanco inmaculado te ayudó con inyecciones y pastillas redondas. Y de nuevo tuvieron sabor los pescados y los embutidos, supieron distinto los rábanos y las zanahorias, olió de manera distinta todo aquello de lo que ya querías despedirte para siempre. Despedida de las papas primaverales, de las peras en el otoño. Despedida del eneldo, del romero, de la salvia. Despedida de todos los aromas, del tufo familiar, del propio pedo”.
Llaman particular y poderosamente la atención dos textos —“En qué y dónde descansaremos” y “Pérdidas aseguradas”— que junto con el poema “Bienes robados” nos cuentan la historia de los ataúdes que Grass y su esposa le encargan al maestro carpintero Ernst Adomait, la larga y minuciosa plática que tienen los tres acerca de la forma y el material de las cajas, el número de asas (cuatro a cada lado, para que puedan cargarlos sus ocho hijos), y cómo es que una vez recibidos los guardan en el último rincón del sótano, de donde un día desaparecerán robados, los ataúdes así como unos bulbos de dalias que su esposa había depositado en el suyo, aguardando la próxima primavera (“al igual que nosotros”, dice Grass), para finalmente, al cabo de unos meses, reaparecer de manera tan misteriosa como desaparecieron, pero sin los bulbos de las dalias, sustituidos en el ataúd de Grass, y depositados sobre papel de seda, por dos ratoncitos muertos de hambre “de primorosa belleza; finamente dibujados/ las calaveras vacías, los frágiles esqueletos”. Pueden leerse casi como un cuento gótico de suspenso.
Y el tono elegíaco, de despedida, se siente cuando habla (en el texto “Con largo aliento” y el poema “Me faltan las fuerzas”) de algo tan real como su última relectura de Rabelais en la traducción que le recomendó Paul Celan en París. O de una ensoñación nocturna (“Una visita tardía”) donde el visitante es Claude Lévi–Strauss, y Grass le pide perdón por no haber dicho nunca que la fuente de su inspiración para determinadas páginas de su novelaEl rodaballo se hallan en Lo crudo y lo cocido. O cuando mira en “Balance” todos sus libros en hilera, unos junto a otros: “Esta es la suma. ¿Falta algo todavía/ que pueda contar tras del punto final?”; y lo patético es que la respuesta quizás sea este su primer libro póstumo.
Sí, De la finitud es un libro escrito de cara a la Muerte, incluso cuando recurre al tono jocoso y se toma el pelo a sí mismo, como en “Despedida del resto de los dientes”: “Un solo diente, el último diente, sólo apto para asustar con él a mis nietos más jóvenes cuando abriendo la boca simulo carcajadas diabólicas o les cuento chocheando historias en las que mi diente restante, heroicamente —como en su día el soldadito de plomo de Andersen, con una sola pierna—, corre aventura tras aventura”. A ese último diente le dedica además un texto con un título congruente, “El último”, ilustrado por un autorretrato casi goyesco por lo grotesco: Grass no se retoca ni se disfraza, sus pinceles son alérgicos al Photoshop.
Rescato asimismo de mi lectura del libro, del que en este artículo trato de espigar algunos fragmentos que les abran el apetito para leerlo completo, el poema “Correo caracol”, donde les habla a los amigos muertos “y [a] la amada, cuyo nombre/ guardé vivo en la gaveta secreta/ y es eternamente repetible”, y en cuya cuarta y última estrofa se lee: «También veo caracoles/ esforzándose por la vía postal,/ de muy lejos vienen,/ desde hace años están en camino;/ y me veo como todas las noches,/ el que descifra con paciencia sus mucosas huellas/ y lee lo que me dice el amigo muerto,/ lo que la amada escribió”.
E insistiendo en el tema epistolar, “Cartas”: “Antes, antes todavía, dizque existía el secreto postal. Entonces, cuando el cartero era como de la familia, se lo esperaba. Charlas a la puerta de la casa: ¿Qué tal los niños, y la señora? El perro se alegraba cuando venía. Hoy en día, entre la publicidad, sólo rara vez se ven cartas, y casi ninguna manuscrita, que querría ser leída de nuevo. Pronto no tendremos nada más que decirnos. Ningún secreto que hubiera que interpretar entre líneas y de una escritura entretanto temblorosa; a no ser que llegase correo sin cartero, delicadamente escrito en la arena de la bajamar”.
Mas no solo la presencia latente de la Muerte y la ausencia sentida de lo pasado encuentran asiento en este libro sobre la finitud. También la rabiosa actualidad del texto “Sobre el tráfico financiero” que se complementa con el poema que le sigue, titulado “En Fráncfort del Meno” y el título se continúa ya en el primer verso: “donde vive el dinero,/ se ha acuartelado el miedo./ Gracias a la protección legalmente garantizada del inquilino/ no hay manera de desalojarlo,/ engendra hijos que alborotan delante de la Bolsa/ y juegan al Viernes Negro”.
O cuando en “Xenofóbicamente” rememora a los que llegaron del Este después de la guerra y arriesga un pronóstico optimista a la luz del renacimiento de la xenofobia como consecuencia de la ola de refugiados. O cuando retrata de cuerpo entero a la canciller Angela Merkel en el poema de título tan tierno como irónico, “Mutti” [=mamá]: “Lo que podría molestar se silencia con elocuencia;/ ella en todo caso facundamente no dice nada”. O cuando aborda en “La luz al final del túnel” el problema de Grecia, la cuna de la democracia, y su situación actual. O cuando en “Nostalgia” nos narra una parábola sobre la historia de la Humanidad, en la cual, según él, no descendemos del mono sino de unos extraterrestres.
Hermoso es su texto “Acerca de la escritura” que tanto recuerda las palabras con que Böll honró a su propia máquina de escribir (por cierto, uno de los mejores grabados de Grass) en su discurso cuando la recepción del Nobel, en 1972; y a ese texto le sigue un poema, “La amante del abuelo”, que no tiene pierde: “Huérfano uno de los pupitres altos,/ ya sólo es depósito,/ sobre el otro languidece la Olivetti,/ a no ser si la admiran nietos adolescentes/ que están de visita,/ a mi querida desde los tiempos/ cuando aún había gallinas de viento.// Hermosa sigue siendo,/ y reclama —siempre dispuesta—/ una cinta nueva, de las que/ todavía quedan siete./ Pero para los chicos es una novedad,/ recién inventada ayer./ A veces meten una hoja en el rodillo/ y teclean con un dedo: clac clac.// Leo: Esta fue la amante del abuelo./ Hasta de vacaciones la llevó consigo./ A veces la acariciaba./ Con ella tuvo muchos hijos/ que hace tiempo que han crecido./ Ahora está triste porque a él,/ nos dice él y nos guiña un ojo,/ ya no se le ocurre nada más en absoluto…”.
Y hacia el final del libro una estampa ejemplar de una prosa enérgica, llena de vigor y nervio: “Temporada de caza”: “El volátil picassiano de la paz ha mutado en pichón del tiro al plato. Catapultas los escupen cielo arriba. Una diana tras otra. Todos pueden hacerlas, aunque sólo sea con el dedo índice. Pobre del que le pille en un fuego cruzado. Los usuarios de Facebook llenan listas levantando la veda. Ningún desfile de moda en cuya pasarela no se festeje el más reciente atuendo: chalecos antibalas. En Estados Unidos son uniforme escolar, como dentro de poco entre nosotros”.
No creo que la herencia de Günter Grass se agote en este primer libro póstumo suyo, me basta pensar en unos posibles volúmenes de su correspondencia, de la que hasta hoy se conocen tan sólo, que yo sepa, las cartas que intercambió entre febrero y julio de 1995 con Kenzaburô Ôe.
Pero bastaría con este De la finitud para volver a apasionarse con la lectura y emprender ya la relectura de alguien nos ha dejado dicho en él, en “Incorregible”: “Por lo demás sigo estando incorregiblemente a la izquierda de todo y de mí”.
Nota : Para la escritura de este artículo he manejado la edición original en alemán, por lo que pudiera ser que mis aproximaciones (más que traducciones) a los textos de Grass difieran de la traducción publicada. Tanto mejor para el lector, dos miradas distintas sobre lo mismo. Y dicho sea de paso, en esa edición original, el espacio en blanco al final de la pg. 69, en lugar de aprovecharlo para la siguiente estrofa crea la falsa impresión de que el poema “Despedida de la carne” es de sólo dos estrofas, y no, son diez, y la tercera hubiese cabido holgadamente en ese hueco: ojalá que este faux pas no se replique en la edición en castellano. Lo paradójico del caso es que el libro está dedicado a quien organizó su lay out.
Ricardo Bada
Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la obra de Heinrich Böll.