El problema es Europa
Desde que el 10 de marzo de 1910 Ortega pronunció en la sociedad El Sitio de Bilbao la conferencia ‘La pedagogía social como programa político’, su última frase «España es el problema. Europa, la solución» viene retumbando por todo tipo de cenáculos, causa de que nuestra entrada en la Comunidad Europea fuera celebrada en la inmensa mayoría de ellos. Con buenas razones, pues nos ha traído más ventajas que sinsabores, desde los fondos estructurales a la tranquilidad de saber que somos europeos, de pura cepa incluso, algo que en mi juventud era todavía motivo de controversia. Hoy, solo los objetores profesionales se atreven a ello.
El problema sin embargo persiste, aunque en otro terreno. Hoy el problema es Europa, concretamente la Unión Europea, con sede en Bruselas y otras ciudades, una unión que no acaba de cuajar y le crecen tanto los enanos como los gigantes, como ese Reino Unido, la vieja Inglaterra, que ha decidido abandonarla sin explicar los motivos y causando gran alboroto. Como ya les expliqué en otra Tercera, los ingleses nunca se han sentido realmente europeos sino ‘british’, y el temor a perder su originalidad les llevó a salir, aunque intentan conservar las ventajas de un mercado de 500 millones de consumidores. Aparte del riesgo de perder el Ulster, su parte en Irlanda. Pero es su problema, no el nuestro.
El nuestro es que los viejos demonios europeos, el nacionalismo sobre todo, que trajeron guerras de cien años y otras se convirtieron en mundiales, han vuelto a surgir. Si algunos de esos demonios como la enemistad franco-alemana han desaparecido, otros como el polvorín balcánico han estallado con enormes costes en vidas y haciendas. También las diferencias entre el Norte y el Sur se han atenuado gracias a la generosidad de los nórdicos, alemanes especialmente, que han suavizado las viejas rivalidades. Lo malo es que surge otra brecha entre el Este y el Oeste, que no se arregla con dinero al confrontar ideas, sentimientos y formas de vida difíciles de desarraigar y conjugar.
El origen hay que buscarlo en aquel reparto de Europa que hicieron Roosevelt, Truman y Stalin en Teherán, Yalta y otros lugares bajo la mirada crítica de Churchill, que no tenía vela en aquel entierro. Los problemas que está teniendo la Unión Europea son, más que económicos, de carácter político o ideológico. Europa Occidental quedó bajo la tutela norteamericana, mientras la Oriental quedó bajo la soviética, una diferencia tan grande como el día y la noche, con Alemania partida por la mitad. Bastaba cruzar la Puerta de Brandenburgo en Berlín para que todo cambiase, incluso el olor, pues la gasolina del Este contaminaba más que el gasoil. Aunque en realidad, la mayor diferencia era la política, sin el menor resquicio a las libertades.
Fue como aquellos países quedaron vacunados contra el comunismo por generaciones. Iría incluso más lejos: su anticomunismo abarca a toda la izquierda, por creer que facilita la llegada de aquél y considerar que los occidentales somos demasiado crédulos ante sus proclamas, y demasiado blandos en nuestras respuestas, con un dogmatismo más totalitario que democrático. Claro que los conocen mejor que nosotros. Influye también el papel que interpretó la Iglesia católica, en Polonia especialmente, en la liberación del yugo soviético con Juan Pablo II como abanderado, y Lech Walesa con su sindicato ‘Solidaridad’, como movimiento popular que poco tenían que ver con la ‘revolución cultural’ que por aquel entonces explotaba en Occidente.
Esa diferencia no ha disminuido, sino aumentado y extendido por todos aquellos países conforme recobraban su independencia de Moscú, con gobiernos que no quieren saber nada de los ‘nuevos derechos’ de ciertas minorías -homosexuales, travestis, matrimonios del mismo sexo-, que siguen prohibidas en la mayoría de ellos, siendo Polonia y Hungría las más beligerantes en esta ‘revolución conservadora’ de enfrentamiento con Bruselas, que les ha abierto expediente sancionador y amenazas tan graves como bloquear los fondos de recuperación previstos. Su respuesta, sin embargo, ha sido la de mantenerse firmes en sus principios, que les parecen más importantes que el dinero.
No vayamos a creer sin embargo que esta revolución se limita a la Europa Oriental. Los partidos socialistas en la Europa Occidental, que alternaron el poder con los conservadores desde finales de la II Guerra Mundial han sido barridos, incluso en sus feudos tradicionales, los países escandinavos. Apenas cuentan en el Reino Unido, Francia, Alemania o Italia, y solo en España gobiernan, aunque habrá que ver hasta cuándo. La razón es sencilla: el Estado perfecto que venden no existe. Solo, el menos malo. Y para eso no están preparados. Bueno, preparado no está ninguno, pues la digitalización ha acelerado tanto la historia que cada seis meses surgen nuevos problemas cuya solución requiere nuevas fórmulas. Que terminarán encontrándose, pero ¿cuándo?
Entramos sin duda en una nueva era, que sustituirá a la cristiano-judaica-greco-latino-germánica, protagonizada por una Europa dominadora de todas las tierras y mares del planeta, pero también con síntomas de agotamiento por doquier. En cierto modo ha sido víctima de su éxito. Las que fueron sus colonias en África, Asia, América u Oceanía se vuelcan en ella en busca de la tranquilidad y bienestar que no tienen en casa. Pero Europa no tiene fuerzas para mantener su natalidad ni para defenderse de esas invasiones. La consigna es «morir sin dolor» entre los viejos y «divertirse esta noche» entre los jóvenes, al no saber qué les espera mañana. «Porco governo» le llaman los italianos que olvidaron el latín.