El PSOE teme a Pedro Sánchez
El 19-J ha servido para confirmar que el sanchismo ha entrado en su agonía, larga pero inevitable. Y además ha acreditado cierta inflexión hacia el bipartidismo, supuestamente fenecido, y la reafirmación del centro político, tradicional base de las mayorías parlamentarias
El presidente del Gobierno lleva toda la semana amagando su respuesta al humillante fracaso del domingo pasado en Andalucía. Es una persona resistente, de eso presume, pero que sin embargo soporta mal las contrariedades, y su cara de hondo malestar durante la última ejecutiva federal del PSOE no era tanto la de alguien a quien los fotógrafos logran cazar fuera de sí, como la del césar narcisista que quiere dejar claro a los suyos que le han defraudado profundamente, que le han fallado, que los hace responsables directos de no ganarle unas elecciones, a él, que todo lo puede y todo lo merece. Que su decepción es inmensa y que en definitiva puede pasar cualquier cosa en lo que resta de legislatura.
Sánchez ha logrado interiorizar entre los supervivientes del PSOE un pánico contenido a su figura, a sus reacciones, a sus decisiones imprevisibles; en forma de cabezas cortadas sobre la tapia de La Moncloa, a modo de escarnio, sobre todo después de la crisis de julio del 21, cuando segó sus lazos con todos aquéllos ilusos que podían creerse con ciertos derechos adquiridos: Ábalos, Calvo, Redondo y los otros.
Aznar despertaba respeto y temor reverencial, sí, pero se sabía con exactitud lo que quería y lo que le gustaba, y por tanto cómo debía procederse. Lo de Sánchez es distinto; nunca está claro del todo la línea a seguir, por dónde tirar, y además no se trata de mantener la coherencia de una política, sino de evitarle desaires al líder. El bruxismo conlleva dentelladas atroces. Todos los ministros socialistas están políticamente castrados; los veteranos por supuesto (Marlaska, Robles, Ribera), pero también quienes tocaron el cielo hace unos meses sin más mérito que el capricho presidencial, hasta el punto de que el español medio todavía no se ha aprendido ni sus nombres («está aislado de verdad, no sale de los jardines de La Moncloa, nadie le influye de manera constante, coge alguna idea suelta, ocurrencias, de Barroso o de otros, vale, pero ahí todos obedecen sin más, incluyendo a Bolaños, y a lo único que atiende es a los datos que le va mandando Tezanos»). En definitiva, los cargos del partido saben que pueden ser relevados en cualquier momento, sin explicaciones, y ser sustituidos hasta por el mismo caballo de Calígula.
El pasado domingo las urnas confirmaron el cambio de ciclo. Ya no cabe la vuelta atrás, porque la coyuntura económica contribuirá al bandazo, aunque Feijóo se equivocará si traslada el resultado andaluz tal cual a las generales. No habrá mayoría absoluta del PP según los parámetros actuales, pero sí una victoria holgada, quizás incluso por encima de los 150 escaños; Vox puede perder fuelle pero seguirá siendo imprescindible. Antes tocará pasar por las primarias de mayo del 23, donde se verá el suelo del Partido Socialista, hasta dónde llega el tsunami, y si es capaz de mantener algo de su poder en comunidades y ayuntamientos.
El 19-J ha servido para confirmar que el sanchismo ha entrado en su agonía, larga pero inevitable. Y además ha acreditado cierta inflexión hacia el bipartidismo, supuestamente fenecido, y la reafirmación del centro político, tradicional base de las mayorías parlamentarias. El PSOE, alentando el miedo a Vox, y los de Abascal, cultivando su oposición radical a los populares, han empujado a sus electorados hacia el centro, proporcionando una victoria histórica al PP andaluz. Los españoles, tras tantas incertidumbres generadas a partir de la irrupción de la nueva política, parecen apuntar a que ya no quieren más aventuras. Vox sale de Andalucía en situación de desconcierto y le obliga a una importante reflexión; la izquierda del PSOE ha hecho el ridículo y acredita que tras la fuga de Pablo Iglesias carece de líder, y lo de Yolanda Díaz va a morir antes de nacer; el partido sanchista se está hundiendo y veremos si el PSOE es capaz de volver a ser algo.
Ahí cabe entender la respuesta exterior del Gobierno al resultado andaluz, en forma de medidas anticrisis. Más de lo mismo. Sánchez escucha a Tezanos: 200.000 votantes socialistas se han ido con Juanma Moreno, apoyo prestado que toca recuperar. Por tanto, nada de rectificación. Bajo la falsa creencia de que los motivos del desastre son económicos; el Covid, la inflación, la carestía de la luz y la guerra de Ucrania. Es un error, esas serán las causas que le harán perder las elecciones generales y quizá las autonómicas de mayo, pero de momento no pesan lo suficiente, el lastre del bolsillo todavía está madurando. El PSOE de momento naufraga por su política de pactos; por sus inasumibles acuerdos con los independentistas catalanes y los herederos del terrorismo vasco. Y porque el sanchismo, al fin, ha sublimado el podemismo, haciendo suya la estrategia y la agenda de Pablo Iglesias, que finalmente Sánchez ha asumido como propia. Limosnas, en lugar de variar la política económica. Repartir pedreas para los afectados de la crisis en vez de girar de manera radical la gestión presupuestaria. Nuevo gasto público, necesario como paliativo, sin acometer al mismo tiempo un ajuste fiscal a fondo para poder sostener el país a flote, con una deuda desorbitada que será cada vez más difícil de financiar sin la ayuda europea. Y echarse a las barricadas, atrincherarse, intentando mantener el vergonzante idilio con ERC y aumentar el control de instituciones rebeldes; el Tribunal Constitucional, el INE y la semipública Indra siguen el rastro del CIS, el CNI, la SEPI y otros, mientras se pone la proa sobre entidades que intentan mantener su autonomía, como la Airef o el Banco de España.
Y en medio de todo eso, una confusión enorme en los cuadros dirigentes, que no saben bien cómo actuar ni qué decir, sin discurso reconocible. Y con el vértigo sobre qué será lo próximo que quiera emprender el presidente del Gobierno. El clima de vulnerabilidad es tan alto que resultan inevitables las especulaciones sobre las aspiraciones del césar, incluso la «barbaridad» de no presentarse a la reelección. Asegura estar «muy cómodo con los equipos», pero su palabra carece de crédito incluso en sus filas, que no dejan de manejar presunciones sobre sus hipotéticos deseos, ciertamente complicados, como saltar de un tren a otro, sea a las instituciones europeas o a la secretaría general de la OTAN. Lo de menos es que supongan intenciones irreales, estrambóticas; lo importante es que se le dé verosimilitud porque se ha asumido que su móvil principal pasa por satisfacer sus intereses personales y que toda su gestión la determina el cálculo particular, hasta el punto de cambiar la política exterior sobre el Sahara si así se gana el favor de Estados Unidos y favorece su futuro fuera de España.