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El pueblo contra Netanyahu

La reacción de la ciudadanía contra la reforma de la Justicia promovida por Netanyahu es una prueba de la gravedad de la iniciativa, pero también del vigor democrático de Israel

La extraordinaria reacción ciudadana contra los planes de Benjamin Netanyahu de reformar el Poder Judicial es, por una parte, un signo de la gravedad de los cambios que el primer ministro quiere introducir en los equilibrios institucionales del país, y, por la otra, una notable muestra del vigor democrático de la sociedad israelí. Ayer, el país quedó paralizado por una huelga general que bloqueó autopistas, puertos y aeropuertos y que desembocó en manifestaciones multitudinarias en torno a la Knésset (el Parlamento israelí) y otras instalaciones. Las protestas se agudizaron tras la destitución fulminante del ministro de Defensa Yoav Gallant, militante del partido Likud que lidera Netanyahu, quien pidió la reconsideración de la reforma por convertirse en un peligro real y tangible para la seguridad nacional. Gallant ha tenido que hacer frente al malestar de los reservistas y los soldados en activo. Los primeros han dejado de asistir a los entrenamientos como señal de protesta y los segundos han advertido de que no obedecerán ciertas órdenes ante el debilitamiento de la separación de poderes.

Netanyahu ha despreciado la reacción de los militares y considera que Gallant ha sido blando con las muestras de insumisión. Lo cierto es que su plan ha puesto contra las cuerdas a la democracia israelí. Su amplia reforma quiere privar al Tribunal Supremo del poder de someter a juicio de constitucionalidad las leyes del Parlamento. Israel no tiene una Constitución escrita, pero, al igual que en Estados Unidos, es la Corte Suprema la que juzga la constitucionalidad de las normas. Otra reforma pretende cambiar el gobierno de los jueces, con la excusa de modernizarlo, para instaurar un Consejo de la Magistratura que reforzará la influencia de la política (el Parlamento y el Ejecutivo) en la designación de estos. Un tercer aspecto –el único que ha pasado por el Legislativo– limita los motivos para enjuiciar al primer ministro. Nada más conocerse el contenido de la reforma, la presidenta del Tribunal Supremo, Esther Hayut, dijo que ésta «aplastaría el sistema de justicia y socavaría la democracia israelí». El fiscal general, Gali Baharav-Miara, añadió poco después que dañaría los controles y equilibrios democráticos del país.

Netanyahu es un líder que comenzó su carrera como un político de centro-derecha, pero que se ha ido extremando con el paso del tiempo al tener que buscar apoyo entre los ultranacionalistas y los ultraortodoxos. En la coalición de gobierno que formó en diciembre confluyen estos tres grupos y los tres tienen interés en reducir la influencia del Poder Judicial. Netanyahu porque tiene tres causas pendientes por soborno, fraude y abuso de confianza; los ultranacionalistas porque consideran que el Supremo ha abusado de su poder vaciando de contenido las decisiones de la mayoría parlamentaria, y los ultraortodoxos porque sienten que la Justicia es un poder dominado por el laicismo que amenaza sus privilegios religiosos.

Lo que está sucediendo en Israel, con un gobierno que utiliza al Parlamento para intentar controlar al Poder Judicial, emparenta con fenómenos muy similares y extremadamente preocupantes que hemos visto en otras democracias occidentales como Polonia o Hungría o con los intentos a los que hemos asistido en España a cuenta del empeño del poder político por influir aún más en la judicatura. Que esto ocurra en la única democracia que existe en una región plagada por dictaduras y regímenes autoritarios es una mala noticia que sólo queda compensada por la notable reacción ciudadana que ha obligado a Netanyahu a frenar temporalmente sus intenciones.

 

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