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El pueblo cubano ya conquistó su libertad

Cuba ya no puede ser la misma, porque la gente ha despertado y ha cobrado conciencia de su destino

Cuando José Martí preparaba en el exilio la guerra de liberación nacional de Cuba, escribió en el periódico Patria que el objetivo no era un cambio de vestido, sino «un cambio de alma». Podía entenderse que la raíz del problema no consistía en transformar las instituciones, sin excluir aquí a las relaciones económicas, sino un cambio de conciencia y, en este caso, una conciencia mucho más profunda y generalizada de lo que habría sido una conciencia de clase como la que preconizara Marx.

Justamente esto estaba probablemente relacionado con lo que Martí expresó en su artículo sobre el acto realizado en Nueva York en honor póstumo a Marx, donde, tras los elogios a este, añadió esta crítica: «Pero anduvo de prisa y un tanto en las sombras, sin ver que no nacen viables, ni de seno de pueblo en la historia, ni de seno de mujer en el hogar, los hijos que no han tenido una gestación natural y laboriosa».

Martí, más influido por Emerson y los trascendentalistas estadounidenses, no veía la lucha de clases, y en general la violencia, como la vía adecuada para el triunfo de la justicia social. Para él lo importante no era el número de armas en las manos, sino «el número de estrellas en la frente», de lo cual se entiende que se requería una paciente lucha para generar esa conciencia que no era de clase, sino que trascendía las clases sociales hacia una conciencia cívica de toda la población. «Valen más trincheras de ideas que trincheras de piedra», decía.

La única revolución que podría tener por fruto los derechos y libertades de un pueblo era la que se realizara en el espíritu humano

Así, la única revolución que podría tener por fruto los derechos y libertades de un pueblo era la que se realizara en el espíritu humano.

Los presos políticos que individualmente habían tomado conciencia de derechos que son consustanciales a la naturaleza humana no temían hablar en voz alta lo que pensaban. Eran, incluso, más libres tras los barrotes que los carceleros que los custodiaban. Cuando un capitán de Seguridad del Estado me amenazó con hacerme una nueva causa por un manuscrito «subversivo» que durante un registro habían hallado en mi celda, le respondí: «Bueno, cuando usted lo entienda pertinente me manda a buscar para firmarle los papeles». Y cuando me advirtió de que si hallaban por ahí alguna octavilla antigubernamental irían a buscarme, le dije: «Si no está firmada por mí, no se moleste, porque yo firmo todo lo que escribo».

Usar la violencia para derrocar a los regímenes comunistas es enfrentarlo en un campo que esos regímenes conocen muy bien. Todos los intentos violentos contra el régimen totalitario impuesto en Cuba fueron derrotados. Pero cuando media docena de prisioneros políticos crearon un grupo que en vez de violencia denunciaba las violaciones de derechos humanos junto a otras acciones pacíficas, ese fue el punto de partida de un movimiento no violento que creció y se extendió por todo el país y que nunca pudo ser derrotado, porque el régimen se había preparado para contrarrestar cualquier oposición violenta, pero no una lucha pacífica.

Curiosamente, de los seis, dos habíamos sido profesores de marxismo, y otros dos provenían de las filas del viejo partido comunista, el Partido Socialista Popular (PSP). Poco a poco fuimos comprendiendo que más que la denuncia a la opinión pública internacional, nuestra misión más importante era ir creando en la población una conciencia de sus derechos. Se trataba de un proceso paciente que en realidad resultó un largo y tortuoso camino de casi cuarenta años de la que solo sobrevivimos los dos profesores de aquel pequeño núcleo fundador, pero muy necesario porque requería, como en la crítica de Martí a Marx, «una gestación natural y laboriosa».

El pueblo cubano, con sus gritos de libertad y de «patria y vida», acaba de bajar de ese altar a todos los que hoy han pretendido erigirse en supremo soberano

En los primeros días de 2021, ambos escribimos entonces al Gobierno una carta abierta alertándole de lo que venía para que realizara los cambios radicales que podrían evitar aquella inminente explosión social, pero no quisieron escuchar. Y cuando finalmente el pueblo se lanzó a las calles el 11 de julio, el comportamiento de aquellas multitudinarias manifestaciones que se produjeron en decenas de ciudades del país fue pacífico, a diferencia de las explosiones sociales de otros países de América Latina. La violencia la inició después el régimen con una represión despiadada. Pero Cuba ya no podía ser la misma, porque finalmente el pueblo había despertado y había cobrado conciencia de su destino. Y esta es una conquista más importante, incluso, que el posible derrumbe de la dictadura, porque es una conquista para todos los tiempos. Ese pueblo no se lanzó a las calles porque un caudillo se lo ordenara. Ningún líder la dirigió.

Recuerden cómo se impuso esta dictadura. El caudillo era ovacionado, lo comparaban con Cristo, y de hecho muchos bajaron de las paredes las imágenes del Galileo para colocar la suya. Mucha gente le ofrecía sus hogares: «Fidel, esta es tu casa». Cuando alguien manifestaba su desconfianza, se decía: «Si Fidel es comunista, que me pongan en la lista». Y en las tumultuosas concentraciones se pedía a gritos «paredón» para sus adversarios. Si se idolatra, si se eleva a un ídolo a un altar, desde allí regirá nuestro destino con mano de hierro. El pueblo cubano, con sus gritos de libertad y de «patria y vida», acaba de bajar de ese altar a todos los que hoy han pretendido erigirse en supremo soberano.

Ninguno de los países de Europa del Este que se libraron de esa dictadura totalitaria tuvo una historia de lucha cívica tan prolongada como la de Cuba, y en consecuencia, tan fructífera para la conciencia colectiva de su pueblo. Hasta de la respuesta brutal de las fuerzas represivas hemos acumulado valiosas experiencias.

No importan las amenazas, las mordazas y los encarcelamientos. Un pueblo que no teme decir lo que piensa y que actúa no como ordenan las leyes injustas sino como le dicta su propia conciencia, ya, de hecho, es libre. Porque la libertad no la conceden los Gobiernos, ni las leyes, ni siquiera el fin de los barrotes y las cadenas, sino la voluntad de ser libres en el pensamiento, en las palabras y en los actos. Lo demás vendrá por añadidura.

 

 

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