El realismo trágico de Max Weber
Al término de la Gran Guerra, miles de obreros y campesinos llevaron a cabo una revolución pacífica en Múnich, encabezada por un líder que parecía encarnar la utopía. A contracorriente de ese entusiasmo, Max Weber dictó una célebre conferencia en la que señaló los peligros de hacer política guiados por la convicción y no por la responsabilidad. En un mundo, como el actual, dominado por el populismo de soluciones fáciles y pureza ideológica, su visión realista resulta imprescindible
Desgarraba todos los velos del pensamiento ilusorio,
y sin embargo nadie podía dejar de sentir que en el corazón
de aquella mente clara latía una profunda seriedad humana.
Karl Löwith
Me emociona profundamente evocar, en esta ocasión tan honrosa para mí, la figura de Max Weber. Pocos pensadores intentaron como él responder a la pregunta implícita en el nombre de esta Real Academia, esas tres palabras cuya compleja relación se discutía ya en el ágora de Atenas: ¿cuál es la Verdad que media entre la Política y la Ética? Weber, como sabemos, abordó el problema en “La política como vocación”, célebre conferencia que dictó en Múnich el 28 de enero de 1919 ante la Libre Unión de los Estudiantes y cuyo contenido ha llegado hasta nuestros días como una advertencia sobre los peligros convergentes, mil veces comprobados, de la demagogia, los liderazgos carismáticos y los fanatismos ideológicos.
Mi propósito es ofrecer una lectura histórica y biográfica de la circunstancia en que Weber dictó su perdurable lección. Me refiero a la revolución de Múnich en 1919, episodio crucial para comprender el sentido de su mensaje en la inesperada antesala de su muerte. Un drama histórico y un drama personal se conjuntaron para impregnar aquellas palabras con la gravedad de una profecía bíblica.
“¿Cuál es el hogar ético para la política?”, se preguntaba Weber. La clave residía en el contraste entre la “ética de la convicción” y la “ética de la responsabilidad”. Para Weber –que, sin dejar de reconocer los fueros de la primera, se inclinaba por la segunda– la genuina “vocación política” suponía abrazar con pasión una causa, pero hacerlo sin vanidad ni desbordamientos, con mesura y un atento sentido de responsabilidad. Solo un político así merecía “poner su mano en la rueda de la Historia”.
No era el caso de los demagogos que, “actuando bajo una ética absoluta, solo se sienten responsables de que flamee la llama de la convicción, la llama, por ejemplo, de la protesta contra las injusticias del orden social”. Si su acción no alcanza el fin deseado, “responsabilizarán al mundo, a la estupidez de los hombres o a la voluntad de Dios, que así los hizo”. Weber notó la semejanza de los revolucionarios de su tiempo con los profetas milenaristas del siglo XVII confiados en la inminente llegada de Cristo: la misma sensación de “quiliasmo orgiástico”, igual certeza en una “apertura escatológica de la Historia”. Demagogos, profetas, revolucionarios anunciaban un futuro radiante que está por llegar y, para apresurarlo, cualquier medio les parecía legítimo. Pero la convicción subjetiva sobre el valor absoluto de los fines no justificaba y menos santificaba el descuido irresponsable sobre las consecuencias objetivas de los medios.
Tampoco los pacifistas de su tiempo –esos políticos de la inacción– salían librados del predicamento. Lo sabían los cuáqueros de la guerra de Independencia americana, cuya pasividad frente al mal –basada en el Sermón de la Montaña– los hizo responsables de un mal mayor. Dado que el medio específico del poder es la fuerza, Weber lamentaba “la ingenuidad de creer que de lo bueno nace solo lo bueno y del mal solo el mal”. A menudo –decía– ocurre lo contrario, y quien no lo viese “era un niño, políticamente hablando”. Esa paradoja conducía a admitir que “hay una urdimbre trágica en la condición humana”, y en ninguna actividad era más evidente que en la política. Por eso definió la genuina vocación política como “un lento taladrar de tablas duras”.
Weber no predicaba quietismo, conservadurismo o reacción. Tampoco ofrecía caminos de salvación o recetas para la felicidad. Abría una vía práctica, apasionada pero realista, para actuar sin sensaciones románticas, con prudencia y fortaleza interna, en defensa de los más altos valores humanos. En eso consistía la “ética de la responsabilidad”.
Los innombrados demagogos, revolucionarios y pacifistas de su conferencia tenían rostro. Weber no los mencionó porque estaban implícitos: sus jóvenes oyentes, la mayoría revolucionarios, sabían a quiénes se refería. Su objetivo no era hablar a la posteridad sino influir en ellos e incidir en la coyuntura inmediata. Pero, como todo clásico, el texto rebasó su circunstancia.
Creo ser un modesto testigo de esa permanencia. Desde hace medio siglo sentí que Weber hablaba también a mi propia generación, la generación de los sesenta en México, América Latina, Estados Unidos y Europa, igualmente enamorada de la revolución. Por desgracia, ni aquella generación alemana ni la mía atendieron su llamado. Yo preferí leerlo y releerlo. Al cumplirse un siglo de la conferencia, decidí acercarme a Múnich en aquel invierno de 1919. Y he creído entrever por qué Weber ha sido nuestro contemporáneo.
*
A veces los grandes momentos de la historia son los pequeños momentos de la historia. Es el caso de la fugaz revolución de Múnich. Comparada con las guerras mundiales o las revoluciones en Rusia o China parece apenas el pie de página de un ejercicio fallido. Pero su significación es mucho mayor: fue un terremoto social cuyas réplicas, cada vez más intensas, marcaron al siglo XX. Se desplegó de noviembre de 1918 a mayo de 1919 en tres etapas de creciente radicalidad (socialdemócrata, anarquista, comunista) hasta desembocar en la brutal reacción militar, nacionalista y antisemita que dio origen al partido nazi. Acaso ningún otro episodio del siglo XX europeo contiene una densidad histórica similar.
Comenzó al día siguiente de la derrota alemana en la Gran Guerra. A lo largo de cuatro años, la exaltación inicial, la embriaguez patriótica, la promesa de gloria habían desembocado en un infierno de racionamiento, hambre, peste, y la confrontación de un saldo atroz: 1.7 millones de soldados muertos, cuatro millones de heridos, un millón de prisioneros. Mientras la suerte de Alemania dependía de Francia, Inglaterra, Estados Unidos (la Rusia soviética acababa de pactar con Alemania la paz en el Tratado de Brest-Litovsk), el antiguo orden se derrumbaba para siempre. En Weimar, la ciudad de Goethe, se declaraba el 9 de noviembre la república, que encabezarían los líderes del Partido Socialdemócrata, el SPD. Pero la vida parlamentaria era un desenlace inadmisible para los revolucionarios alemanes que buscaban emular (corregir, superar) el reciente ejemplo de Lenin. Se prendieron varios focos de rebelión en puertos y ciudades. En Berlín, dos líderes legendarios, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, fundaron la Liga Espartaquista destinada a crear una república libre socialista. El 15 de enero de 1919 serían brutalmente asesinados, pero para entonces una revolución triunfante buscaba arraigar en Múnich, capital del reino independiente de Baviera.
Dos meses atrás, la antiquísima monarquía bávara había caído en cinco días bajo el ímpetu de una movilización pacífica de decenas de miles de obreros y soldados, encabezada por el menos probable de los líderes políticos, un intelectual judío de 51 años llamado Kurt Eisner. Neokantiano tocado por un idealismo mesiánico, había sido editorde Vorwärts (el combativo diario del SPD), donde escribía columnas políticas, textos satíricos y críticas de teatro. Encarcelado a principios de 1918 por su postura pacifista y liberado en octubre, Eisner se convirtió en el héroe del momento. En las plazas, los auditorios, las asambleas y las cervecerías de Múnich, su discurso electrizaba a “las masas”, término clave en la visión y el vocabulario de la revolución. (Conviene notar que, en el momento más álgido de la revolución, esas masas movilizadas se componían de decenas de miles de personas, la mayoría obreros, acaso el 10% de la población.) El 8 de noviembre, el Landtag, parlamento bávaro, nombró ministro presidente de la república de Baviera a Eisner, quien contó también con la legitimación de los consejos obreros, dando paso a un poder dual que resultaría insostenible.
De pronto, aquella ciudad apacible, culta y dinámica fue el escenario donde se ensayaba el siglo XX. La gigantesca novedad de un gobierno revolucionario tomó a todos por sorpresa. Y los acomodos fueron inmediatos. Los consejos obreros, encabezados por intelectuales, conquistaron aliados entre los soldados recién llegados del frente, pero los principales partidos del centro a la derecha, la burocracia, la burguesía y las clases medias, la prensa mayoritaria, el clero católico y otros grupos religiosos (incluida la comunidad judía), las hermandades secretas ultranacionalistas, buena parte de los maestros y estudiantes universitarios, las legaciones diplomáticas de los países aliados a Alemania, y sobre todo los agricultores (predominantes en Baviera), la vieron como una anomalía, en algunos ámbitos, intolerable.
Todas las ideologías del siglo XIX y XX, no solo los liberales y los marxistas, los Settembrini y los Naphta, convergieron en Múnich. Y era casi increíble el elenco intelectual, artístico y político que se dio cita en aquella Babel. Una presencia mayor, al lado de Eisner, fue Gustav Landauer, el mayor pensador del anarquismo alemán. Otros intelectuales –literatos, economistas y sociólogos, algunos serios, otros bohemios– se incorporaron también, creyendo reconocer en aquella súbita revolución la aurora de la historia. A propósito de todos ellos, criticando su “ética de la convicción”, dictó Max Weber su conferencia. Entre los escépticos estudiantes que lo escuchaban se encontraba Max Horkheimer, que años después fundaría la Escuela de Frankfurt. En Múnich conspiraban los revolucionarios espartaquistas y los agentes de Lenin, pero también varios futuros nazis, como Rudolf Hess y Ernst Röhm. Alarmado por el ascenso revolucionario y sus protagonistas judíos, el nuncio Eugenio Pacelli, futuro Pío XII, enviaba informes al Vaticano. Testigos de primera mano, registraron los hechos: Thomas Mann, Rainer Maria Rilke, Victor Klemperer, Martin Buber y Gershom Scholem. Y un oscuro soldado veterano de la guerra, pintor fracasado, merodeaba confusamente los mítines y cuarteles buscando dónde y cómo verter su vocación de odio. La encontró en Múnich: Adolf Hitler.
La revolución de Múnich fue un vertiginoso teatro de las ideas, pero no de ideas puras sino de ideas armadas. Cuando el 28 de enero de 1919 Weber dictó su conferencia, habían pasado escasas diez semanas desde el arribo de Eisner al poder. El orden republicano se mantenía. No había traza, realmente, de una revolución bolchevique. Y la sangre no había llegado al río. No obstante, Weber consideraba desastroso al gobierno de Eisner. Antes de dirigirse a su público, comentó: “Esto no merece el honroso nombre de revolución: es un carnaval sangriento.” Pero su rechazo por lo que había pasado era la medida de su angustia por lo que veía venir. Estaba persuadido de que la historia de su país, la de Europa y quizá la del mundo, se decidía ahí y entonces. Y su visión era sombría. Ese don anticipatorio es el don específico de todo profeta. Weber, el gran científico de la sociedad, lo extraía de su experiencia, su sabiduría y su descarnado realismo. Alejado de toda fe, paradójicamente, él también era un profeta.
*
La conferencia perfilaba al “tipo ideal” del político responsable. ¿A quién correspondía el retrato? Por sorprendente que parezca, correspondía a él mismo. En noviembre de 1918 Max Weber acababa de llegar a Múnich, para incorporarse después de muchos años a la tarea académica. Tenía 54 años de edad y tras de sí una obra monumental. Siendo, probablemente, el intelectual más respetado de Alemania, su posición era difícil de encasillar. Había sido, como tantos, un partidario entusiasta de la guerra. “No importa cuál sea el desenlace, esta guerra es grande y maravillosa”, escribía en agosto de 1914. Pero no lo movía un romanticismo pangermánico sino lo que consideraba un destino geopolítico inevitable: Alemania no era Suiza. Suiza podía ser guardiana no solo de “la libertad y la democracia sino de valores culturales mucho más íntimos y eternos”, pero Alemania no tenía más remedio que afirmar su poder frente a la Rusia zarista y la hegemonía angloamericana. Según Ernst Bloch, Weber solía vestirse de militar cada domingo. Habría querido servir en el frente. Su consuelo fue dirigir, con la misma disciplinada pasión que ponía en sus investigaciones, los hospitales militares en Heidelberg.
Muy pronto, los manejos políticos, diplomáticos y militares de la guerra le parecieron no solo equivocados sino literalmente estúpidos. Lamentó la conversión de una guerra que consideraba defensiva (sobre todo por el expansionismo zarista) en una insensata empresa de expansión encabezada por los “locos” militares pangermánicos y sus aliados industriales. Criticó las medidas anexionistas en Bélgica, y advirtió que los ataques submarinos contra buques civiles atraerían –como de hecho ocurrió– a Estados Unidos a la guerra. Ningún protagonista estaba a la altura, ni el káiser, a quien despreciaba, ni los sucesivos cancilleres doblegados ante la tozudez y soberbia militar, que complicaría inmensamente la salida pacífica: “¡No hay un solo estadista, uno solo, para manejar la situación! Y pensar que ese hombre que no existe es imprescindible”, escribía en noviembre de 1915 a su viejo amigo el pastor y político Friedrich Naumann. Weber pensaba que ese estadista podía ser él.
En 1916 se mudó a Berlín para intentar poner “la mano en la rueda de la Historia”, pero sus deseos se frustraron. Ni sus advertencias sobre el desenlace económico de la guerra ni sus planes para representar oficiosamente a Alemania con Polonia (concediendo a ese país ocupado la necesaria autonomía) recibieron la menor atención. “Es altamente improbable que haya algo para mí”, se quejaba. Sus amigos más devotos, como Karl Jaspers, lamentaban el tiempo que perdía en esos afanes, desviándolo de su obra. Pero él lamentaba más su vida vicaria. Y aunque confesaba estar “harto de irrumpir en las oficinas de la gente para ‘hacer algo’”, no perdía la esperanza: “todos saben que, si me necesitan, estaré a la mano en cualquier momento”.
Para Weber, la política en ese momento tenía un solo fin: asegurar la paz para construir el futuro. Pero no la paz a cualquier precio, menos aún la paz indigna que, a su juicio, proponían los pacifistas. De la posibilidad de una paz digna dependía la viabilidad de la república parlamentaria alemana. Pero esa opción republicana y constitucional era tan contraria a la hegemonía pangermánica y militarista como a la revolución social en cualquiera de sus facetas, desde la “huelga general” hasta la insurgencia bolchevique, espartaquista o anarquista. Desde la Revolución de 1905 en Rusia y con mayor urgencia tras el triunfo de Lenin en octubre de 1917, Weber escribió profusamente sobre el socialismo, criticándolo no en términos axiológicos sino en su concreción práctica: no veía la forma en que las profecías del Manifiesto comunista pudieran cumplirse.
La política, habría dicho, era “su amor secreto”, y seguiría siéndolo hasta el final. Pero la política lo evadía. Si no podía aconsejar, influir ni actuar, menos aún mandar, al menos podía enseñar fuera de la cátedra, al tiempo en que retomaba sus Estudios sobre la sociología de la religión. Por fortuna, estaban los jóvenes. ¿Podría aportarles claridad y objetividad sobre el momento histórico? Dos años antes de dictar “La política como vocación”, Weber asistió a dos seminarios en el castillo de Lauenstein (mayo y octubre de 1917) a los que asistieron varios autores reconocidos de diversas posturas políticas y un grupo de estudiantes de tendencias liberales, socialistas y pacifistas. Lo que ocurrió ahí –vívidamente recogido por su esposa, Marianne Weber, en su admirable biografía– es el ensayo del desencuentro generacional que tendría lugar en enero de 1919 en Múnich.
Los jóvenes no buscaban claridad ni objetividad sino caminos de salvación. Por eso no tenían paciencia para escuchar los errores del káiser, las formalidades del sufragio universal o las sutilezas del régimen parlamentario. Respetaban –recuerda Marianne– el “ethos controlado”, la “sobria incorruptibilidad” de Weber, pero “les resultaba odiosa esa mente científica incapaz de ofrecer una vía sencilla para resolver los problemas […] y que a propósito de cada ‘ideal social’ se preguntaba por qué medios y a qué precio podía alcanzarse”. Weber no desesperaba. Estaba dispuesto a ser su maestro, siempre y cuando quisieran “romper las duras nueces” del trabajo científico, buscar el conocimiento de sí mismos y del mundo a través de datos, configuraciones y conexiones objetivas, no de revelaciones.
Weber descreía de las profecías sociales y sin embargo –según testimonio de Marianne– su identificación más profunda no era con los incomprendidos padres de la ciencia sino con el profeta Jeremías, “titán de la invectiva” que clamaba contra su rey y contra su pueblo sin esperar ni obtener respuesta, sin un séquito de apóstoles que lo siguiera, seguro de su verdad. “Lo envolvía –recuerda Marianne– el pathos de la soledad interna.”
¿Cuál era el origen último de esa actitud? Un realismo trágico. Desde joven supo que no le estaba dado el hechizo de la religión ni sus sucedáneos ideológicos. A Weber –que comprendía ese hechizo y quizá hasta lo añoraba– el mundo le incitaba la vocación inversa: deshacer el hechizo. Se han trazado tres figuras prominentes en su genealogía: Darwin, Marx y Nietzsche. Tres realistas. Del primero, la lucha por la vida con su saldo inevitable de sufrimiento; de Marx, el riguroso análisis materialista (pero limpio de su profetismo); de Nietzsche, el destino del héroe, cantando al borde del abismo en un mundo sin Dios. En el universo de Weber no cabían las ilusiones ni las reducciones: por el tamiz comprensivo de sus “tipos ideales”, adquirían sentido las formas económicas, las instituciones jurídicas, las éticas religiosas, las fuentes de dominación política de la historia entera de Oriente y Occidente. Pero si algo caracterizaba a ese tejido humano era la inevitabilidad del conflicto. Frente a ella, la vocación más alta que Weber podía concebir era la del político, porque ninguna otra actividad alcanzaba como ella el núcleo trágico de la vida. Y porque, ejercida con altura, podía tocar a las personas, a la calidad moral, a la nobleza de su existencia.
Ese fue el hombre que llegó a Múnich para descubrir que los jóvenes a quienes predicaba la “ética de la responsabilidad” eran simpatizantes de Kurt Eisner, un caudillo iluminado por la “ética de la convicción”, demagogo surgido de las páginas sociológicas del propio Weber. Eisner sería el villano secreto de la conferencia de Weber.
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Eisner era Hamlet en Múnich. Aunque lo desbordaba el ímpetu verbal, nunca se apartó de las responsabilidades de un socialdemócrata: no nacionalizó la prensa (que lo atacó sin piedad), no afectó la propiedad privada. En cambio, logró introducir algunas reformas sustanciales (voto femenino, descanso dominical, fin de la conscripción) e, inspirado por Landauer, su consejero áulico, propuso un programa de “renovación espiritual”, que incluía la educación secular al margen de la Iglesia (Baviera era mayoritariamente católica). Pero terminó por no complacer a nadie. Su ala izquierda lo empujaba hacia una revolución comunitaria o comunista, que nunca consideró. La burguesía rechazaba sus reformas sociales. La Iglesia, sus reformas educativas. Los regionalistas bávaros, su origen prusiano. Y los nacionalistas, su condición judía.
Weber no tenía esos prejuicios. Su animadversión tenía otro origen. Una de las decisiones más osadas de Eisner al llegar al poder había sido la de sacar a la luz documentos confidenciales que a su juicio probaban la activa responsabilidad alemana en el estallido de la guerra. Amplios sectores de la sociedad alemana y bávara repudiaron ese acto. Que fuese un judío quien blandiera esos argumentos y arriesgara esos actos alimentó la falsa leyenda de “la puñalada por la espalda” que “los judíos” habrían propinado a la patria alemana para entregarla simultáneamente a los poderes imperiales de Occidente y a los bolcheviques rusos. Weber, por supuesto, no creía esas patrañas, pero el acto de expiación, de arrepentimiento le pareció deshonroso, impropio de un estadista. Un ejemplo clásico de la “ética de la convicción”. Weber responsabilizó a Eisner “de desprestigiar la paz, no la guerra”.
La popularidad de Eisner había ido menguando rápidamente y con ella su limitado poder. Lo visible era el desempleo, la inflación, la carestía de productos básicos, la parálisis del transporte. Finalmente tuvo que admitir la fragilidad de su situación y optó por convocar a elecciones. Se llevaron a cabo el 19 de enero de 1919, con resultados desastrosos para su partido, el USPD. Prometió dejar su cargo. Una semana después de las elecciones, Weber pronunció su conferencia.
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Una nación en vilo, una ciudad polarizada y enfebrecida, un científico profeta que clamaba en el desierto, un demagogo carismático en desgracia, una revolución que buscaba llegar a las últimas consecuencias, una reacción que acumulaba fuerzas inauditas. Ese contexto histórico y biográfico explica quizá la vehemencia de Weber:
Quien busca la salvación de su alma y la de los demás que no lo haga por el camino de la política, cuyas tareas son muy otras y solo pueden ser cumplidas mediante la fuerza.
Aunque planeaba escribir una sociología de la revolución que no llevó a cabo, trazó la curva de degradación que tenía ante sus ojos. Una vez que el líder –es decir Eisner– desata las pasiones es difícil dominarlas. No dependen de él. Aunque lo inspire una pureza prístina, su acción descansa en el aparato que ha formado, y ese aparato no está integrado única ni mayoritariamente por seres puros, sino por “los guardias rojos, los pícaros y los agitadores” que le exigirían premios internos y externos:
En las condiciones de la moderna lucha de clases, el líder tiene que ofrecer como premio interno la satisfacción del odio y del deseo de revancha […] la necesidad de difamar al adversario y de acusarlo de herejía.
Los premios externos para los apparátchiki eran “el poder, el botín, las prebendas”, porque, “no nos engañemos –apuntaba, aplicando el marxismo a los marxistas–, la interpretación materialista de la historia no es un carruaje que se toma y se deja a capricho, y no se detiene ante los autores de la revolución”.
En el mensaje final de su conferencia, citó ante sus jóvenes oyentes el Fausto, de Goethe. “El demonio es viejo; háganse viejos para entenderlo.” Su repetida invocación a las “fuerzas demoníacas” en la política tenía el tono de una profecía. Vislumbraba que, por diversas razones, “una Era de Reacción se entronizaría en menos de diez años”. Y entonces todos los bienes a los que ellos aspiraban (y que Weber confesaba también anhelar) serían inalcanzables. Él cumplía con alertarlos. Lo que esperaba a Alemania no era “la alborada del estío sino una noche polar de una dureza y una oscuridad glacial”.
Tres semanas más tarde, el 21 de febrero de 1919, Eisner se encaminó hacia la sede del parlamento para presentar su renuncia. No pudo llegar. La bala de un joven aristócrata llamado Anton Graf von Arco auf Valley le quitó la vida. Dato premonitorio: el magnicida actuó para legitimar su identidad alemana frente a la Sociedad Thule, grupo de extrema derecha nacionalista que había rechazado su incorporación por tener madre judía. El “carnaval” apenas comenzaba a merecer el adjetivo de “sangriento”.
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Aunque no vivió permanentemente en Múnich sino hasta junio de 1919, Weber atestiguó la tragedia anunciada. Tras el asesinato de Eisner, un débil gobierno socialdemócrata en el que participaron amigos cercanos de Weber (los economistas Otto Neurath y Edgar Jaffé) intentó reformas serias y originales, pero a fin de cuentas fue rebasado por los consejos obreros que el 6 de abril de 1919 decretaron la Primera República de Consejos de Baviera, un insensato, inocente, idílico sueño anarquista que no derramó una gota de sangre y quiso cambiar al mundo, como Dios, en siete días. En ese plazo exacto fue desplazado por la Segunda República de Consejos, ya abiertamente soviética y autoritaria, que terminó aplastada el 1 de mayo por fuerzas militares bávaras y prusianas en cuyas filas apareció conspicuamente el símbolo nazi.
Los principales protagonistas de ese drama murieron más temprano que tarde, directa o indirectamente a consecuencia de él. Landauer, la cabeza intelectual del anarquismo romántico, fue espantosamente vejado, torturado a golpes de rifle y macana, y asesinado el 2 de mayo. Weber murió un año después, víctima de una neumonía. La extenuación política no pudo ser ajena a su final: nunca perdió la fuerza interna, pero la soledad de su batalla contribuyó seguramente a debilitarlo.
¿Se cumplió su profecía? Se cumplió con creces. La revolución de Múnich, que incluyó aspectos y momentos conmovedores de generosidad e idealismo, probó que, en efecto, “del bien no se sigue el bien, sino a menudo lo contrario”. Demagogos, socialistas, pacifistas, anarquistas, muchos de buena fe, habían incurrido en el pecado político mayor: el pecado de irrealidad.
No, “las masas”, es decir, las masas obreras, no eran ni remotamente mayoritarias en Baviera, ni en Alemania. No, la vocación política no consistía en idear planes de salvación desatendiendo los fastidiosos problemas prácticos. No, las fábricas no se avenían al orden socialista sino a la continuidad capitalista, bajo otros patronos, no menos imperiosos. No, el orden liberal, constitucional y parlamentario no estaba liquidado en Occidente. No, el verdadero enemigo de los soñadores de la revolución no era el Partido Socialdemócrata –al que inexplicablemente detestaban, por tibio y reformista– sino el nacionalismo militarista cuya reacción previó Weber y ellos nunca vieron.
Algo más no vieron aquellos líderes aunque tampoco, en rigor, el propio Weber. No vieron reaparecer en toda su magnitud al monstruo de la historia alemana: el odio contra los judíos. En Múnich, sobre todo a raíz de la revolución, ese odio alcanzó proporciones demenciales. “Era imposible evadir –escribió poco después el joven Gershom Scholem– los enormes pósters rojos, sangrientos como el texto que convocaba a los discursos de Hitler: ‘Bienvenidos, compañeros alemanes; no se admiten judíos.’” Y no menos perplejo, Thomas Mann describiría a Múnich como “la ciudad de Hitler”. Culpar a Eisner y sus colaboradores de ese desenlace fue la previsible reacción de varios sectores: las víctimas, no los victimarios, se volvían responsables de su propia muerte. Weber no incurrió en ese juicio bárbaro. No solo eso: al final reconoció la buena fe de Eisner y defendió decisivamente a varios líderes presos, explicando ante los jueces el sentido de la “ética de la convicción”.
Admitiendo la irrealidad política que cegaba a aquellos románticos, ¿tenía razón Weber en su condena ética? Había entre ellos gradaciones que Weber no supo reconocer. Eisner, el socialdemócrata, era un Kérenski alemán, nunca un Trotski. Menos aún lo era el anarquista Landauer, idealista en las antípodas extremas del realista Weber, santo laico, si los hay, místico que detestaba la voluntad de poder de los marxistas y escribió tratados de redención terrenal. Y aun en términos políticos, cabe preguntar: ¿era de verdad irresponsable la postura pacifista de Eisner? ¿Eran irrealizables, al menos en pequeña escala, los proyectos de vida comunitaria de Landauer? Tras el infierno de la guerra –que tanto ellos como Weber vivían como el ciclo final de la racionalidad occidental– Weber asumía la imposibilidad de devolver el hechizo al mundo. En cambio Eisner y Landauer se resistían a ese sacrificio. Imaginar la utopía, mantener la esperanza, vislumbrar un futuro distinto para la humanidad, eran actos de fe, sí, pero también testimonios perdurables. Eisner y Landauer no engañaron a nadie al ejercer hasta el límite la “ética de la convicción”. Murieron por ella.
“La política como vocación” nunca perderá vigencia. Max Weber hizo su parte en defender los fueros de la objetividad del intelectual y la responsabilidad en la política. E hizo más: vindicó para Alemania la vía constitucional y parlamentaria. Pero ni siquiera él pudo prever los extremos diabólicos a que llegarían los totalitarismos del siglo XX. ¿O era esa “la noche polar” que anunciaba? Solo los espíritus heroicos, dijo, ayudarían a remontarla. Por fortuna, no faltaron en las democracias de Occidente héroes como él, que se atrevieron a ver de frente “la urdimbre trágica de la historia” y trajeron consigo el alba.
Y yo me pregunto, ¿dónde están esos héroes, ahora, en esta nueva noche? ~
Discurso de ingreso como académico honorario
de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de España,
pronunciado en Madrid el 17 de octubre de 2023.
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