Gente y SociedadViolencia

El rédito del miedo

Quien va a beneficiarse de la oleada de indignación que pone bajo sospecha a todos los hombres no es el feminismo.

No soy una cobarde, pero cuando llego a casa tarde y todo está oscuro me entra miedo. Echo un vistazo a los dos lados de la calle y llevo la llave del portal preparada para hacer más rápido el trámite de cruzar la puerta. Es un temor instintivo, animal si quieren, como de gacela thomson en la sabana, que no remite con estadísticas. Pero eso, claro, no quiere decir que las estadísticas no importen.

El miedo no es inelástico. Se acentúa en las vías solitarias e infrailuminadas y disminuye en las calles colmadas de comercios, de bares y restaurantes que atraen el ocio. Las confortables áreas residenciales, dominadas por viviendas unifamiliares y ajardinadas, pueden tornarse un desierto de penumbra en la madrugada, mientras que los barrios densos que vuelven sus ventanas a la calle cuentan con la vigilancia de muchos pares de ojos. En el debate sobre seguridad se habla muy poco de urbanismo, a pesar de que, como explicó Jane Jacobs, la forma de nuestras ciudades determina en gran medida su calidad de vida.

En los pueblos, esa vigilancia natural que ejercen los desconocidos en los grandes núcleos urbanos adquiere otra naturaleza. La vigilancia aquí tiene que ver con la existencia de una red de confianza y conocimiento mutuo. A Laura Luelmo no le había dado tiempo a incorporarse a esa trama de relaciones personales de El Campillo, porque acababa de instalarse en el municipio. No conocía a nadie y nadie la conocía a ella. No sabía qué lugares era conveniente evitar ni de qué personas era mejor no fiarse.

El caso de su violación y asesinato a manos de un individuo previamente condenado por matar a una mujer y tratar de agredir sexualmente a otra a la que salvó su perro ha provocado una gran indignación en nuestro país, dando lugar a un debate cuyo desenlace aguardo con pesimismo. Las redes sociales y los medios de comunicación se han llenado de discursos alarmistas que contribuyen a infundir el pánico y la inseguridad. Desde algunos sectores feministas se han lanzado mensajes que alientan la sospecha contra todos los hombres y que retratan a las mujeres como personas indefensas que afrontan cada día un gran riesgo de no volver a casa con vida.

El miedo no merece el desprecio y la burla con los que también me he encontrado estos días, pero, como decía al principio, eso no significa que las estadísticas no importen. Y las estadísticas dicen que este es uno de los países más seguros del mundo, también para las mujeres. Y que, además, la violencia se bate en retirada: los crímenes han disminuido en las últimas décadas, también los perpetrados contra las mujeres.

Sin embargo, a pesar de los datos asistimos a una epidemia de pánico real, y esto hace muy difícil sostener una conversación pública racional. Porque los números se pueden discutir y contrastar, pero los sentimientos son, por definición, infalsables. Esta semana, Elena Alfaro explicaba muy bien cómo las percepciones han sustituido a los hechos en el debate: la posverdad llega a todas partes. El problema es que esta usurpación no solo empobrece la conversación pública, también degrada el ambiente político y social hasta extremos que todavía solo podemos intuir. Y es preciso hacerse algunas preguntas al respecto: ¿Por qué esta percepción de inseguridad en un país razonablemente tranquilo como España? ¿Qué papel están desempeñando los medios de comunicación en la configuración de este clima social? ¿Debe el periodismo rendir cuentas alguna vez?

Pero tampoco los datos podrán salvarnos de la demagogia populista, porque uno siempre puede torturarlos convenientemente para hacerlos coincidir con sus prejuicios personales. Así, podrá encontrar respaldo estadístico quien quiera establecer que los hombres constituyen un peligro para las mujeres, porque en todas partes son ellos los protagonistas de la violencia. Y creerá que le dan la razón los números quien piense que las minorías étnicas o la inmigración son sinónimos de delincuencia, porque en las cárceles de nuestro país están sobrerrepresentados los gitanos y los extranjeros.

En realidad, hay tres indicadores que destacan para anticipar el perfil de un recluso en España: el género, la clase social y la nacionalidad. Nuestras prisiones están llenas de hombres, de pobres y de inmigrantes, que son tres características que a menudo van juntas. Pero sería profundamente injusto y dañino para la convivencia que usáramos esos datos, que afectan a un conjunto de individuos pequeño, para extender juicios generales contra los hombres, contra los pobres o contra los inmigrantes.

Otros, mejor intencionados, reivindican hoy el papel de la educación para poner fin a crímenes horribles como el de Laura Luelmo. Y qué duda cabe de que debemos avanzar para prevenir la violencia desde las aulas, pero la educación no salvó al país más culto de Europa del nazismo y no nos salvará a nosotros ahora de los psicópatas como el que se cruzó en la vida de Luelmo. Psicópatas con formación en violencia de género, por cierto.

Tampoco ayudarán los comentarios de quienes conminan a todos los hombres a hacer un ejercicio de introspección y autocrítica, pues tienen la doble virtud inversa de ser inocuos en los inconmovibles hombres malos y de ofender profundamente a los hombres buenos: “Soy del Real Madrid, vegano, huérfano de madre y trabajador por cuenta ajena, y no pienso hacerme responsable de los crímenes que puedan cometer otros madridistas, veganos, huérfanos o trabajadores. Tampoco de los que protagonicen otros hombres”, decía el otro día mi hermano.

Por último, todas estas actitudes no van a contribuir de ningún modo a la causa feminista que, en días de reacción quizá sea preciso recordar que persigue la igualdad efectiva de derechos y oportunidades para mujeres y hombres. Quien va a beneficiarse de un clima de pánico e inseguridad en las calles no es el feminismo. Quien va a beneficiarse de la oleada de indignación que pone bajo sospecha a todos los hombres no es el feminismo. Quien va a beneficiarse del discurso que identifica delitos sexuales con impunidad no es el feminismo. Quien va a beneficiarse del relato que pone en cuestión las instituciones y la justicia no es el feminismo. Supongo que no hace falta que diga quién lo hará.

 

 

Aurora Nacarino-Brabo: (Madrid, 1987) es politóloga y trabaja para Ciudadanos en el Congreso de los Diputados.

 

 

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