El regreso de Agatha Christie
Es la novelista más vendida de todos los tiempos y la creadora de algunos de los detectives más sagaces de la literatura. Por Fátima Uribarri
Su nieto, Mathew Prichard, ha autorizado una novela protagonizada por el detective -Hércules Poirot- que ha escrito la joven autora británica Sophie Hannah. Él mismo nos lo cuenta.
“Cuando era pequeño, ni siquiera sabía que escribía libros. Mi abuela era adorable. Nada diva” . Mathew Prichard se parece a su legendaria abuela en la tez clara y los ojillos inquisitorios, pero no escribe. Tampoco lo hacen sus tres hijos ni sus ocho nietos. Mathew no ha heredado la imaginación prodigiosa de la emperatriz de las novelas de detectives, autora de más de 80 obras de crímenes, dos autobiografías, 50 cuentos y dos piezas de teatro, pero sí ha recibido un valioso legado. el poder sobre una obra enorme que ha vendido más de 2000 millones de ejemplares en el mundo. Solo de una de sus novelas, Diez negritos, se han vendido ¡cien millones de libros!
Mathew es el responsable de la resurrección de Agatha Christie. Él ha concedido el permiso para que Sophie Hannah escriba Los crímenes del monograma (Espasa), la novela protagonizada por el metódico Hércules Poirot.
Confiesa Mathew que se ha decidido a permitir un nuevo Poirot para hacer más presente la obra de su abuela: otras resurrecciones realizadas a través de nuevos autores, como las de James Bond o Sherlock Holmes, han reavivado los títulos originales de Ian Fleming o Arthur Conan Doyle.
Agatha Mary Clarissa Miller (Christie era el apellido de su primer marido) era una sagaz observadora, como Poirot, pero, a diferencia de él, era desordenada y lenta de reflejos, según confesó en sus cuadernos de notas. Por eso se inventó detectives ágiles e ingeniosos. Yo solo sé qué decir o hacer 24 horas más tarde , confesaba.
Christie era muy observadora, pero desordenada y lenta de reflejos. “Yo solo sé qué decir o hacer 24 horas más tarde”
Mathew la veía a menudo, pasaba con ella los veranos y las navidades en la casa de Devon. Disfrutó mucho de su compañía, teniendo en cuenta que la escritora pasaba parte del año en Siria e Irak, en las excavaciones en las que trabajaba su segundo marido: el arqueólogo Max Mallowan.
Agatha era una entusiasta de la música, había aprendido a tocar el piano y de jovencita le llegaron a plantear que se dedicara a ello, pero no se atrevió: era muy tímida. Le gustaba mucho comer (aunque no cocinaba) y, sobre todo, leer. “Leía mucho. A mí me contaba cuentos cuando era pequeño. A veces nos leía sus libros antes de publicarlos; a nosotros nos encantaba que lo hiciera”, cuenta Mathew.
A Mathew no le habló nunca de los once días en los que estuvo desaparecida. No habló de ello con nadie. Sucedió en 1927, poco después de que Archibald Christie, su primer marido y padre de su hija Rosalind, le anunciara que se había enamorado de otra mujer. Fue una temporada muy dura para la escritora. Además, su madre, a la que estaba muy unida, acababa de morir.
Una mañana, a finales de diciembre, dejó a la niña al cuidado de la criada y se fue. Encontraron su coche unos kilómetros más allá. La Policía comenzó una búsqueda que conmocionó a Inglaterra y de la que se habló incluso en la portada de The New York Times.
Once días después dieron con ella en un hotel de Harrogate, lejos de Londres, gracias a que el conserje la había reconocido. Había viajado en tren y se había registrado como una ciudadana sudafricana llamada Theresa Neale (el apellido de la amante de su marido). Encontraron a la escritora aturdida. Dijo que no recordaba nada. Nunca habló de este paréntesis. “Era muy infeliz y estaba desesperada, a veces una terrible presión provoca episodios de amnesia”, explica Mathew.
Agatha acudió a tratamiento psiquiátrico y, cuando se hizo efectivo el divorcio, se marchó a las islas Canarias, donde terminó, con un enorme esfuerzo, El misterio del tren azul. Decidió escapar de la tristeza a bordo de la literatura. “Mi abuela nunca fue al colegio; sus padres la educaron en casa. Ella aprendió a leer muy pronto, a los cinco años. La lectura y pasar mucho tiempo sola alimentaron su imaginación”, cuenta Mathew.
Agatha tuvo una infancia feliz. Su padre procedía de una familia estadounidense bien posicionada y su madre era inglesa y poco convencional; fue ella la que espoleó la imaginación de la escritora. El padre murió cuando Agatha tenía once años. Ella y su madre se arroparon mutuamente.
A Archibald Christie, un piloto de la Royal Flying Corps, lo conoció en 1912 en una fiesta en Devon. Era un chico bien parecido y educado. Fue un flechazo. Se casaron el día de Navidad de 1914, en plena Primera Guerra Mundial. A Archie lo enviaron a Francia, y Agatha trabajó como voluntaria en un hospital de la Cruz Roja en Torquay, su ciudad natal. De esta experiencia nace Poirot: en Torquay había muchos refugiados belgas y, en el dispensario, Agatha se familiarizó con los venenos, tan presentes en sus novelas.
Publicar su primera obra, El misterioso caso de Styles, le costó. Varias editoriales lo rechazaron. Lo aceptó John Lane, y fue crucial en la vida de la escritora. le pidió un capítulo nuevo para el final de la novela y nació así el típico desenlace Christie, con todos los sospechosos presentes y la brillante deliberación final del detective.
Agatha tenía mucho sentido del humor y era muy ocurrente. Conoció a Max Mallow, su segundo marido, en Irak, en las excavaciones de Ur. Él era uno de los arqueólogos. Agatha tenía 38 años; él, 25. Es célebre su frase “me casé con un arqueólogo porque, cuanto más envejezco, más le intereso”.
Miss Marple, Tommy y Tuppence Beresford son algunos de los investigadores que destaparon crímenes ideados por ella, pero el primero fue Hércules Poirot. Admite la escritora en sus cuadernos que guarda “una gran deuda con él desde el punto de vista económico. Poirot piensa que no me irían bien las cosas sin él; pero, por otra parte, yo pienso que Hércules Poirot ni siquiera existiría si no fuera por mí. En ocasiones también yo he sentido la tentación de cometer un asesinato”.