El sabor dulce de la venganza
Francia bombardea Siria
Creen los sicólogos evolutivos que el sentimiento de venganza es uno entre muchos universales de la conducta humana; es decir, que se trata de una conducta observada en todas las culturas estudiadas, que no requiere aprendizaje y que es bien difícil de modificar o contravenir. Dice el psicolingüista Steven Pinker que la venganza está “instalada en nuestra mentes desde tiempos muy antiguos… La razón es que en las sociedades pastoriles un hombre podía ser despojado de sus bienes en un abrir y cerrar de ojos. Por eso un hombre en ese medio debía mantener el gatillo listo para la venganza violenta. Y para que actuase como agente de disuasión debía ser implacable… Para ser efectiva debía hacerse pública”. Las amenazas deben ser terribles y en voz muy alta para que lleguen con claridad a todos los interesados, y el que amenaza debe ser inflexible, sin escatimar costos (aun arriesgando su propia vida), pues de lo contrario pierde credibilidad. En consecuencia, la venganza -placer de los dioses, la llaman-, cumple un importante papel moderador en los grupos sociales. Porque el que la hace la paga, decimos los humanos, y hablamos en serio.
Tiene uno que ser demasiado pacífico para renunciar al sabor dulce que, según la sabiduría popular, tiene la venganza. Las acciones que despiertan el impulso vengativo dejan represado en el alma un sentimiento imborrable de deuda que, sin importar para nada lo civilizado que uno sea, busca la primera oportunidad para ser satisfecha. La ley del Talión, ojo por ojo y diente por diente, y la base lógica y equitativa del sistema de justicia humano, el castigo debe ser proporcional a la falta, dan la clara sensación de haber sido dictadas desde el fondo del sistema límbico (conjunto de estructuras cognitivas que manejan las emociones) de sus creadores, dado el olor a venganza que mal enmascaran. Y si no, entonces, ¿por qué se vigila a los condenados a muerte para que no cometan suicidio?
Un acto injusto contra alguno de los miembros del grupo desencadena fuerzas agresivas tenebrosas que apuntan hacia el escarmiento y no se calman hasta lograr su completa satisfacción. La venganza, en consecuencia, actúa como agente homeostático social, y su función principal es desanimar la comisión de actos abusivos e injustos. Es un resorte diabólico y siniestro: toda acción que juzgamos injusta lo comprime y lo deja en tal estado a la espera de una ocasión propicia para liberar su energía. Sólo cuando regresa a la posición de reposo -reposo espiritual-, cede su tensión. Por fortuna para la imagen angelical que el hombre desea tener de sí mismo, ese resorte, como todos los de mala calidad, pierde tensión espontáneamente cuando permanece largo tiempo comprimido, y se desvanece lentamente su carácter demoníaco.
La venganza no hace cálculo de costos y riesgos, por eso es tan peligrosa, y por eso cumple tan bien su función de disuasión. Más aún, quien toma venganza de un acto injusto considera que el daño que va a infligir debe ser mayor que el recibido; en otras palabras, admite de entrada la injusticia de lo que planea. De ahí que la venganza genere una cadena de odio con tendencia a la escalada. Y es una cadena sinfín, pues quien recibe la agresión planea el desquite con las mismas reglas de juego: su acción debe superar en daños a la anterior, lo que a su vez invita al agredido a desquitarse respetando la misma regla, y así… En más de una oportunidad la cadena de venganzas ha llevado a la destrucción a las dos partes implicadas. No son raras las ocasiones en que dos familias se han enfrentado durante varias generaciones hasta casi exterminarse. Capuletos y Montescos.
Las naciones, en ciertos aspectos, se comportan como los individuos. La razón es que el colectivo está movido por quien toma las decisiones, un humano, y recibe el apoyo de las mayorías, también formada por humanos. Por eso muchas acciones bélicas llevan el sello de la venganza. Después de perder la Primera Guerra Púnica, que terminó con la derrota de Cartago, Roma impuso una compensación abrumadora y humillante a los perdedores, quienes buscaron la revancha e iniciaron la Segunda Guerra Púnica. El injusto tratado de Versalles y la derrota en la Primera Guerra Mundial llevaron a la Alemania de Hitler a cobrarse el desquite, acción que desencadenó la Segunda Guerra Mundial. No es descabellado pensar que las bombas aleves de Hiroshima y Nagasaki, innecesarias e inhumanas, fueron el ajuste de cuentas de los norteamericanos por el también aleve ataque a Pearl Harbor. Y la guerra de Irak pudo deber su razón como una retaliación por la destrucción de las Torres Gemelas.
Poner la otra mejilla no es santo sino estúpido. O despreciablemenre débil -no podía llamar a mis seres queridos, no podía traer de regreso a los apaches muertos, pero sí podía regocijarme con esta venganza. (Jerónimo, 1906: 53-54) Jerónimo escribió estas palabras en una celda dentro de la prisión, con su nación apache quebrantada y a un paso de la extinción. La necesidad de la venganza parece tan fútil: no tiene sentido llorar por la leche derramada y la sangre derramada es igualmente irrevocable. Muchos antropólogos y otros autores se han maravillado ante la resistencia de los motivos de venganza y el esfuerzo invertido y sufrido en la búsqueda constante de su satisfacción. Los vengadores pueden llegar a cometer aún actos suicidas de represalias. “Nada es más costoso, nada es más estéril, que la venganza’, escribió Winston Churchill. Ojo por ojo. Se deduce que el poderoso afecto positivo asociado con una represalia medida –el deber sagrado, la realización espiritual, la helada satisfacción de la venganza- puede bien representar la respuesta evolucionada de la psique humana a la estructura fundamental del costo-beneficio de las relaciones sociales duraderas entre rivales potenciales.
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