El sendero sangriento del neoliberalismo fujimorista
Además de ignorar los límites de su mandato, permitió una corrupción desenfrenada; ordenó esterilizaciones forzadas; torturó, secuestró y asesinó
Alberto Fujimori declarando ante un tribunal en Lima. EFE | Confidencial
El guion de la política latinoamericana se parece muchas veces al de una «novela de dictador»; y el 11 de septiembre, otro capítulo llegó a su fin con la muerte de Alberto Fujimori. Por haber sido el presidente que más definió (y dividió) al Perú moderno, el legado de Fujimori sigue siendo tema de intenso debate. Un posible epitafio tal vez elogiara sus logros económicos y condenara su accionar político; pero la enseñanza más profunda de su historia de vida tal vez sea que ambas cosas son inseparables.
El Perú de Fujimori fue otro alumno modelo del proyecto neoliberal de los Chicago Boys en América Latina. Fujimori, de ascendencia japonesa y apodado «el chino», era un outsider étnico y político; eso lo acercaba a muchos de los peruanos de a pie. Era particularmente popular entre los indígenas y entre los inmigrantes asiáticos venidos a Perú para trabajar, en general, como mano de obra agrícola; pero, al menos en sus inicios, no lo fue tanto entre las élites limeñas de origen europeo que dominaban la política peruana.
Tras ganar una elección contra el novelista Mario Vargas Llosa en 1990, Fujimori (un exprofesor universitario que llevó adelante uno de sus actos de campaña más recordados subido a un tractor) hizo frente enseguida a los dos mayores desafíos del país: la hiperinflación desatada que debilitaba la estabilidad macroeconómica y la seguridad alimentaria, y la amenaza terrorista del grupo insurgente maoísta Sendero Luminoso, liderado por otro exprofesor, Abimael Guzmán.
El «fujishock» fue eficaz para restaurar un cierto grado de paz y prosperidad, lo que realzó la reputación de Fujimori y lo convirtió en un héroe nacional. El «fujimorismo», como se bautizó la variante local del neoliberalismo, incluía un cóctel embriagante de reducción de aranceles, privatización y reformas para impulsar la «flexibilidad» del mercado laboral. Estos cambios le dieron a Perú una lavada de cara para estar a tono con la era de la hiperglobalización, y se ganaron la aprobación de las élites en Washington y en Lima. Al mismo tiempo, Fujimori trabajó con una unidad policial especial para rastrear y capturar a Guzmán, usando su posterior encarcelamiento como espectáculo. Montado en estas victorias, Fujimori consiguió con facilidad la reelección en 1995, compitiendo contra el ex secretario general de las Naciones Unidas Javier Pérez de Cuéllar.
La cobertura sobre la vida y muerte de Fujimori ha prestado relativamente poca atención a una alianza clave que definió toda su estrategia: su relación con el economista peruano Hernando de Soto, quien en su superventas de 1986, El otro sendero: la respuesta económica al terrorismo, presentó una aguda refutación de la filosofía de Sendero Luminoso.
Fue De Soto, educado en Suiza, quien trazó el itinerario de Fujimori cuando apenas se iniciaba en política, a principios de los noventa. El New York Times describió a De Soto como «vendedor en el extranjero» de Fujimori, mientras que otros han dicho que era el «presidente informal» del país. En el enfrentamiento que The Economist describió como «el economista contra el terrorista», De Soto ideó la estrategia de otorgar títulos de propiedad a los agricultores cocaleros para restarle apoyo a Sendero Luminoso.
Además, las políticas económicas de De Soto definieron la nueva constitución de Fujimori en 1992, después del «autogolpe» en el que disolvió el parlamento y cerró los tribunales y las salas de prensa del país. Más tarde John Williamson acreditaría a De Soto como actor clave en la implementación local de las políticas neoliberales del «Consenso de Washington» (y siendo él quien acuñó el término, seguramente sabe de qué habla).
Desde entonces, De Soto se ha presentado como un especialista en desarrollo benigno, fundador del Instituto Libertad y Democracia y asesor de gobiernos de todo el mundo. El programa de titulación de tierras con el que se buscó impulsar el capitalismo peruano destrabando el «capital muerto» que los ocupantes ilegales rurales tenían bajo sus pies sigue siendo su acción más recordada. La idea era que en cuanto estos actores económicos informales tuvieran títulos de propiedad, en teoría podrían usarlos como garantía para obtener préstamos del sistema bancario formal. Era una aplicación clásica, aunque muy innovadora, de la economía de la Escuela de Chicago, que sostiene que las únicas instituciones que necesita una economía son la propiedad privada y el contrato. De Soto presentó el otorgamiento de títulos como remedio para todo, desde la pobreza hasta el terrorismo.
Durante mis estudios para el doctorado en derecho y economía, pasé mucho tiempo haciendo investigación de campo en Perú, sobre todo en los asentamientos de Pachacútec a las afueras de Lima. En ese momento, a pesar de la poca evidencia empírica de que los ocupantes ilegales tuvieran algún éxito en convertir títulos formales en préstamos, la propuesta de De Soto estaba en auge. A académicos y funcionarios en Occidente les encantaba la idea de que fuera posible trasplantar paz y prosperidad simplemente exportando las leyes propias al resto del mundo (formalizando lo informal y haciendo legal lo extralegal). Pero yo me pregunté si la teoría de De Soto no sería sobre instituciones en un vacío, más que sobre el Estado. Porque, ¿cómo se harían cumplir los nuevos derechos de propiedad y los contratos en los que se basaba su esquema? ¿Cuál era la verdadera naturaleza de estas misteriosas instituciones no institucionales a las que se refería la Premio Nobel Elinor Ostrom?
Una posible respuesta está en el funcionamiento político del régimen de Fujimori, que no fue ningún ejemplo de Estado de derecho. Durante su presidencia, además de ignorar los límites de su mandato, también permitió una corrupción desenfrenada; ordenó esterilizaciones forzadas; torturó, secuestró y asesinó a opositores políticos; y organizó escuadrones de la muerte militares a través del Grupo Colina. Tras huir a Japón, que le concedió refugio, terminó extraditado por Chile y condenado en Perú por una amplia variedad de delitos relacionados con los asesinatos y secuestros del Grupo Colina.
Y sin embargo, el gobierno actual de Perú, que cuenta con el apoyo de su hija Keiko Fujimori, líder de la oposición, reaccionó a su muerte declarando tres días de duelo nacional; y los peruanos formaron fila para honrar su féretro. Las dos caras de Fujimori reflejan la cualidad bifronte del neoliberalismo y la tensión presente en su núcleo. No hay separación entre lo político y lo económico. El legado de Fujimori ofrece otro recordatorio de que los triunfos económicos del neoliberalismo a menudo han sido acompañados por la violencia estatal, lo que hace pensar que no es en realidad una ideología sobre leyes o instituciones, sino sobre el poder. Si queremos dejar el sendero sangriento de la «novela de dictador» en América Latina y otros lugares, el obituario que deberíamos estar escribiendo es el del neoliberalismo.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate