El siquiatra es el síntoma (En torno a “Sangre en el diván”.)
El éxito alcanzado, dentro y fuera de Venezuela, por “Sangre en el diván” me sugiere estas notas que, en rigor, no son una reseña teatral. No podrían serlo: ausente de Caracas desde hace ya algún tiempo, no he podido ver la ya muy celebrada pieza, pero no pasa un fin de semana sin que lo lamente de veras.
Basado en el exitoso libro-reportaje del mismo nombre y del que es autora la periodista venezolana Ibéyise Pacheco, el monólogo de Héctor Manrique, dirigido por él mismo y estrenado hace ya meses por el “Grupo Actoral 80” es, en opinión de quienes lo han presenciado, obra de un lector sumamente perspicaz a quien el actual trecho de su fructífera carrera teatral encuentra ya en plena posesión de su arte y oficio. Llegados aquí, cabe, quizá, una no breve digresión sobre los menesteres de Manrique y, hablando en general, sobre el oficio y, más aún, sobre la función discernidora del teatro.
Es cosa sabida, desde los tiempos de Shakespeare, que saber ver en la obra ajena materia susceptible de transmutarse eficazmente en gesto y elocución, capaces de conturbar al espectador, es virtud indefectible de la genuina gente de teatro. Descubrir entre los accidentes del mundo la piedra de toque de un dilema moral es, entre tantas que le son inherentes, la superlativa función del teatro como admirable invención humana.
Esos accidentes, esos sucesos, esas imágenes susceptibles de cobrar osatura, carne y voz entre la tramoya, los focos y el maderamen de una sala de teatro, se ofrecen, inesperadamente, como fogonazos en una noche oscura, en el curso de una conversación, o en un titular de prensa, en un libro o, como llegó a ocurrirle al mismísimo Shakespeare, en otra obra teatral que el Bardo juzgó tan pésimamente resuelta que decidió volver a escribirla y estrenarla a su manera en el mágico redondel del teatro “El Globo”.
No importa cuán fugaces, inextricables o disyuntos sean esos sucesos, la raza del teatro sabe apropiarse de ellos y trocarlos en sublimado primordial de esa “alucinación dirigida” que es, según observa Jorge Luis Borges, como el espectador corriente y moliente experimenta el hecho teatral. Pero solo cuando la obra discierne un lancinante dilema moral para sus contemporáneos, ella “sigue funcionando” en la cabeza del espectador largo tiempo después de que éste abandona la sala.
Eso es, ni más ni menos, lo que se propuso Héctor Manrique a partir de un texto que, como el de Ibéyise Pacheco, es ejemplo superlativo de reportaje de actualidad, pero en modo alguno concebido originalmente para la escena. El resultado es un espectáculo que ha capturado la imaginación del público venezolano. Me propongo ir también a verla tan pronto me sea posible.
Mientras llega ese momento, hoy sacaré a pasear y tomar aire a viejas perplejidades mías sobre la circulación de ideas en nuestro país, la extraviada subjetividad de nuestra sufrida y menguante clase media y la ambigüedad moral de lo que, hablando en general, suele llamarse “clases dirigentes”, “élites”, etcétera.
Me serviré para ello del “caso Chirinos”, singular episodio de nuestra esfera pública que arroja luz sobre el inframundo de la universidad pública venezolana, sus capillas, sus mafias, sus “leyes de parentesco”, sus protocolos de complicidad; en fin, sobre las coartadas y “conspiraciones de silencio” del estamento universitario venezolano: profesores, estudiantes y, sí, también bedeles, vigilantes y empleados.
Se trata del mismo estamento social que, al menos desde 1958, a cada crisis presupuestaria nos enrostra falazmente, con marchas, paros y remitidos de prensa en los que infaltablemente se invoca la frase “casa que vence las sombras”, al tiempo que se exalta a la Universidad como reserva moral, como la consciencia y la voz, el espejo y el guía del resto de la tribu.
No se piense, sin embargo, que soy un detractor radical de las universidades públicas venezolanas. Aunque desprovisto de un título académico – dejé la universidad tempranamente para hacerme escribidor de guiones de telenovela –, estoy consciente, como tantos de mi generación, de ser producto de la mejor educación pública que jamás hayamos tenido los venezolanos. Hablo de la educación pública que alcanzó su cénit de excelencia en algún momento entre 1936 y, digamos, mediados ya los años 80 del siglo pasado. El lapso arropa, lo digo con orgullo, mi inolvidable, nutritivo, impagable paso por la UCV. Años indelebles; los más dichosos de mi vida. Dicho lo cual, volvamos al “extraño caso del doctor Jekyll Chirinos”.
La notoriedad póstuma del doctor Chirinos se condensa en el brutal asesinato de una de sus pacientes y la ostensible chapucería desplegada por el siquiatra a la hora de borrar sus huellas y deshacerse del cadáver. El asesinato de la paciente – una chica de extracción humilde – precipitó el fin de la carrera pública del antiguo rector de la UCV a quien se atribuye la introducción de la “versión años 50” del behaviorismo en Venezuela. Fundador de la Escuela de Sicología de la UCV, el homicida médico de almas alcanzó a ser candidato a la presidencia de la República. No se trataba de un rostro perdido en la multitud.
Me apresuro a decir que una nutrida muestra demográfica de la población femenina venezolana, nacida entre fines de los años 30 y hasta bien entrados los años 70 del siglo pasado, atestiguará vehementemente haber sido rendida por los dones de seducción del doctor Chirinos. Y haremos bien en creerle a tantas damas cómo, sin discusión, alguna, admiten haber vivido un intenso rapto amoroso en el doctor Chirinos, pese a su idiosincrásica calvicie, a su hablar relamido y los afectadísimos modales del siquiatra que el resentido machismo nacional juzgó, siempre erróneamente, como indicio de homosexualidad latente o mal reprimida.
Yo les creo a todas esas mujeres, ¿eh? Creo a pie juntillas que, conversandito, descorchando buenos vinos y escuchando jazz bebop o clásicos del barroco, Chirinos se llevó al huerto a centenares de sus conciudadanas, pacientes o no y que, para usar una gruesa expresión familiar, “las hizo acabar”.
Lo cual no disminuye un ápice la evidencia judicial de una práctica “profesional” que, en miles de casos, administraba sedantes y archivaba fotos comprometedoras para poner a su merced a la paciente violada – violada es la palabra justa – que osase siquiera pensar en denunciarlo. Muchas lo intentaron, pero se estrellaron contra un muro de insolidaridad y de silencio hecho de aquiescencia y complicidades estamentales. La víctima fatal del doctor desestimó ese muro, al parecer quiso llevar las cosas todo lo lejos que creyó posible y lo pagó con su vida.
Las investigaciones policiales se pusieron en marcha solo luego de un intento de liberación del cadáver tan chambón que hace pensar, más bien, en la arrogancia de un asesino que se cree más allá de toda sanción pública o privada.
Ninguna de las imputaciones de que entonces fue objeto el doctor Chirinos sorprendieron ni a su gremio específico ni mucho menos al claustro universitario; ninguna era desconocida. En el invierno de su desventura, el doctor Chirinos contaba todavía con la ambigüedad y la lasitud moral que es marca de fábrica de la sociedad venezolana desde mucho antes del desembarco de los hijos de Bolívar y Marx en 1998.
Esto último es el rasgo más acusado del episodio soberbiamente reportado por Ybéyise Pacheco y el que atrajo la atención de Héctor Manrique : la lenitiva tolerancia de los venezolanos cuando forman parte de una corporación. De entre todos los textos a su disposición, Manrique escogió un largo monólogo de Chirinos, grabado y transcrito verbatim por Pacheco. Se trata, sin más, de la perorata de un amoral delirante que se sabe más allá de toda sanción. Escenificar ese delirio, presumo, busca hallar, si no todas, parte de las claves de nuestra decadencia actual en la que prevalecen la discordia cívica, la violencia criminal y una omnipresente impunidad sin precedentes en toda nuestra vida republicana.
A buen seguro, la aquiescencia no es exclusiva del gremio del doctor Chirinos que prefirió mirar hacia otro lado durante décadas. Es parte constitutiva de otras instituciones venezolanas. Es la misma deflación ética que hizo posible que Hugo Chávez y más de doscientos oficiales conspirasen durante más de una década a la vista de sus superiores quienes, bien advertidos de aquellas maquinaciones, optaron por esperar a ver quién ganaba al final: si el bipartidismo de Punto Fijo, por un lado, o los militares golpistas y la antipolítica de los medios por el otro.
Es la misma aquiescencia que advertimos en la banca venezolana en la que abundan los Chirinos que engordan con colocaciones estatales y seguros colectivos del “Estado bolivariano” al tiempo que patrocinan simposios de “ciudadanía y libertad” donde la estrella bien puede ser Mario Vargas Llosa. Es la misma socarronería que excusa a los barones de la prensa o la TV opositoras que encuentran, sorpresivamente, un comprador desconocido para sus medios.
Es lo que explica, quizá, algo inquietante que no ha dejado de captar Manrique, curtido actor donde los haya. En mitad del monólogo, cuando más flagrantes son la indignidad y el cinismo del siquiatra asesino, Manrique ha advertido desde el escenario, y en más de una ocasión, el alelado rostro de un espectador sonriente que ha caído bajo el hechizo oratorio de ese prodigio de megalomanía y amoralidad que en vida fue el doctor Chirinos.
Esa sonrisa lo exculpa y nos acusa todos.
Bogotá. Mayo de 2015