El sueño de la utopía produce monstruos
En agosto de 1936, unas cien mil personas se manifestaron en la Plaza Roja de Moscú para apoyar a la República española, rota por un golpe de Estado y que empezaba a librar una larga batalla contra los militares que se habían rebelado y que contaban ya con la ayuda de la Alemania nazi y la Italia fascista. “Los obreros de la planta GPZ I, de las fábricas Dínamo, de la fábrica de frenos Aviajim, Samotochek, de la Eléctrica de Kúibishev, así como de otras, acordaron donar a España la mitad de su salario mensual”, cuenta el historiador Karl Schlögel en Terror y utopía, un fascinante trabajo en el que reconstruye lo que sucedió en Moscú en 1937.
La ciudad estaba entonces cambiando. Stalin acababa de poner en marcha un ambicioso plan para su modernización y la actividad era frenética. Existía una amplia red de bibliotecas públicas, funcionaban numerosos clubes y casas de cultura, se publicaban unos 60 periódicos, unas 540 revistas tenían allí sus sedes y había 138 editoriales. Era la ciudad de los teatros, donde competían además distintas orquestas sinfónicas y podían escucharse también combos de jazz. Se había abierto el Primer Circo Estatal de Moscú y 49 salas de cine proyectaban las últimas novedades. Si uno recorría el listín telefónico podía incluso descubrir un Instituto del Entretenimiento. “Todo el que que quería avanzar se marchaba a Moscú”, comentaba Karl Schlögel en una entrevista publicada hace unos días en este periódico.
Junto a tanta actividad cultural, y en el mismo corazón de esa capital que se afanaba por vestirse de gala para proyectarse al mundo, habitaba el horror. Todos sabían de ese sitio al que alguna vez podían llevarte, y del que igual no ibas a regresar nunca. La policía secreta actuaba con estricta profesionalidad. Aparecía donde tenía que aparecer y se llevaba a los sospechosos sin armar ningún barullo. El más estricto anonimato y una sutil omnipresencia caracterizaban su trabajo. Todo lo sabían y, frente a semejante poder, ningún hombre estaba a salvo.
Aquel año, 1937, pasa por ser uno de los más terribles de la represión estalinista: fueron arrestados unos dos millones de seres humanos, de los que asesinaron a unos 700.000, llevándose al resto a los campos de concentración. Un detalle llamativo: la mayor parte de las víctimas eran miembros del Partido. La idea de depuración, de limpieza interna, alimentó la paranoia de un líder obsesivo que veía traidores por todas partes y que orquestó algunos de los juicios ejemplares más delirantes, en los que nunca existió la menor de las garantías jurídicas.
Como luego la Unión Soviética contribuyó a derrotar a Hitler durante la II Guerra Mundial, las víctimas del horror estalinista fueron en parte olvidadas. Por eso, además de acordarse de aquellos obreros que enviaban la mitad de su sueldo para colaborar en España en la lucha antifascista, es imprescindible sobre todo mostrar cómo aquellos sueños utópicos terminaron por ser masacrados para levantar un sistema sostenido fundamentalmente en un monstruoso aparato policial.