El supercoronel Lugo
S i el gobierno rojo actúa como es previsible, el 11 de mayo podría ser declarado festivo. Algo así como el Día del Militar Revolucionario. Porque en el transcurso del miércoles un coronel (aunque otros dicen que es un comandante) de la Guardia Nacional, el coronel Lugo se supone, escenificó lo que mirado inocentemente no pasa de una rabieta arrogante de un guapo y apoyado; desde el fanatismo propio de los rojos puede considerarse un acto heroico y desde una análisis político serio, un gesto preocupante de indisciplina militar.
El miércoles fue un día de manifestaciones de protesta en todo el país para exigirle al Consejo Nacional Electoral que cumpla con el mandato de convocar el referendo revocatorio. También de vejaciones y violencia oficial. En Caracas un grupo de manifestantes, entre quienes se encontraba Diego Hernández, fue confrontado por un piquete de efectivos de la Guardia Nacional que le impidió el paso en los alrededores de la Plaza Venezuela. Pero los activistas no se amilanaron y, en un ardid genial, tomaron por un vado verde y lograron llegar a la autopista Francisco Fajardo. Allí los detuvo otro piquete, esta vez más numeroso, y les impidió continuar.
Fue entonces cuando Diego Hernández decidió adelantarse hasta llegar a las puertas de la sede del Consejo Nacional Electoral. Allí se apostó, solo, con un pequeño cartel que rezaba: «¡Revocatorio ya!«. El coronel (o comandante) Lugo lo avistó y como un Superman tercermundista voló hacia el joven. Le arrebató de sus manos el cartel. Lo rompió con ira, como Savonarola ante un pecado mortal. Les ordenó a los guardias nacionales presentes que levantaran un informe y lo acusaran de agredir a un uniformado y de resistirse a la autoridad. Y así Diego, el anatema, terminó esposado y bajo custodia en los predios del CNE.
Eso fue lo que contó al día siguiente en el programa de radio conducido por César Miguel Rondón, un pana «duro de callar», como dice un vecino. Si fuese una película oficialista, hecha en la Villa del Cine, la escena terminaría con el coronel Lugo subiendo marcialmente por las conocidas rampas del CNE, mientras Así habló Zaratustra de Strauss suena al fondo, camino de la oficina de esa dama de la imparcialidad llamada Tibisay Lucena, la presidenta del organismo electoral, a quien le entrega como trofeo de guerra los restos mortales del cartelito traidor a la patria.
El coronel dice: «Misión cumplida», saluda militarmente a la comandante, gira 180 grados, levanta la pierna derecha y se retira con una sonrisa de satisfacción. Piensa para sí mismo que él sólo, con sus propias manos, arriesgando su vida ante la ferocidad de un representante de la oligarquía, ha salvado a la nación de una amenaza.
Aunque no es para reírse. Este tipo de «héroes» abundan en este período amargo de nuestra historia. Recordemos la oficial aquella que aporreaba una y otra vez con su casco, hasta fracturarle los pómulos, a una manifestante en los sucesos de febrero de 2014. O aquella otra que tomó por el cabello a otra manifestante en enero de 2003 debajo del elevado de la avenida Libertador, la lanzó al piso y estuvo pateándola por minutos permitiendo varias grabaciones que se hicieron virales. O el general Acosta Carlés eructando desafiante frente a las cámaras de televisión luego de beberse a lo bestia un refresco en el allanamiento a un depósito de Empresas Polar cuando el paro cívico de 2002-2003.
¿De dónde el plus de iracundia y desprecio? ¿Por qué un oficial tiene que degradar sus funciones actuando como un malandro poseído por el crack? ¿Se trata de una estrategia cubana para amedrentar? ¿Están tan rabiosos, odian tanto a los demócratas, que no pueden contenerse? ¿O será solo un asunto de ganar puntos para el ascenso pendiente?
Lo interesante es que Diego, al final de la entrevista, le confesó a Rondón que los guardias nacionales rasos lo habían tratado muy bien, incluso le habían dado comida y lo había felicitado por su protesta cívica. «Parece que los malos son los jefes», concluyó.