El tirano del siglo
Los quince primeros años del nuevo milenio han sido marcados por la huella siniestra del terrorismo, expresión cruda de las ideologías totalitario-fundamentalistas. Y disculpen mis lectores la acumulación de conceptos tan íntimamente relacionados, al punto que pudiera sentirse repetitiva. Al fin y al cabo terrorismo, totalitarismo y fundamentalismo pueden ser ángulos de una trinidad que en tosco e imposible remedo de la cristiana, estaría reinada por una sola —una, digo— reluciente bayoneta.
Esas tres piezas bien podrían existir en forma separada. Un terrorista actuaría quizá movido por el desagravio o la envidia o la venganza, justificada o no, y no obstante como signo de una época suelen manifestarse cual tres rostros de una misma perversidad, siendo su víctima favorita el pluralismo democrático. La libertad de expresión, los medios libres, son los agredidos más notorios y sus trabajadores, los caballeros modernos de la lucha democrática.
El grotesco atentado contra el semanario humorista francés Charlie Hebdo pinta de cuerpo entero la índole del fundamentalismo, fuerza ciega de un vasto complot contra la convivencia pacífica de los seres humanos, más allá de la diversidad de sus ideas y creencias. En todos los casos el terrorismo se hundirá en la ignominia. Leonardo Padura en su obra clásica El hombre que amaba los perros lo deja en claro: uno de los sistemas totalitario-fundamentalistas de apariencia más sólida fue el estalinismo, cuyos detalles siniestros describe Padura con obsesiva brillantez. Y sin embargo después de 70 años de horror terminó hundido en un pantano fétido, pese a convencer a muchos de que había llegado para quedarse y moldear el mundo a su imagen. Pasó lo contrario, en su caída arrastró a la tercera parte del planeta que a los escépticos les pareció el sombrío futuro de todo el mundo.
El naufragio del socialismo —con escasas sobrevivencias que tratan de esquivar infructuosamente el museo de cera del crimen— pareció resurgir con el siglo, pero su fundamento ideológico volvió a la Edad Media, la era de las guerras religiosas de exterminio.
Tuvieron que sucederse el humanismo de Erasmo, Dante, Petrarca; el Renacimiento de Da Vinci, Miguel Angel y el divino Rafael; la Ilustración, el Racionalismo y las revoluciones de los siglos XVIII y XIX (en las cuales se diseñó el Estado Social de Derecho) para que el fundamentalismo religioso se refugiara en aislados nichos, con el signo de los difuntos marcado en la frente. Pero la multipolaridad que siguió al desastre soviético le ha abierto rendijas por todas partes, alimentadas por sectores que sin creer explícitamente en ellos los utilizan desvergonzadamente para medrar en la competencia político-comercial.
En su forma más consistente y visible pretende asumir hoy la fisonomía islámica. Los viejos tiranos del totalitarismo encubren ahora la competencia contra la democracia revestidos con togas y turbantes. De ahí han brotado los demenciales grupos que invocando caprichosamente al Profeta, incendian y asesinan. O se lanzan a dominar al mundo, con ISIS a la cabeza.
La humanidad les haría un inmenso favor si arremetiera contra el islam, la confesión religiosa que con naturales altibajos supo practicar durante siglos la tolerancia y aún hoy, en su clara mayoría, no se siente representada por el ISIS ni por los dinamiteros que asesinaron a los nobles periodistas franceses de Charlie Hebdo, ni por los guerreros fanáticos que quieren llevarnos de nuevo al califato de Abderramán III, quien sobre las patas de su caballo se adueñó de gran parte del orbe conocido.
No es verdad que Huntington lo hubiera previsto en su célebre pronóstico sobre la guerra de civilizaciones que a su juicio llevaría una médula religiosa. Los únicos que desean esta inaceptable deriva son los implacables pero minoritarios extremistas, porque la convivencia de iglesias es un hecho irreversible, alentada por cierto con mucho éxito por el papa Francisco, los patriarcas ortodoxos y los rabinos, así como los fieles a la iglesia reformada y miríadas de grupos evangélicos. La mayoría musulmana va en la misma dirección.
El fundamentalismo tiene otras manifestaciones. Cuando el presidente Maduro balbucea epítetos contra la MUD y llama “monstruo” y “criminal” a Leopoldo López, exuda su primitivo extremismo, sin percatarse de lo mal que queda ante el mundo. López no ha sido sentenciado. Sus dóciles juzgadores ni siquiera se atreven a iniciar el juicio porque no hallan como sustentar las acusaciones frente a una audiencia mundial que por esa mezcla de abuso y mentiras públicas, está pendiente de las incidencias. Observa que el presidente se embolsilla los principios de la presunción de inocencia y del debido proceso. Es más, debe mirar con estupefacción la forma en que el primer magistrado quebranta la división de poderes como si él fuera un juez competente, por añadidura unipersonal, dado que proclama a su aire la culpabilidad de su rehén político. El odio lo atenaza. Dándoselas de hábil, ofrece un canje absurdo. Cree disponer de su preso como si fuera una mercancía. Le irrita que el otro no se inmute.
El fenómeno carece de la fuerza que derrochaba en el pasado. Sus baratijas ideológicas no se sostienen. Sus pomposas promesas redentoras se caen una tras otra. Sus magnicidios, golpes y guerras económicas no convencen ni a los más incondicionales. La desconfianza interna y las zancadillas se multiplican. ¿Habrá un chapulín colorado capaz de salvarlos?
Asombra que conserven la astucia animal de confundir a la oposición pluralista introduciendo debates diversionistas y fomentando rivalidades extemporáneas.
¡Alegría de tísico! También semejantes argucias envejecen. El hondo fracaso del modelo las condena a una irremediable obsolescencia.