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El último tramo constituyente

La conclusión podría ser muy triste, en caso de ganar la opción En contra: Chile habría pasado cuatro años jugando a hacer una constitución, con resultados negativos y sin capacidad para resolver el supuesto problema que era causa de todos los demás.

 

El proceso constituyente ha sido complejo y contradictorio, y ha estado marcado por momentos de gran exaltación y otros de notoria indiferencia. La necesidad histórica de cambiar la Constitución vigente –se llame de 1980 o de 2005– irrumpió con fuerza tras la revolución de octubre de 2019, movimiento que tuvo un fuerte contenido social en su origen, pero pronto el cambio de Carta Fundamental se convirtió en el factor decisivo a ser abordado por la clase política y la sociedad chilena. De un momento a otro existió la convicción de que solo un cambio constitucional solucionaría los problemas de Chile, en materia de pensiones, educación, vivienda o salud.

La verdad es que siempre hubo algo de trampa en estas declaraciones, que se reflejaba en diversos planos. El primero, de orden fáctico, es la aparente necesidad de que Chile requería un cambio constitucional para poder resolver los problemas sociales o mejorar la calidad de vida de la población. Es evidente que la reforma previsional –que se ha discutido durante más de quince años– podría haberse aprobado sin necesidad de cambio constitucional; que las leyes de reforma educacional se hicieron con la Constitución vigente; que Chile tuvo casi veinte años de notable crecimiento económico, desde 1984 en adelante, y con la misma Carta Fundamental ha tenido después un crecimiento más bien mediocre y penoso. En otras palabras, con la misma carta puede haber resultados contradictorios, en tanto se pueden resolver ciertos problemas sin necesidad de realizar procesos constituyentes ni cambios de esa naturaleza.

En segundo lugar, me parece claro a esta altura que ha existido un doble discurso en el tema de fondo y en cuanto a la génesis de la Constitución vigente, que provocaría un problema de legitimidad que permanece hasta hoy. De ahí que el presidente Gabriel Boric haya insistido en que cualquier carta fundamental nacida en democracia es mejor que una constitución redactada “por cuatro generales”, que hoy parece más un discurso hacia las barras bravas que una genuina convicción. En la misma línea, el gobernante aseguró que existía un mandato de cambio constitucional desde el plebiscito de entrada, lo que obligaba a perseverar en la iniciativa, todas las veces que fuera necesario, en caso que fueran rechazadas sucesivas propuestas.

Lo mismo ocurre con un mensaje que se hizo tradicional en repetidas ocasiones, en el sentido que era necesario terminar con la Constitución de Pinochet, dejando fuera de discusión tanto las reformas como la firma del presidente Ricardo Lagos en 2005. Si vemos el contenido de esta campaña de 2023, numerosos dirigentes de izquierda no solo han manifestado que votarán en contra, sino también que de triunfar su opción seguirá vigente ¡la Constitución de Ricardo Lagos! Es verdad que en política se puede evolucionar, y ciertas convicciones arraigadas pueden dar paso a nuevas ideas por el cambio de circunstancias o sencillamente por nuevas ideas. Lo que no tiene sentido es cambiar los hechos o adecuar el discurso de una manera tan contradictoria que dé para pensar mal.

El tercer y último ejemplo que podemos mencionar es la relevancia o necesidad histórica de tener por primera vez en dos siglos de vida república una Constitución nacida en democracia. Ese fue el discurso repetido durante los meses posteriores a la revolución de octubre y marcaron el ambiente de la Convención constituyente. Han pasado algunos años y mucha agua bajo el puente, y resulta que, de un momento a otro, ha dejado de ser relevante tener una Constitución nacida en democracia. Cada uno tiene derecho a pensar como estime conveniente en estos temas y a expresarlo públicamente. Lo curioso es sostener dos cuestiones diferentes, contradictorias, sin mediar una explicación inteligente que permita clarificar las cosas y tener un mínimo de certezas.

A la larga, han pasado más de cuatro años desde el 18 de octubre de 2018 o del Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, y los argumentos de ayer ya no tienen vigencia, las cuestiones inexcusables y definitorias han pasado a ser cosa del pasado y suficientes como para cambiar de opinión. Y hoy, en diciembre de 2023, tenemos al gobierno y al Presidente de la República, a sus principales partidos –el Comunista, el Frente Amplio y el Socialista– llamando a votar en contra de la propuesta del Consejo constituyente. Muchos de ellos argumentan que en caso de ganar no habría un nuevo proceso, aunque eso sugiere más el deseo de asegurar el triunfo de su opción que la convicción real de que el 17 de diciembre se detendrá la fruición constituyente que los ha animado en los últimos años.

Esta especie de obsesión constituyente no ha sido neutra, sino que ha tenido costos importantes para el país. En primer lugar, porque ha dejado de lado, de una manera a la vez triste y costosa, a los numerosos problemas sociales que tiene Chile en la actualidad. Hoy existen más familias viviendo en campamentos que el 18 de octubre de 2019; más jóvenes han abandonado los establecimientos educacionales; en los últimos dos años el crecimiento económico es el más bajo de las últimas décadas; las listas de espera se multiplican, mientras la reforma de las pensiones se enfrenta con nuevas esperas. En otras palabras, durante los años en que Chile redactaba dos nuevas constituciones, en el país aumentaba la pobreza y la delincuencia, con un visible deterioro en las condiciones de vida de la población y una larga lista de espera de problemas sin resolver.

A este drama social se suma un descrédito de la política. La conclusión podría ser muy triste, en caso de ganar la opción En contra: Chile habría pasado cuatro años jugando a hacer una constitución, con resultados negativos y sin capacidad para resolver el supuesto problema que era causa de todos los demás. Precisamente, en momento en que se trata de lograr exactamente lo contrario: es necesario volver a poner en marcha las energías del país y de los chilenos, ser capaces de alentar la creatividad y ojalá el emprendimiento, enfrentar con decisión y sentido de urgencia todos y cada uno de los problemas sociales. Es preciso cambiar la mirada y las prioridades, superar el letargo que nos consume y derrotar el espíritu dominante, no solo del octubrismo, sino también de la indiferencia con los que sufren, la sobrepolitización frente a la escasa preocupación por los problemas sociales y la convicción de que Chile es un país llamado a grandes cosas y no está condenado a la decadencia.

 

 

Académico de la Universidad San Sebastián y la Universidad Católica de Chile. Director de Formación del Instituto Res Pública

 

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