El vacío de poder en Cuba cataliza la entrada de una nueva revolución
Los miembros de Archipiélago encarnan un movimiento social que nace de la mano del civismo, no de la violencia. La base ideológica y política del régimen está quebrada.
Muchos se preguntan qué pasará en Cuba en los días, semanas y meses que se avecinan, dada la tensión que se vive a raíz de la falla sistémica del régimen y el alza de las protestas ciudadanas, nunca vistas en 62 años. Por primera vez en todo ese tiempo, la balanza parece gravitar más hacia la caída del muro de La Habana que hacia la permanencia del régimen en el poder.
Aún es difícil saber cuándo sucederá, pero en cualquier caso, por mucho que se resista el régimen a las fuerzas del cambio, lo que representa lo nuevo terminará pasando factura a lo que ya no funciona ni sirve.
La llamada «revolución cubana» está literalmente muerta. Lo está porque fue hecha a la medida de un dictador que no tuvo escrúpulos en diseñarla y ejecutarla a su conveniencia, a puro terror. Para ello no escatimó en eliminar cuanto obstáculo se puso en su camino; cualquier amenaza a su poder y su hegemonía fue barrida de la faz de la tierra, algo que incluyó a varios compañeros de lucha, carismáticos y aclamados por el pueblo tras 1959.
La revolución perdió su rumbo y su encanto desde el día en que comenzaron los fusilamientos, los juicios sumarios y las expropiaciones, estrategias que el dictador manejó muy bien con su discurso incendiario, megalómano y mesiánico, una mezcla explosiva que hipnotizaba a las masas.
Ese frenesí delirante fue el combustible que hizo viable las locuras y los disparates de Fidel Castro a la sombra de la revolución. Mientras por un lado adormecía y domaba a las multitudes, por otro iba apoderándose de cada pulgada de poder en lo económico y en lo político, desapareciendo adversarios, nacionalizando empresas, apabullando a la sociedad civil, destruyendo el tejido empresarial de la nación, desapareciendo clases sociales, eliminando la constitución y haciendo alianzas con potencias mundiales.
La transformación de la sociedad cubana fue brutal, rápida y pirómana. Nada quedó en pie. Castro barrió con la iglesia, los modales y la educación cívica. Estatizó la educación y cambió los planes de estudio a todos los niveles a su propia medida, a su propia visión de cómo quería contar la historia. Comenzaba entonces el adoctrinamiento comunista desde edades tempranas, en su concepción de formar al hombre nuevo.
Hoy, esa doctrina ya no tiene valor ni penetra a las masas, más bien las espanta. Se fue para siempre, con su creador omnipotente. Lo que queda es la resaca, la inercia putrefacta de una revolución que, por mucho que la casta continuista se empeñe en revivirla, ha muerto. Ahora, una nueva revolución viene en camino.
La revolución que viene
Una nueva revolución empuja con fuerza desde dentro de Cuba. ¿Quiénes la gestan? La masa descontenta, y en su vanguardia, los jóvenes que se cansaron del adoctrinamiento, de la mentira, de la trampa de vivir en una sociedad donde el individuo nace esclavo de un dogma, de una doctrina que lo somete y lo priva de sus más elementales derechos.
¿Cuál es su base? Los deseos de libertad, el sueño de construir una sociedad justa, inclusiva, donde no se violen los derechos, donde el individuo pueda expresarse, asociarse y generar riquezas libremente.
¿Qué pretende derrumbar? Un sistema obsoleto, primitivo, que esclaviza y somete al individuo en todos los ámbitos: en lo político, en lo económico, en los social, en sus creencias y su ideología; que lo convierte en un autómata, sin personalidad, sin autonomía y autoestima para valerse por sí mismo.
Esta nueva revolución nace de la mano del civismo, no de la violencia. Por eso ha tomado tanta fuerza en tan poco tiempo. Sus argumentos son sólidos, sus reclamos son válidos, por lo que despiertan interés y simpatía no solo dentro de la Isla, sino en el mundo. Su mensaje es opuesto a la estrategia de continuidad del régimen. Es transparente, claro, inclusivo, de paz, de conciliación, que no incita a la confrontación entre hermanos, sino a la convivencia y al diálogo civilizado. Todo lo contrario a lo puesto en práctica por el régimen para contrarrestarla.
En la medida que este nuevo movimiento crece y se expande por la Isla y llega a las fronteras internacionales, la posibilidad de que se materialice crece entre los cubanos. Su mantra genera un genuino y auténtico acto de fe en una sociedad que busca desesperadamente un cambio que restituya de una vez por todas derechos arrebatados hace ya más de 62 años.
Los muchachos deArchipiélagoencarnan esa fe, que ya se contagia entre los cubanos de dentro y de fuera, sincronizados en un mismo deseo: el sueño de ver nuestra patria libre.
La continuidad no es una opción, el terror menos
Si algo demostró la explosión social desatada el pasado 11 de julio fue que la continuidad no es una opción, no es lo que quiere el pueblo. La nueva troica se ha empeñado en seguir un guion de continuidad diseñado por la mafia en el poder; sin embargo, no ha tenido éxito. En lugar de ejecutar profundas reformas, el presidente designado se aferró al guion de los octogenarios y, como marioneta obediente, ha terminado manchándose las manos de sangre.
Y así, todas las medidas económicas implementadas por el gobierno de Díaz-Canel han sido un verdadero fracaso. Hicieron evidente el vacío de poder que hoy tiene el régimen. La apuesta de Raúl Castro y sus octogenarios de seleccionar a Díaz-Canel, además de repugnante, ha sido un error fatal, propio de una generación en decadencia que ha perdido visión de futuro, que se aferra a un dogma y una forma de gobierno prehistórica, primitiva y anacrónica, de manera que no encaja en el mundo civilizado de hoy.
En su retirada, Raúl Castro sabía perfectamente que Díaz-Canel no iba a dar la talla. Sencillamente lo usó y sigue usando. Al estilo propio de la Cosa Nostra, Castro delegó el verdadero poder en su familia. Todo lo demás son piezas desechables.
En su retiro, el dictador se llevó a descanso a los octogenarios y dejó el poder real en manos de su exyerno, el general Luis Alberto Rodríguez López-Calleja, quien participa en los cuatro estancos de poder en la Isla: controla las finanzas del país y la economía dolarizada a través del emporio empresarial GAESA, forma parte del Buró Político del Partido Comunista, es general de las Fuerzas Armadas y diputado en la Asamblea Nacional. Su hijo, a su vez el nieto favorito de Castro, es quien controla la seguridad personal de los dirigentes del país, quien les provee de escolta y al mismo tiempo quien vigila cada uno de los movimientos. Alejandro Castro Espín, por su parte, controla los aparatos de inteligencia y contrainteligencia, ahora desde la sombra, después de que fuera desmantelada la Comisión de Seguridad Nacional bajo su mando —a disgusto de muchos generales que no estaban de acuerdo con semejante cargo—, a raíz del escándalo por los ataques sónicos que terminó sepultando el deshielo, demostrando que este no fue más que un plan B, abortado con urgencia.
La cara visible de la continuidad quedó pues en manos de Miguel Díaz-Canel, un personaje gris, sin carisma, de discurso apagado, mediocre, lleno de frases huecas, a veces con un lenguaje matonesco y vulgar que lejos de generar simpatía produce repulsión y aburrimiento. De esta forma, el error de Raúl Castro contribuía a una aceleración del vacío de poder, y con ello, a un aceleramiento del proceso de caída del régimen, que como él bien sabe, tendrá un punto de inflexión máxima el día de su propia muerte.
En este tránsito que ha separado su retiro de su deceso, Raúl Castro fue sorprendido por las protestas del 11 de julio. Aprovechó entonces para lanzar a Díaz-Canel a su suicidio político, a su mea culpa, como prueba de lealtad al régimen, al dar la orden en la televisión cubana de reprimir al pueblo indefenso que protestaba en las calles de manera pacífica y espontánea.
A partir de entonces, la troica de la continuidad, encabezada por Díaz-Canel, quedó marcada por ejecutar la estrategia de terror ideada y preestablecida por Castro, sus octogenarios y generales más recalcitrantes, para sobrevivir y conservar el poder.
Esto ha multiplicado el rechazo de la población hacia la figura del actual presidente; la poca popularidad que tenía al inicio de su gestión se ha diluido, convirtiéndolo en un cadáver político. La estrategia de terror desatada por el régimen ha agravado aún más la crisis y ha ahondado el vacío de poder que hoy existe en el país. Mientras más terror desate el régimen, más adeptos gana el movimiento cívico nacido a raíz de las protestas del 11 de julio. La estrategia de terror funciona más bien como antesala de la destrucción final de la revolución.
Conclusiones
La protesta ciudadana ha puesto contra la espada y la pared a un régimen que se encuentra en el ocaso de su sobrevivencia. El movimiento cívico —surgido como resultado del deterioro de la situación política, económica y social del país— ha puesto sobre la mesa una verdad irrebatible: la revolución está muerta, es técnicamente irreformable. Su base ideológica y política está quebrada, ya no hala multitudes, no despierta interés ni simpatía, no vende presente ni futuro. En cambio, solo produce tristeza, angustia y desesperanza.
Es por ello que el país necesita un cambio, volver a creer que se puede construir una sociedad inclusiva y con oportunidades para todos. El escenario actual muestra una realidad objetiva muy clara, el régimen se ha quedado sin recursos para mantenerse, para justificarse en el poder: solo le queda el terror y la violencia.
Llegado a este punto, el régimen se gana el repudio del pueblo y de la comunidad internacional, se autoaisla del mundo en su etapa final. Cae así en su propia trampa, acortando sus días de existencia. Ya no hay mecenas que pueda salvar a la revolución, pues el pueblo le perdió la fe. Ahora el pueblo tiene fe en el cambio. Se ha roto el hechizo, todo es cuestión de tiempo.