El varapalo judicial a Trump demuestra la independencia del nuevo Tribunal Supremo
Tras el último nombramiento presidencial de una magistrada conservadora, el TS había sido objeto de ataques por parte de los demócratas
El Tribunal Supremo de EE.UU. rompió este viernes la construcción de Donald Trump y de sus aliados de que la elección presidencial del pasado 3 de noviembre fue un «fraude masivo» y un «robo». Una decisión escueta y urgente del alto tribunal estableció que la demanda presentada por el fiscal general de Texas para dar la vuelta a los resultados de la elección en cuatro estados decisivos -a la que se habían sumado el presidente y muchos aliados republicanos- no merecía ni siquiera ser tomada en consideración. Pocos días antes, también había decidido no entrar en otra demanda, esta vez presentada por los republicanos de Pensilvania, para cambiar los resultados en aquel estado.
El dictamen del Supremo es parte del muro de realidad contra el que Trump y sus aliados republicanos en los medios se pegan cabezazos desde el pasado 7 de noviembre. Aquel día, el recuento mostraba con claridad que el ganador de la elección era el candidato demócrata, Joe Biden. La diferencia entre ambos, acabado el recuento, es de más de siete millones de sufragios.
Trump y sus aliados han buscado deslegitimar el resultado electoral antes y después de la cita con las urnas. Acusaciones de amaño, de «millones» de votos robados, de sistemas informáticos que cambiaban los sufragios de Trump a Biden. Son alegaciones de la máxima gravedad en la democracia más vieja y estable del mundo para las que nunca presentó pruebas de entidad. Pero siguió adelante: presionó a las autoridades electorales de los estados decisivos para evitar la certificación de los resultados, intentó que las asambleas legislativas estatales se saltaran la voluntad popular y mandaran por su cuenta a los electores que eligen a los presidentes e inundó los juzgados con demandas. La justicia ha rechazado con insistencia estas acciones legales: solo una victoria judicial -sobre la extensión del periodo en Pensilvania para corregir la firma en la papeleta, afectó a muy pocos votos- y más de medio centenar de derrotas.
El muro de la realidad
Nada funcionó, pero la esperanza para Trump siempre estuvo en el Supremo, el árbitro definitivo. «Creo que esto acabará en el Supremo», dijo el presidente en septiembre, cuando ya preveía una derrota -iba por detrás en las encuestas- y se quejaba de las facilidades para el voto por correo que dieron muchos estados -también los republicanos- por las restricciones del Covid-19. Pocas horas antes de que se pronunciara el Supremo, Trump advertía de que esta demanda era «la grande». Sus aliados y abogados llevan semanas hablando del «kraken», la gran revelación que dará la vuelta a las elecciones.
Pero el alto tribunal ha sido parte del mismo muro de realidad. Antes que él, lo fueron las urnas. También, el Departamento de Seguridad Nacional, cuyo jefe de ciberseguridad, Christopher Krebs, aseguró que las elecciones fueron «las más seguras de la historia» del país. O su fiscal general, William Barr, uno de sus grandes aliados, que tuvo que reconocer que el Departamento de Justicia no había observado ninguna evidencia de fraude masivo. O el puñado de republicanos díscolos que no le compraron la mercancía a Trump y que se negaron a entrar en la espiral de erosión del proceso democrático al que se han entregado buena parte de sus compañeros de partido.
Trump, sin embargo, no dejará la bandera del fraude electoral, convertida en su coartada para pedir contribuciones a sus bases -ha recaudado a mayor ritmo tras las elecciones que en campaña- y preparar su siguiente aventura política. Trump habrá perdido en los tribunales, pero no en la opinión pública: el 77% de los votantes republicanos creen que hubo fraude electoral. Esa es la razón por la que 18 fiscales generales y 126 diputados republicanos dieron su apoyo a la demanda de Texas, a pesar de que no tuviera fundamento jurídico: consideran que su futuro político depende de Trump. Y su abogado, Rudy Giuliani, aseguró ayer que seguirán con la pelea en los tribunales.
Trump utilizará ese poder para mantener su control férreo del partido. A Krebs lo despidió. Hay rumores de que Barr podría correr la misma suerte pronto, sobre todo después de que no revelara las investigaciones contra Hunter, el hijo de Biden, antes de las elecciones. Ayer atacó a los gobernadores de Georgia y Arizona, que no le siguieron en su intento de dar la vuelta a las elecciones, y exigió a sus seguidores que les echen en las próximas elecciones.
Sus ataques se extendieron al Supremo. Calificó su decisión de «desgracia» y aseguró que los jueces tenían «cero interés» en considerar los méritos del «mayor fraude de voto perpetrado en nuestro país». Es un paso más en el deterioro de las instituciones democráticas que ha traído el «trumpismo» y que ha calado en la opinión pública y en la clase política. El presidente del partido republicano en Texas, Allen West, deslizó la idea de una ruptura del país: «Quizá los estados que siguen la ley deberían juntarse y formar una Unión que respete la Constitución». Un diputado de ese mismo estado aseguró que presentará una propuesta para la independencia de Texas. Y Rush Limbaugh, uno de los comunicadores de radio más populares entre los conservadores -Trump le concedió este año la Medalla de la Libertad, la mayor condecoración civil-, aseguró esta semana que «vamos camino de la secesión».
La decisión del Tribunal Supremo es una derrota dolorosa para Trump, pero también impugna las acusaciones de los demócratas sobre su independencia. Tras la muerte de la jueza Ruth Bader Ginsburg, bastión progresista del tribunal, Trump y sus aliados republicanos en el Senado se apresuraron a nominar y confirmar una jueza conservadora, Amy Coney Barrett. Buena parte de los demócratas lo interpretó como un abuso del presidente para, entre otras cosas, conformar un tribunal partidista que le diera la victoria en las juzgados si se la negaban las urnas. Los jueces, sin embargo, no han sido la marioneta de Trump que denunciaban los demócratas. Ninguno de los tres jueces nombrados por el presidente se mostró a favor de contemplar la demanda de Texas.