El vértigo de la mayoría
Una Constitución es ante todo un manifiesto político de carácter general, que se expresa a través de principios, reglas e instituciones de carácter jurídico. En democracia ello presupone un amplio acuerdo entre las diversas componentes de la sociedad.
Hemos llegado al final del segundo intento por cambiar la Constitución sin un acuerdo político sustantivo. Ante la indiferencia de la ciudadanía, los sectores políticos se preparan para enfrentar el plebiscito del 17 de diciembre en que los electores deberán decidir si aprueban a se pronuncian en contra de la propuesta de nueva Constitución.
En ningún bando reina el entusiasmo. Mas bien se siente una cierta desazón. En el progresismo por haber terminado ante una disyuntiva que nunca imaginaron: escoger entre una nueva Constitución que tiene el sello de la derecha y sobre todo de su sector más extremo, y el texto actual que se buscaba superar; en la derecha, porque se dan cuenta que han colocado al país entre la espada y la pared, conscientes que pueden perder y que si ganan, su victoria puede ser flor de un día. Los emergentes partidos de centro han decido aprobar reconociendo los defectos de la propuesta y señalando que en un futuro puede ser subsanados a través de reformas.
Cualquier analista -sobre todo extranjero- queda sorprendido por los vaivenes del proceso constituyente y los cambios de humor del electorado: un día se encandila con la refundación, al siguiente con la restauración. Siempre que una propuesta de cambio más o menos profunda fracasa, provoca una reacción conservadora.
José Joaquín Bruner en un reciente y lucido análisis del proceso constituyente ha atribuido el resultado a la incapacidad de las élites para gobernar la sociedad, situación que se vendría arrastrando desde hace más de una década a través de gobiernos de diverso signo, lo que habría favorecido su polarización.
Sea como sea, el hecho es que no logramos el anhelado pacto social que hubiera traído tranquilidad y contento a la gente. Primó el vértigo de la mayoría que bien describe Maquiavelo al referirse a los decenviros (los diez magistrados superiores a quienes los antiguos romanos dieron el encargo de componer las leyes de las doce tablas -una suerte de Constitución- y que abusaron de su poder); Maquiavelo extrae la siguiente conclusión: “…se convirtieron en unos tiranos que decidieron despojar a Roma de su libertad sin consideración alguna”. Abusaron de su mayoría. Para cambiar la forma y sustancia del Estado se requiere decisión y prudencia para no chocar de frente con el sentir ciudadano y no caer en contraproducentes propuestas populistas.
Una Constitución es ante todo un manifiesto político de carácter general, que se expresa a través de principios, reglas e instituciones de carácter jurídico. En democracia ello presupone un amplio acuerdo entre las diversas componentes de la sociedad. Este consenso se hace más necesario en sociedades complejas y plurales donde conviven diversos y a veces contrapuestos intereses y formas de pensar, que además están inmersas en una globalización a la que le cabe el calificativo de Ciro Alegría: un mundo ancho y ajeno.
Así ha ocurrido en otros procesos constituyentes después de una guerra (Italia), del fin de una dictadura (España) o de un periodo de enfrentamiento social, incluso violento (Colombia). No me refiero a los casos de Venezuela, Ecuador y Bolivia, donde la crisis política desembocó en el predominio incontrarrestable de una determinada fuerza política tras el mando de un caudillo. Paradojalmente en Ecuador la fuerza política que sigue a Correa planteó en la última elección la necesidad de convocar a una nueva asamblea constituyente a poco más de 15 años de la anterior.
En los países antes mencionados, el éxito estuvo acompañado de la acción de fuerzas políticas organizadas con liderazgos legitimados, que fueron capaces de alcanzar acuerdos cediendo algunas de sus posiciones más arraigadas. Por ejemplo, en Italia la izquierda aceptó la vigencia del concordato firmado por Mussolini con el Vaticano y en España la restauración de la monarquía luego de los llamados pactos de la Moncloa. En esos países las constituciones han resistido el paso del tiempo, si bien en el último período han surgido voces críticas hasta ahora minoritarias.
Una situación especial vivió Francia y Portugal donde sus constituciones surgieron o del retorno al poder de De Gaulle luego del deterioro de la Cuarta República o de un proceso revolucionario protagonizado por jóvenes oficiales de las FF.AA. cansados de las luchas coloniales y del autoritarismo de Oliveira Salazar. Pese a no haber contado en un inicio con un acuerdo amplio, ambas cartas siguen vigentes hasta hoy, por cierto, que con importantes reformas.
En Chile el desafío era alcanzar un nuevo pacto social y político que superara los límites de la transición a la democracia, que se inició con un conjunto de reformas a la Constitución de 1980, concordadas entre la oposición y el régimen militar, las que fueron ampliamente ratificadas en un plebiscito en 1989.
La Constitución original de Pinochet (democracia protegida y excluyente) nunca entró en vigor. Se dio así el puntapié inicial a un proceso democratizador que se fue desarrollando a lo largo de los años hasta eliminar los enclaves autoritarios el 2005 y terminar luego con el sistema electoral binominal. Sin embargo, quedaron pendientes cambios relevantes que fueron percibidos como trabas a transformaciones sociales necesarias en el campo de la seguridad social, la salud y la educación y para alcanzar un nuevo trato con los pueblos indígenas.
Las mayorías ganaban las elecciones de Presidente de la República y de Parlamento y, sin embargo, no lograban los quórum supra mayoritarios requeridos para poder llevar a cabo los cambios que la ciudadanía anhelaba. Se mantenía una suerte de veto de la minoría muy propio de la llamada democracia consensual (Liephart). No faltó quienes denunciaron, entonces, la existencia de una “democracia tramposa”.
El sistema constitucional y electoral impedía la manifestación de la mayoría. La minoría estaba sobre representada.
Así surgió la idea de contar con una nueva Constitución elaborada en democracia, la que cobró fuerza luego del llamado “estallido social”. En vez de proponer respuestas a las necesidades más urgentes de las personas por la vía legislativa, se decidió abrir paso a un proceso constituyente, que se venía incubando desde antes.
Las metas principales eran claras: establecer un nuevo esquema de relación entre el Estado y el mercado recurriendo al concepto de Estado social y democrático de derecho consagrado en la Constitución de Alemania, echar las bases de una anhelada descentralización sin amenazar el equilibrio fiscal, reconocer a los pueblos originarios y sus derechos individuales y colectivos, mejorar la representatividad política poniendo barreras a la dispersión partidista y asegurar a los ciudadanos el goce efectivo de derechos económicos, sociales y culturales comunes, de realización incremental en la medida que aumentaban los recursos públicos, y mecanismos adecuados para su tutela. Además, se buscaba establecer principios básicos de resguardo de la naturaleza y la biodiversidad, que favorecieran las políticas destinadas a hacer frente a la emergencia climática y permitir un desarrollo sustentable. También debían ser recogidas las demandas de las mujeres que habían alcanzado un fuerte respaldo social, en lo referente a sus derechos y a una más equitativa distribución de los cuidados. Y se debía avanzar en la garantía de los derechos de los trabajadores según los postulados y directivas de la OIT.
Igualmente, se planteaba la necesidad de equilibrar mejor las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo y establecer con mayor precisión las bases de un área de instituciones constitucionalmente autónomas como el Banco Central, la Contraloría, etc., introduciendo algunos mecanismos de democracia directa en los distintos niveles del Estado.
Por cierto, había también otros objetivos como configurar de mejor modo las bases de una Administración Pública moderna y eficiente, reconocer los derechos de los consumidores, establecer el Ombudsman para poner coto a los abusos del propio Estado y de las empresas que cubren servicios públicos, dar rango constitucional a los tratados de derechos humanos y, especialmente, dejar establecidas las bases que permitieran a la democracia enfrentar los desafíos del futuro: me refiero a la relación con el derecho internacional, el reconocimiento de tribunales internacionales o instancias de arbitraje, la protección de los neuro derechos, los principios reguladores de la inteligencia artificial, entre otros.
No se logró acuerdo. En el Consejo Constitucional primó el vértigo de la mayoría y se operó un brusco golpe de timón: Republicanos con apoyo de Chile Vamos podían decidir a su real saber y entender sin tomar en cuenta a los demás. Fue así como presentaron indicaciones inconsultas a la propuesta de nueva Constitución del grupo de expertos.
En la instancia de los expertos -con una composición paritaria- lograron concordar un texto amplio de consenso en que todos podían a la vez sentirse satisfechos e incómodos: era una propuesta habilitante que permitía la alternancia en el poder bajo las normas de un Estado y una sociedad comprometidos con realizar efectivamente los principios que la Constitución consagraba. Mirado en perspectiva fue un momento mágico, que quedará para la historia como lo más rescatable de este largo esfuerzo.
Sin embargo, el Consejo Constitucional con una composición desequilibrada (pero legitima), en vez de tomar esa propuesta como eje básico y hacerle correcciones o añadidos que fueran en el mismo espíritu, optó por introducirle normas que en su mayoría eran de rango legal y que respondían a su propia y exclusiva visión de los problemas, restringiendo la deliberación democrática futura. Otras disposiciones buscaban más bien conectar con la opinión pública sabiendo que en la práctica su efecto se iba a diluir en el tiempo (como la exención de contribuciones a la habitación principal que sólo empezaría a regir en un 20% el 2026) o bien tendrían que sortear las limitaciones administrativas y presupuestarias y cambiar la orientación de la jurisprudencia (como ocurre con la expulsión de migrantes irregulares en el menor tiempo posible).
Para no mencionar la restricción del derecho de huelga y la acción sindical del sector público o la exigencia de compensar los perjuicios que pueden acarrear las medidas regulatorias por parte del Estado o la indemnización por los efectos que pudiera haber causado una ley declarada inconstitucional o la posibilidad de descontar de los impuestos los gastos familiares. El resguardo del patrimonio es extremo.
Así el proyecto se cargó de preceptos que restringen derechos o apoyan opciones valóricas no siempre compartidas (derechos de las mujeres). Terminamos con un texto que como ha dicho Luis Silva satisface a los sectores de centroderecha y derecha, lleno de normas contradictorias e incongruentes, que reflejan bien los temores y desconfianzas de un sector agudizados luego del estallido social y la Convención.
Ese mismo sector tiene la mirada puesta en las próximas elecciones y cree esta vez poder torcer el rumbo del país en sintonía con el surgimiento de movimientos análogos en distintos países, aprontándose para disputar una hegemonía cultural. Lo que no podían lograr en el actual Parlamento buscaron plasmarlo en el proyecto de Constitución.
Cualquiera que sea el resultado del plebiscito el problema político de fondo seguirá vigente. Si gana el apruebo la anhelada estabilidad no tendrá bases sólidas y se abrirá el periodo de las reformas constitucionales como ya han anunciado Demócratas y Amarillos. Si triunfa el rechazo, como Sísifo habrá que recomenzar el esfuerzo por continuar introduciendo cambios a la actual Constitución buscando el consenso extraviado a partir del proyecto de los expertos.
Sin embargo, el horizonte no está del todo cerrado, ni amenaza tormenta.
La raíz del problema es que, una vez terminado el ciclo de la Concertación, se ha ido diluyendo la existencia de un proyecto de país compartido por las grandes mayorías, que no ha sido sustituido por ningún otro. Vivimos todavía de ese impulso fundacional de nuestra actual democracia, urgidos por actualizarlo ante los nuevos desafíos o bien sobre sus bases elaborar una idea de país capaz de aunar energías y capturar las conciencias de vastos sectores. Para ello el camino no es el populismo, sino una renovación profunda de la cultura y la política.
Solo así se podrá recuperar el crecimiento económico y el desarrollo inclusivo y sustentable.
Es probable que una vez concluida esta etapa constituyente -y dado que durante este gobierno no habrá un nuevo intento transformador, como ha afirmado correctamente el presidente Boric-, bajo un nuevo mandato presidencial y con un Parlamento diferente, el país sea capaz de rebobinar y encontrar el hilo de Ariadna que le permita salir del laberinto.
El barco impelido por la borrasca giró primero a babor, luego a estribor. Cuando amaine la tormenta, existen todas las condiciones para recuperar el rumbo. De todos nosotros depende.