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El Waldorf caraqueño

I

Nada relacionado con rebeldía juvenil –aunque sí con haber alcanzado la gracia laboral– determina que en 1968 me mudara de la casa de mis padres en La Florida a una habitación del Waldorf. El hotel, situado todavía en el mismo sitio donde lo conocí hace medio siglo, ha sido remozado: ahora la edificación muestras aires de una modernidad avanzada, un poco distinta a la de su construcción en los años cuarenta. Ubicado en la avenida Industria en lo que hoy es la parroquia La Candelaria (y antes, la parte baja de San Bernardino), es reconocido como uno de los primeros desarrollos residenciales de quintas situados al este del río Anauco. Pocos metros al norte de la marquesina bajo la cual se ingresaba al Waldorf los huéspedes enlazaban con facilidad las avenidas Andrés Bello y Urdaneta.

II

Trabajaba hasta las nueve de la noche en la redacción de El Universal. La corta caminata –unas siete cuadras– me llevaba hasta la recepción del hotel. Subía a la tercera planta en un moderno ascensor. El piso de granito pulido –no había alfombras– lucía limpísimo. Paredes con zócalos altos y luminarias redondas de un solo bombillo daban a la escena discreta iluminación.

Bajaba sobre las nueve y media a tomar el desayuno. Los mesoneros, de chaqueta blanca y pantalones negros, eran amabilísimos.

Las austeras y aseadas habitaciones alojaban, desde mediados de los cuarenta, a funcionarios de la embajada y el consulado de Estados Unidos. Esas oficinas distaban apenas unos metros hacia el norte del Waldorf. También lo frecuentaban viajeros del interior del país y turistas extranjeros. Cama matrimonial, mesa de noche, silla laqueada color beige, clóset pequeño, sala de baño y ventanal con puerta y vista al este. La mirada hacia el naciente era perturbada por un edificio comercial que eclipsaba parte del terreno baldío de la familia Vollmer, donde hoy yace el inutilizado Sambil nunca abierto al público.

El señor Schlesinger, propietario y administrador de aquel Waldorf caraqueño, me hizo precio especial dado el lapso en que estaría de pasajero. Algunas tardes las conversaciones del bar se filtraban hasta mi habitación, pero por lo general el hotel era poco ruidoso, como la calle. Pocas veces tropecé con otros huéspedes. A las diez de la noche el comedor estaba casi vacío. El personal se ocupaba de arreglar las mesas para el desayuno de la mañana siguiente, mientras se escuchaba ruido de trasteo proveniente de la cocina. En la recepción, hasta bien entrada la medianoche, había movimiento de personas ligeras de equipaje. Eran frecuentes los agricultores o empresarios de la provincia que venían a la sede de Fedeagro, de Fedenaga o de otras sociedades gremiales con sede en la Casa de Italia. Pese al trajín de los viajes, solían refugiarse en el bar para concluir la jornada.

III

Hace medio siglo la ciudad no se adormitaba tan temprano como hoy. En La Candelaria los restaurantes servían hasta la medianoche. La comida española predominaba en los menús del Achurre, Dena Ona, El Pozo Canario, La Cita, Kashba, Alcabala, Bar Basque, La Tertulia, entre varios establecimientos ya por ese entonces elogiados por el arte de sus cocineros. Las areperas estaban abiertas las veinticuatro horas del día, como en el caso de las simpares Jaime Vivas y Alaska. El barcito de la pensión Las Mercedes, más abajo del Waldorf, hacia la avenida Andrés Bello, era atendido por su dueño: un inglés preocupado por servir su trago especial con whisky perfumado Pimm’s. El emblemático night club Pasapoga, situado en la planta baja del edificio Karam de la avenida Urdaneta, abría sus puertas apenas a las nueve de la noche, al igual que otras salas de baile y diversiones nocturnas. En cada cuadra los bares, si algo ofrecían, era ver entrar y salir –desde el mediodía–empresarios, oficinistas, trabajadores, visitantes extranjeros. Disfrutábamos de la nocturnidad sin aprehensiones. No era necesario contar con grandes sumas de dinero, pues había opciones para cualquier bolsillo. Tampoco existían cartas de bebidas alcohólicas cuyo importe por trago o botella representara sumas superiores al monto del sueldo mensual de cualquier profesional universitario. Las calles, bien iluminadas y aseadas (rasgo que luego dejó de figurar entre los atractivos urbanos), convidaban a andar a pie o a conducir con seguridad. Subir a un “Libre” no desangraba ningún bolsillo.

IV

En fecha reciente los tres pisos de habitaciones que desde 1944 ofrecía el Waldorf recibieron el peso de cinco plantas adicionales tejidas a la estructura original, ampliada gracias a la compra de los inmuebles situados en la esquina de Puente Anauco; entre estos, uno diseñado por Manuel Mujica Millán. En la antigua planta baja estaba la recepción frente al acceso principal al hotel; en seguida, dos salones comedores y el recinto exclusivo para el bar independiente con entradas por la acera y por la puerta de dos hojas situada en el extremo norte del primer salón-comedor, con treinta mesas para servir los tres servicios diarios de buena comida. Desde allí podía contemplarse la esplendorosa decoración consistente en cuadros de artistas europeos de los siglos XVII al XIX –incluido un Murillo–, además del mural con una atractiva perspectiva nocturna de la Plaza Bolívar. Todas estas piezas eran propiedad de Schlesinger, quien gustaba coleccionar arte.

El Waldorf de ahora no guarda relación con cuanto conocí en aquellos tiempos cuando fui huésped del establecimiento en el trimestre de mi experiencia de rebelde sin causa. Dato curioso: la arquitecto e investigadora Hannia Gómez, fundadora de Docomomo-Venezuela, ha logrado ver documentos que le permiten intuir que, poco años después de radicarse en Caracas, la artista Gego diseñó parte del mobiliario del Waldorf fabricados, probablemente, en los talleres de la firma Gunz Lámparas y Muebles.

VI

Bajo la dirección del arquitecto Nicolás Sidorkovs –estudioso e insigne maquetista de históricas salas de cine de Caracas–, los nuevos propietarios del viejo edificio del Waldorf asumieron ampliarlo hasta la esquina Puente Anauco y elevar la estructura para sumar habitaciones de acuerdo con parámetros de alta hotelería. Las obras avanzaron de acuerdo con sofisticadas técnicas de demolición de interiores y de reconstrucción, con aumento considerable del metraje. Fue tal el eficiente uso de procedimientos de actualizadísima ingeniería que, hasta el último momento, los desprevenidos transeúntes nunca se percataron de los cambios. El propósito era dar otro aire al hotel sin perder su calificación de cinco estrellas cercano al centro histórico de la capital. La renovación alcanzó tal punto que puede afirmarse que insertó en la zona algo nuevo, contemporáneo en el estricto sentido de la expresión. El remozamiento del Waldorf ha sido un trabajo marcador de otros pasos de transformación de La Candelaria. El promotor inmobiliario Salomón Cohen había agregado un Sambil, de desdichada suerte, tras los pasos de otras construcciones como el Centro Comercial Galerías Ávila; además del cambio de fisonomía de los edificios próximos a la esquina de Urapal, frente al Banco Exterior, que otrora ocuparon las oficinas de la línea aérea Pan American, la Contraloría Municipal y, al comienzo de la Andrés Bello y de la salida oeste de San Bernardino, la Contraloría General de la República. Igual suerte corrieron el viejo Casabera –de los Beracasa–, en tanto la Casa de Italia –proyecto modernista del arquitecto Doménico Filipone materializado en los años cincuenta– permanece idéntica.

VII

En su historia de la hostelería caraqueña, Sidorkovs señala que nuestra modernidad tiene su punto de partida en el estilo americano. Todo comienza cuando Nelson Rockefeller desarrolla el Hotel Ávila de San Bernardino, abierto en 1942. El magnate se planteó aquel hospedaje en función del turismo, pero también de la industria petrolera. Para llevar a cabo su proyecto contó con el arquitecto del famoso conjunto de edificios Rockefeller Center de Nueva York: Mr. Wallace Harrison. La misma percepción de necesidad de alojamientos decentes y confortables favoreció construir, y abrir en 1944, el Waldorf; en 1948, el Hotel Potomac y, dos años más tarde, el Hotel Astor levantado frente a la plaza La Estrella.

La ubicación en San Bernardino de la sede principal de la compañía Shell justificó tales hospedajes, que incluían bares tipo americano cercanos al Edificio Creole en la plaza Morelos, inaugurado a comienzos de la década de 1950.

Muy cerca de donde se construyó el Waldorf, al costado sur de la antigua iglesia de La Candelaria (abierta en 1701) y al sureste de la plaza del mismo nombre, se levantó el Edificio París, otro ícono de la modernidad caraqueña. Imposible obviar que frente al Hotel Waldorf, en un edificio de finales de los años cuarenta –dos plantas, poco fondo y unos treinta metros de largo–, estuvo la famosa Librería Soberbia fundada por el ilustre Isaac Pardo y sus hermanas, en cuya stock siempre hubo bastante cultura francesa. Al lado de Soberbia funcionaba el almacén de ultramarinos de Monsieur Curielespecializado en bebidas y gastronomía europeas.

VIII

A finales de la década del treinta, huyendo de la guerra, llega a Caracas el austriaco Federico Schlesinger. De inmediato se emplea como repartidor de la naciente Pastelería La Vienesa. Luego se abre camino como gerente y operador hotelero, primero del Potomac –propiedad de la familia Atencio–, después del Waldorf. Don Federico –cuyo Cadillac El Dorado adornaba desde el mediodía la puerta de su hotel– organiza y gestiona el restorán El Encantado. Hombre visionario y dadivoso, Schlesinger representa un valor inestimable entre nuestros hosteleros del siglo XX. Mientras regentaba los comedores del Círculo Militar de Caracas, el general Charles De Gaulle viene a la ciudad en visita oficial. Don Federico facilita su Murillo –el del Waldorf– para realzar la suite donde alojan al presidente de Francia y logra, además, que los encargados de protocolo consientan que sea de guanábana la tarta servida como postre en la cena de gala.

 

 

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