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Elecciones chilenas: Giros inesperados

La candidata de izquierda Jeannette Jara disputa el primer lugar en las encuestas para las presidenciales de noviembre. Entender este nuevo giro exige comprender la naturaleza doble del comunismo en Chile.

 

Raúl Ruiz hablaba de la extraña sensación que podía embargar al adolescente que asistía a las sesiones de cine continuado, esas que encadenaban dos o tres películas al hilo sin anuncio previo. Muchas veces, contaba, se quedaba dormido en una película para despertarse en otra. Una policial y otra de piratas, por ejemplo, que en su conciencia, ni dormida ni despierta, formaban una sola. Algo parecido ocurre en la política chilena.

Los que se durmieron en la película del único país en que el neoliberalismo tuvo éxito político, cultural y democrático, despertaron en una ciudad en llamas, sedienta de una igualdad ya improbable. Los que abrieron los ojos en un país que lo cuestionó todo –desde la bandera hasta la validez de su propia existencia–, y que intentó y rechazó dos proyectos constitucionales opuestos, despertaron en otro país: uno obsesionado por la seguridad, el orden, el rigor. En ese escenario, la candidata de la derecha más convencional, la eterna senadora Evelyn Matthei (hija de un miembro de la junta militar), iba a ganarle sin mayor dificultad a la candidata de centroizquierda, que en otro salto narrativo era la representante de un gobierno que detestaba esa centroizquierda misma: hablo de Carolina Tohá.

Unos minutos después, la película ya era completamente otra. Carolina Tohá fue pulverizada en las urnas de la primaria. Evelyn Matthei está tercera en casi todas las encuestas, mientras los dos primeros lugares lo disputan la candidata del Partido Comunista, la exministra del Trabajo del gobierno de Boric, Jeannette Jara, y el candidato de la derecha más ultramontana y ortodoxa económicamente, el integralmente rubio descendiente de alemanes José Antonio Kast.

Para explicar este último giro de la trama –un giro que nos tiene a muchos votantes sempiternos de la izquierda sin saber qué hacer– habría que entender la naturaleza doble del comunismo chileno. Un comunismo que, por un lado, ha apoyado oficialmente la elección de Nicolás Maduro, admira a Bashar al-Assad, defiende a Ortega en Nicaragua, y por otro, ha participado de manera leal, constructiva e institucional en todos los gobiernos de centro izquierda moderados (ya van tres) en que ha sido convocado. Para muestra un botón: la misma Jeannette Jara que negoció con los empresarios una reforma de pensiones en que el ahorro privado y sus instituciones –que el estallido de 2019 quería incendiar vivas– no solo sobrevive, sino prospera. Una reforma de pensiones que, en resumen, es más neoliberal que la que propuso Sebastián Piñera; propuesta que ese mismo Partido Comunista consideró un insulto suficiente para acusar constitucionalmente al presidente y sugerir –con más énfasis del que hoy quisieran recordar– que debía irse, o en su defecto, ser derrocado.

Esa naturaleza doble del comunismo chileno no es, sin embargo, una muestra de cinismo leninista, sino algo más profundo, que explica en parte la militancia en el mismo partido de Pablo Neruda y su enemigo más acérrimo Pablo de Rokha; la existencia del Frente Patriótico Manuel Rodríguez; y la adhesión o simpatía, en algún momento de sus vidas, de Vicente Huidobro, Víctor Jara, Violeta y Nicanor Parra, y hasta Jorge Edwards. Una extraña genealogía que se remonta a su fundador Luis Emilio Recabarren, el menos comunista de todos los comunistas, que se inició políticamente en la estela del conflicto contra Balmaceda y fue diputado del Partido Demócrata, una escisión de izquierda del Partido Radical.

Su marxismo tardío y complejo estaba teñido de un mesianismo obrero que poco o nada le debía a Lenin o Marx. Su suicidio fue la culminación de esa imposibilidad de redimir al pueblo y redimirse a sí mismo que marcó a los primeros comunistas chilenos. Estos se mezclaron con la generación siguiente, marcadamente estalinista, totalmente disciplinada pero también imbuida de un cierto elitismo cultural, en gran parte debido a la presencia de Neruda y Volodia Teitelboim, quien había militado antes en las filas del ultraísmo criollo a la Huidobro.

El comunismo chileno siempre fue más chileno que comunista, aunque le debe a este los usos y costumbres de una secta –o mejor aún, de una religión– que obliga a donar el sueldo al partido y dar cuenta de con quién se casa uno y por qué. Muchas horas de trabajo, mucho control de cuadro, mucho control de cualquier descontrol que el partido pudiera condenar. En eso se parecen a esos evangélicos de cárcel que combinan su discurso redentor con soluciones prácticas para la vida cotidiana del renacido. Mucho más exitoso en eso que el catolicismo que puede creer que un pecador se redime por la grandeza de su pecado, o que el bebedor puede ser un santo y el asesino un avatar del mismo Jesucristo.

El principal problema de Jeannette Jara

Jeannette Jara, que viene de una comuna popular y habla, come y baila como una más del montón, heredó esa disciplina que distingue a los comunistas y que los convierte en funcionarios ideales de cualquier ministerio. Sin mala conciencia y complicaciones existenciales cumple y con eso milita. Pero, como parte de un partido con aspiraciones religiosas, debe soportar que los obispos y cardenales de su iglesia le enmienden la plana y le recuerden que a pesar de todas las apariencias contrarias el paraíso está en Caracas y la tierra prometida en La Habana.

Ese no es, sin embargo, el problema principal de una candidata que ha sabido rebelarse contra sus clérigos y no tiene empacho en acariciar el centro político –o al menos lo que va quedando de él–. El verdadero problema de Jeannette Jara está en su programa, que nada tiene de comunista pero que bien podría ser el de cualquier partido de centroizquierda latinoamericano (el APRA de ayer, el peronismo de casi siempre).

La experiencia de la Unidad Popular convenció a un grupo de economistas y pensadores de que lo que los militares y los privilegiados de siempre terminan con violencia lo empieza antes la inflación, la escasez y el mercado negro. Es la inestabilidad económica –o la estabilidad en el desastre más bien– la que explica la falta de afecto, o el desafecto profundo, que siente el pueblo por sus profetas. En los años setentas y ochentas del siglo pasado economistas plenamente marxistas se dedicaron a entender el capitalismo en su cuna misma, los Estados Unidos. Comprendieron ahí que la autonomía del Banco Central es más importante para hacer reformas de fondo que la toma de fábricas o la estabilización de precios.

La idea de que el ministro de Hacienda fija los límites de lo posible llegó a exagerarse hasta la caricatura, aunque también se llegó a su opuesto: pensar que Chile era el país más desigual del mundo, un conejillo de Indias perfecto para la escuela austríaca. La crisis de 2008 y el cuestionamiento al capitalismo que invadió las universidades anglosajonas –que antes lo exportaban– cambiaron el eje del debate en la élite de la izquierda chilena.

Una nueva élite de la centroizquierda aprendió en las universidades del primer mundo a no sentir vergüenza de ser del tercero y adoptar cierto desarrollismo vintage mezclado con marxismo-bourdieusiano. La falta de renovación ideológica de los comunistas criollos les sonó a nuevo. Todos saben que los relojes que se detienen dan la hora dos veces. La generación de Boric y compañía llegó al poder negando los consensos de sus mayores, aunque a la hora de gobernar el presidente más joven de la historia recurrió a uno de esos economistas “neoclásicos” (Mario Marcel) que saben decir no a cualquier gasto imaginativo.

La candidata Jara sabe que de ese pacto con los equilibrios macroeconómicos depende también su destino, pero hasta ahora todos sus intentos de encontrar un ministro de Hacienda que tranquilice los mercados sin espantar a sus huestes han terminado en sendos fracasos.

Jara no tiene por el momento programa ni equipo que pueda parir uno coherente, pero tiene algo mucho más valioso, sin lo que no se puede triunfar en política: tiene suerte. La derecha a la que se enfrenta es visiblemente elitista, cerrada, distante, despreciativa, y se odia como solo se pueden odiar los hermanos, o como solo se odiaron alguna vez Caín y Abel. Se odia entre sí mucho más de lo que puede odiarla o temerla a ella. La batalla en las redes entre Evelyn Matthei y Kast se desató sin ya la apariencia de un fair play posible. La derecha tradicional ya no quiere ser el tonto útil de la nueva derecha, que ya la da por muerta. La guerra promete ser incruenta, como lo es siempre entre los que se sienten de nacimiento dueños de todo, y por eso creen que cualquier ápice de nada que se les quite es un robo mortal.

La exministra Jara –una política que nadie fuera del partido conocía hace cuatro años– no tiene mucho más trabajo que hacer que dejar que sus contrincantes se quiten los ojos entre sí. Los que hemos votado toda la vida por la centroizquierda, los que por motivos no solo biográficos no podemos votar por la derecha, nos enfrentamos a la difícil labor de sentir como propia a la militante de un partido que nos ha despreciado casi siempre y que muchas veces ha hecho lo posible y lo imposible para que lo despreciemos de vuelta. En democracia, a veces, a uno le toca elegir por el mal menor. Pero ¿existe en democracia ese mal menor? En la vida he aprendido al menos que el mal menor puede ser el peor de los bienes, o que el mal menor puede hacer mucho mal. Falta aún saber: ¿cuánto?, ¿cuándo?, ¿cómo?

 

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