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Elecciones EEUU: Italia siente nuestro dolor

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Roma – Durante los años circenses de Silvio Berlusconi, los italianos se acostumbraron a ser los blancos de los chistes del mundo.

¿Van a ser ellos quienes se rían de último?

Miran a los Estados Unidos y se asombran. Yo también. En Donald Trump, tenemos una versión de su bufonesco ex primer ministro – un payaso totalmente nuestro. Él desconcierta y horroriza a gran parte de Europa.

Aquí en Italia incita una reacción adicional: alivio, incluso satisfacción, de que otro país está probando ser vulnerable a un enfáticamente bronceado, llamativamente cachondo y con frecuencia ridículo multimillonario que hace promesas que no puede cumplir.

El Ferragamo está en el otro pie.

«Nosotros nos sentimos, en parte, ja-ja-ja», afirma María Valentini, una profesora de una universidad en las afueras de Roma. «Es vuestro turno.»

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Después de finalizar una conversación telefónica con un arquitecto italiano que conozco bien, él me envió un mensaje de texto con un comentario de su asistente, quien destacaba que con Berlusconi, «nos sentimos como idiotas. Ahora nos sentimos mejor, pensando que en los EE.UU. están siendo idiotas al cuadrado «.

«Es nuestra venganza,» Roberto D’Alimonte, un politólogo italiano, me confiesa. «Tal vez los Estados Unidos se están convirtiendo en Italia.» No era completamente serio sobre la venganza. Sí lo estaba sobre los Estados Unidos.

Italia es un fascinante punto de observación de los trastornos de 2016, y no sólo por los ecos de Berlusconi en Trump, que he examinado anteriormente.

Europa está siendo asediada por hostiles sentimientos nacionalistas duras, que demuestran la capacidad de penetración de las ansiedades que alimentan el mensaje de Trump, y de las corrientes sociales y económicas detrás de su ascenso. Austria casi se convirtió en el primer país de Europa occidental con un líder de la extrema derecho democráticamente electo,  desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Gran Bretaña está a punto de decidir si abandona la Unión Europea.

Hay preocupación por un resurgimiento del fascismo, como Peter Baker de The Times señaló recientemente .

Y sin embargo, Italia, donde se forjó el fascismo tras la Primera Guerra Mundial, luce tranquila en el contexto del continente. El actual primer ministro, Matteo Renzi, está conduciendo un gobierno de centro-izquierda sin complicaciones.

«Italia se ha convertido en una especie de oasis,» destaca Patrizio Nissirio, un editor jefe de la agencia de noticias italiana ANSA. «Esa es una frase que nunca pensé que diría.»

Los italianos se quejan de que Renzi es aburrido y carente de imaginación, pero por ahora parecen preferirlo a la megalomanía e imprudencia.

Para ellos – para nosotros – ¿son éstas las únicas opciones? 

No nos equivoquemos: Italia tiene problemas. Miles de inmigrantes desesperados están tratando de llegar  en barco a Sicilia desde el norte de África, y muchos mueren en el camino. En octubre habrá un voto  histórico sobre un cambio constitucional que reconfiguraría al Parlamento, y Renzi ha apostado su gobierno al éxito de dicha reforma.

Llegué a Milán para ser frustrado por una huelga de trenes. Me trasladé a Roma justo a tiempo para una huelga de basura. El alcalde más reciente de la ciudad renunció en desgracia, y la campaña para elegir a su sucesor ha sido deprimente. Ninguno de los romanos con los que hablé prevé mejores días.

Pero ellos estaban felices de no ser residentes de Francia, donde Marine Le Pen nuevamente crece. O de Grecia, donde todo se ha venido abajo.

O de los Estados Unidos. Berlusconi, argumentan, parece manso al lado de Trump. No dejan de tener razón.

Hablar con ellos acerca de posibles similitudes es recordar cuán universales parecen ser algunas formas de credulidad. Todos anhelamos salvadores. Y ciertas condiciones políticas generan ciertos oportunistas políticos. Es previsible, incluso cuando los observadores fallan en predecirlo.

El ascenso de Berlusconi fue tan sorprendente para muchos italianos en la década de 1990 como Trump fue para muchos de nosotros. «Nos dimos cuenta de que no conocíamos nuestro propio país«, señala Raffaella Menichini, una periodista con muchos años en el diario La Repubblica. Los periodistas estadounidenses nos encontramos en el mismo barco.

Berlusconi llegó al poder presentándose como una valiente excepción  y antídoto frente a la clase política profesional, que acababa de ser sacudida por un escándalo de corrupción generalizada. Él vio su oportunidad.

Él era un hombre de negocios inmensamente rico, que sabía cómo alimentar a los medios de comunicación – caramba, era el dueño de gran parte de los medios de comunicación – y se comprometió a utilizar su experiencia empresarial para restaurar el dinamismo económico de Italia, empujando al país hacia adelante al traer de vuelta las glorias del pasado. Él prometió un «nuevo milagro italiano».

Había nostalgia en esa promesa, como la hay en la de Trump de «devolver la grandeza a los Estados Unidos«. Al igual que Berlusconi, Trump ha explotado hábilmente el profundo disgusto con la política acostumbrada. Y entiende, como lo hizo Berlusconi, que la brusquedad extrema  mitiga la riqueza extraordinaria, dándole a un plutócrata un puente para, y un vínculo con, el hombre y la mujer comunes.

Los italianos están fascinados por Trump. Él es prominente en los periódicos, que desentrañar temas que lo conectan a Berlusconi, tales como su deshumanización de la mujer.

«Los italianos ven a Trump como una especie de Berlusconi», afirma Marco Ventura, que fue portavoz del gobierno de Berlusconi cuando yo lo cubrí de 2002 a 2004. «Pero es una comparación demasiado fácil.»

Y demasiado fácil con Trump. Mientras que Berlusconi tenía sus diatribas y sus chivos expiatorios, advirtiendo a sus compatriotas acerca de jueces  con exceso de celo y comunistas impenitentes, hay poco, o incluso nada similar  a los repetidos insultos racistas de mexicanos y musulmanes  por parte de Trump. Berlusconi  proyectaba más amabilidad.

«Le gustaba decir que cuando uno habla con la gente, usted tiene que demostrar que tiene el sol en el bolsillo», recuerda Giuliano Ferrara, un analista político italiano que trabajó en el gobierno de Berlusconi.

PERO Ferrara y otros italianos observaron una diferencia más fundamental, y lo hicieron incluso en conversaciones antes de que Hillary Clinton atacara con dureza las credenciales de Trump en materia de política exterior en su tardía y fiera jeremiada del pasado jueves. Trump, afirmaron, tiene el potencial de arruinar definitivamente el mundo de una manera que nunca podría Berlusconi. Así que la indulgencia de los  estadounidenses con él es infinitamente más peligrosa que la de los italianos  con Berlusconi.

«Italia no pretende ser el perro guardián del mundo«, observó Valentini.»Ustedes sí.»

Domenico Minchilli, el arquitecto mencionado antes, me dijo que Trump, como presidente, tendría «100 millones de veces más poder que el que pudo haber tenido Berlusconi.»

«Así que mientras que todo el mundo aquí estaba burlándose de él hasta hace aproximadamente un mes,» agrega Minchilli: «Creo que todo el mundo está ahora congelado de terror ante la posibilidad de que este individuo pueda en verdad dar el gran salto a la Oficina Oval.»

Tengo la impresión de que esto es cierto en toda Europa. Yo sé que es cierto en Italia, donde cualquier ansia por reír de últimos palidece al lado de un pánico sobre su costo.

Berlusconi podría ser desdeñado como un mero cómico, por los italianos así como por los extranjeros que se burlaban de él. Con Trump no se puede. Es un hombre más alto, con una zancada más larga. Y lo que se asoma a escondidas desde su bolsillo sin duda no es el sol.

Traducción: Marcos Villasmil


Italy Feels Our Pain

Frank Bruni – New York Times

Rome — DURING the circuslike years of Silvio Berlusconi, Italians grew flinchingly accustomed to being the butts of the world’s jokes.

Will they have the last laugh?

They look toward America and wonder. Me, too. In Donald Trump, we have a version of their buffoonish former prime minister — a clown all our own. He baffles and appalls much of Europe.

Here in Italy he prompts an additional reaction: relief, even satisfaction, that another country is proving vulnerable to an emphatically tanned, flamboyantly randy and frequently ridiculous billionaire who makes promises that he can’t possibly keep.

The Ferragamo is on the other foot.

“We do feel, partly, ha-ha-ha,” said Maria Valentini, a professor at a university just outside Rome. “It’s your turn.”

After I ended a telephone chat with an Italian architect I know well, he texted me an assessment from his assistant, who explained that under Berlusconi, “We felt like idiots. Now we feel better, thinking that in the U.S., they are being idiots squared.”

“It’s our revenge,” Roberto D’Alimonte, an Italian political scientist, told me. “Maybe America is becoming more like Italy.” He wasn’t entirely serious about the revenge. He was about America.

Italy is a fascinating vantage point for the upheavals of 2016, and not only because of the echoes of Berlusconi in Trump, which I’ve examined before.

Harsh nationalist sentiments are gripping Europe, and they demonstrate the pervasiveness of the anxieties that Trump is preying on and of the social and economic currents behind his rise. Austria nearly became the first Western European country with a democratically elected leader from the far right since the end of World War II. Britain is about to decide whether to exit the European Union.

There’s concern about a revival of fascism, as The Times’s Peter Bakerrecently noted.

And yet Italy, where Fascism was forged after World War I, seems placid in the context of the Continent. The current prime minister, Matteo Renzi, is charting an unremarkable center-left course.

“Italy has become some kind of oasis,” Patrizio Nissirio, a senior editor at the Italian news agency ANSA, told me. “That’s a sentence I never thought I’d say.”

Italians complain that Renzi is uninspiring and unimaginative, but for now seem to prefer that to megalomaniacal and rash.

For them — for us — are these the only choices?

Make no mistake: Italy has problems. Desperate migrants by the thousands are trying to reach Sicily by boat from Northern Africa, and many are dying en route. In October there will be an epochal vote about a constitutional change that would reconfigure Italy’s Parliament, and Renzi has staked his government on its success.

I arrived in Milan to be foiled by a train strike. I made my way to Rome just in time for a garbage strike. The city’s most recent mayor resigned in disgrace, and the campaign to pick his successor has been a morose one. None of the Romans I encountered envisioned better days ahead.

But they were glad not to be residents of France, where Marine Le Pen surges anew. Or of Greece, where everything has fallen apart.

Or of the United States. Berlusconi, they argued, looks tame next to Trump. They have a point.

To talk with them about the parallels is to remember how universal some types of gullibility are. We all crave saviors. And certain political conditions create certain political opportunists. It’s predictable, even when observers fail to predict it.

Berlusconi’s ascent was as surprising to many Italians in the 1990s as Trump’s was to many of us. “We realized that we didn’t know our own country,” said Raffaella Menichini, a longtime journalist with the Italian newspaper La Repubblica. American journalists found ourselves in the same boat.

Berlusconi came to power by fashioning himself as a bold exception and antidote to the professional political class, which had just been racked by a widespread corruption scandal. He saw his opening.

He was a superrich businessman who knew how to feed the media — heck, he owned much of the media — and he pledged to use his entrepreneurial savvy to restore Italy’s economic dynamism, pushing the country forward by bringing it back to supposedly brighter days. He promised a “new Italian miracle.”

There was nostalgia in that vow, as there is in Trump’s to “make America great again.” Like Berlusconi, Trump deftly exploited profound disgust with politics as usual. And he understands, as Berlusconi did, that extreme bluntness mitigates extraordinary affluence, giving a plutocrat a bridge to, and bond with, the common man or woman.

Italians are fascinated by Trump. He’s prominent in newspapers, which tease out themes that connect him to Berlusconi, such as his objectification of women.

“The Italians look at Trump as a kind of Berlusconi,” said Marco Ventura, who was a spokesman for Berlusconi’s government when I covered it from 2002 to 2004. “But it’s too easy a comparison.”

And too easy on Trump. While Berlusconi had his rants and his scapegoats, warning Italians of overzealous judges and unrepentant Communists, there was little if anything on a racist par with Trump’s repeated vilifications of Mexicans and Muslims. He projected more affability.

“He always said that when you speak to people, you have to show that you have the sun in your pocket,” said Giuliano Ferrara, an Italian political analyst who worked in the Berlusconi government.

BUT Ferrara and other Italians noted a more crucial difference, and they did so in conversations before Hillary Clinton savaged Trump’s foreign-policy credentials in that belatedly fiery jeremiad on Thursday. Trump, they said, has the potential to muck up the world in a way that Berlusconi never could. So Americans’ indulgence of him is infinitely more dangerous than Italians’ of Berlusconi.

“Italy doesn’t claim to be the watchdog of the world,” Valentini observed. “You are.”

Domenico Minchilli, the architect I mentioned before, said that Trump, as president, would have “100 million times more power than Berlusconi ever had.”

“So while everyone was making fun of him over here until about a month ago,” Minchilli added, “I think everyone’s now frozen in terror that this guy could actually make the giant leap to the Oval Office.”

I sense that to be true around Europe. I know it to be true in Italy, where any hunger for that last laugh ultimately pales next to a panic over its price.

Berlusconi could be dismissed as comical, by Italians as well as by the foreigners who mocked him. Trump can’t. He’s a taller man, with a longer stride. And what’s peeking from his pocket most definitely isn’t the sun.

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