Elecciones EEUU: La Guerra Civil republicana ha comenzado
Voy a insistir en esta nota –como lo hice en la previa- en los problemas que atraviesa el partido Republicano norteamericano. A su lado, los demócratas están decidiendo sus primarias y caucus como en un aplacible picnic dominguero. Salvo que ocurra una sorpresa, un asunto que le dé vida a un escándalo previsto o no, Hillary Clinton será la candidata demócrata.
En cambio, uno desearía que el problema principal del partido Republicano de los Estados Unidos fuera la intromisión de Donald Trump en la campaña, y los peligros que representa para la estabilidad institucional norteamericana. En realidad, la presencia del empresario y su éxito fulgurante hasta ahora, forman parte de una metástasis mucho mayor. La fiebre alta del enfermo partidista no es síntoma de gripe, sino de cáncer. Y el origen del cáncer es la irresponsabilidad de una dirigencia que, por años, fue permitiendo la penetración dentro del partido, en su afán de derrotar a los rivales del partido Demócrata, de una legión de opinadores sociales –sobre todo radiales-, de millonarios con una agenda particular, y de descontentos de toda ralea, que levantaron en tierras conservadoras esa tienda llena de furia y de complejos llamada Tea Party.
Por años, el liderazgo republicano se hizo el indiferente cuando la oposición –sin duda legítima- a la presidencia de Obama se convirtiera desde la propia campaña electoral de 2008 en un sucesivo acto de linchamiento antipolítico contra quien es, en el peor de los casos un mal presidente, pero no el monstruo que la propaganda opositora de algunos sectores republicanos ha intentado vender al electorado.
Digámoslo de forma clara: esa amalgama de intereses, de pasiones, de odios y de descontentos no es conservadora. Conservadores sí son, por ejemplo, los Tories británicos, con sus ideólogos históricos (Edmund Burke, Michael Oakeshott), y sus líderes más destacados (Winston Churchill, el Duque de Wellington, Benjamin Disraeli, Margaret Thatcher).
¿Qué es ser conservador en política para Michael Oakeshott? ser conservador consiste en preferir lo familiar a lo desconocido, lo contrastado a lo no probado, los hechos al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, la felicidad presente a la dicha utópica.
Oakeshott distinguió entre la ‘política de la fe’, que se basa en la creencia en la bondad natural de los seres humanos, y la ‘política del escepticismo’, es decir, conservadora, cuyo fundamento se halla en ‘un común esfuerzo para comprender los diversos puntos de vista y buscar un modus vivendi’.
La palabra «conservador», en política es, por ende, sinónimo de sobriedad, cautela, deferencia, realismo, pragmatismo. Todos ellos adjetivos hoy ausentes en las dirigencias del GOP. Unos liderazgos que hacen recordar a Alexandre Ledru-Rollin, un político francés que en plena revolución de 1848 escuchó los gritos de una turba fuera de su casa. Rápidamente se vistió, afirmando: «allí va el pueblo. Debo seguirlos. Soy su líder».
Una diferencia fundamental hoy entre los auto-denominados conservadores norteamericanos y sus pares europeos es que estos últimos no tienen el problema de reconocer que el Estado juega un papel -si bien mucho más limitado que lo que desearía un liberal o un socialista- en la construcción del bienestar. Para los actuales líderes del GOP palabras como «Estado«, o «gobierno», son anatemas.
¿Qué pensarían de esta presente pesadilla los grandes presidentes republicanos, como Abraham Lincoln, Dwight Eisenhower, o Ronald Reagan? ¿O los creadores intelectuales del moderno partido Republicano, como William Buckley (fundador de la influyente revista National Review) o Irving Kristol? Lo que sí es seguro es que ellos, ni en sus ideas, ni en su acción, se asemejan a los Trump, Cruz, o Rubio, con su visión prejuiciada del mundo, su pensamiento atado a fundamentalismos, pleno de divisionismo y de negación de la realidad.
Una prueba de la gravedad del asunto fue el debate republicano del pasado jueves 3, en Detroit. Ni Cruz ni Rubio intentaron mostrar una visión clara y sensata de sus posturas: lo único que les preocupaba era cómo atacar a un Trump más grotesco que nunca, que fue más aplaudido cuando ofreció usar todo tipo de torturas contra terroristas detenidos. Un asesor republicano subió este tweet: “mi partido está suicidándose en la TV nacional”.
Un hecho que demuestra que la situación es muy delicada pasa por imaginarnos a un Trump no siendo precandidato; ¿es que seriamente se puede pensar que Ted Cruz o Marco Rubio están capacitados para ejercer la presidencia de los EEUU en un momento en que la división entre la ciudadanía y la clase política alcanza niveles preocupantes? (la pregunta es asimismo válida para los candidatos demócratas, por cierto.) Todas las encuestas revelan un descontento que se ha venido incubando por mucho tiempo y que tiene diversas razones que lo justifican, que se expresan en una falta absoluta de empatía entre las instituciones políticas y sus actores y el ciudadano de a pie.
La democracia norteamericana, como todas las democracias, hoy necesita ser repensada. Citando un solo ejemplo, las organizaciones partidistas sufren de una aguda crisis de identidad; pero en el caso particular republicano el fervor en insistir en los mismos errores, año tras año, elección tras elección, es muy preocupante. Baste señalar que los candidatos presidenciales republicanos han perdido el voto popular en cinco de las últimas seis elecciones presidenciales.
La familia republicana la formaban, como dirían en España, diversas y variadas sensibilidades: los social conservadores, los moderados (mayoría, según las encuestas, pero sin liderazgo desde hace mucho tiempo), los libertarios, los conservadores fiscales, y luego estos radicales del Tea Party y demás expresiones tóxicas que no solo no aceptan la crítica y el debate plural, sino que han maniobrado por años para evitar que el partido nomine candidatos que no cumplan con los requisitos fundamentalistas que dichos extremistas exigen.
Es por ello preocupante que, en plena crisis, el partido Republicano esté más dividido que nunca. Y la guerra abierta se inauguró el pasado jueves 3 de marzo, cuando sus dos candidatos presidenciales previos, John McCain y Mitt Romney le pusieron los puntos sobre las íes a las aspiraciones del advenedizo Donald Trump.
Romney lo llamó un “fraude” que no posee ni “el temperamento ni el juicio para ser presidente de los Estados Unidos”. En un lenguaje grave, evocó el espectro del totalitarismo, afirmando que Trump “representaba una forma de odio que ha conducido ha otros países al abismo”. La frase más contundente fue, sin embargo, la siguiente: “La marca de fábrica de Donald Trump es la deshonestidad”.
Inmediatamente, lo apoyó en sus considerandos el senador John McCain, afirmando que el empresario es un ignorante en política exterior y ha hecho pronunciamientos peligrosos sobre la seguridad nacional.
David Greenberg, un historiador de la universidad Rutgers y especialista en el GOP, considera que lo que está ocurriendo en el partido no había ocurrido nunca, en cuanto al nivel de ataque hacia un posible candidato presidencial. Y la última vez que ocurrió una división similar fue en 1912, cuando el expresidente Theodore Roosevelt dividió el partido y se lanzó como candidato independiente, en contra del presidente en funciones William H. Taft.
El mismo jueves 3 circuló una carta pública firmada por un destacado grupo de expertos en política internacional que han servido en gobiernos republicanos, afirmando que de ser Trump candidato del partido, ellos no votarían por él. Para ellos, el hombre, “en una misma oración pasa del aislacionismo al aventurismo militar”. Critican su postura en temas como inmigración, comercio, relación con los musulmanes, o su admiración por Vladimir Putin. Asimismo su propuesta de impulsar guerras comerciales que “conducirían, en un mundo crecientemente interconectado, a un desastre económico”. Su propuesta de que Japón debe pagar más por la presencia de tropas norteamericanas en su territorio –ya Japón cubre buena parte de los costos- “son los sentimientos de un mafioso, no del líder de una alianza que nos ha sido tan útil desde la Segunda Guerra Mundial”.
La carta la firman un amplio espectro de personalidades, desde moderados hasta neoconservadores, como Robert Zoellick, expresidente del Banco Mundial; Michael Chertoff, exsecretario de Seguridad Nacional; o David R. Shedd, antiguo jefe de la Agencia de Inteligencia Militar. Aunque también se han hecho notar las ausencias de, por ejemplo, Condoleezza Rice o Henry Kissinger.
Trump, mientras tanto, ha estado disfrutando el ataque. En su naturaleza lo peor que le puede pasar es no ser primera página de los medios. Es como un escorpión disfrazado con ropaje de Liberace. El peligro que representa es tal, que incluso hace aconsejable la candidatura de Clinton. Ella es al menos alguien que respeta la institucionalidad democrática.
Hay un evidente desfase entre el liderazgo republicano y parte importante de su electorado. Y la pugna pudiera llegar a la propia convención, como propone Romney, y como incluso algunos asesores de Marco Rubio han señalado.
El partido Republicano está al borde de la ruptura. Y quizá sea lo mejor que le pueda pasar.