Elías Pino: Una confiada puesta en escena
“Pueden manejar a su antojo la descripción del robo por el control que ejercen sobre los medios de comunicación, dóciles y tartamudos. Están seguros de la sumisión de todos los poderes públicos, togados y armados. (…) Debe producir vergüenza ser espectador cautivo de una historia vacía, cuyos autores están seguros de haber escrito y actuado un libreto exitoso”.
Pienso que hoy no solo debemos mirar el suceso de un escandaloso caso de corrupción administrativa descubierto por la dictadura, sino especialmente su manera de divulgarlo a través de afirmaciones que solo funcionan o pueden funcionar gracias a una preparación perfectamente pensada de una historia disparatada. Como el escamoteo de los recursos públicos no resulta una novedad en Venezuela, ni una sorpresa que pueda provocar reacciones enfáticas, o respuestas preocupantes de veras para los divulgadores del nuevo latrocinio, llegan a la demasía de presentarlo de una forma que solo puede entenderse como una burla para los receptores de la versión. O, peor todavía, como un problema que nos incumbe en cuanto sociedad porque podemos ser destinatarios ejemplares y mansos de una grotesca fabulación.
En efecto, las autoridades en quienes recayó el trabajo de describir los detalles de una trama gigantesca de robos en nuestra empresa petrolera, encabezada por un político de infinitas intimidades y confianzas en las jerarquías de la “revolución”, resolvieron presentarse como descubridores de un caso insólito que clama por la severidad de una justicia sumaria. Si son ciertas las evidencias de corrupción que han caracterizado a los “bolivarianos” desde la época de Hugo Chávez, convertidas en estadísticas que han dado la vuelta al mundo con Venezuela en la vanguardia de los países más forajidos o putrefactos a escala universal, o en juicios llevados a cabo en tribunales del extranjero, hay antecedentes capaces de derrumbar las bases de la historia que ahora nos venden Maduro y sus acólitos, cuando redactan la biografía inédita de Tareck El Aissami. Parece difícil que alguien muerda esa carnada, pero la lanzan a sereno lago con la confianza de los pescadores experimentados.
¿Por qué? Debido a que tuvieron tiempo de atar los cabos antes de una navegación que podía ser peligrosa si inflamaba llagas y fístulas entre los habitantes de la misma nave, capitanes, contramaestres y vigías. Pero, especialmente, porque sienten la seguridad de un poder que nadie puede disputarles sin correr riesgos que se deben evitar a toda costa. Pueden manejar a su antojo la descripción del robo por el control que ejercen sobre los medios de comunicación, dóciles y tartamudos. Están seguros de la sumisión de todos los poderes públicos, togados y armados. Saben más de sus enemigos de lo que esos enemigos saben de ellos, y lo saben con pólvora y munición. Porque la falsedad se hace verdad si sale de un púlpito exclusivo y prepotente. Porque han calculado sin pensarlo demasiado, después de breves reflexiones, la tibia respuesta de los líderes principales de la oposición, ocupados en menesteres primarios en los cuales se les va la vida y, en algunos casos, cojos de la misma pata. No tanto como ellos, eso parece imposible en las mediciones de la ladronería nacional, pero con cierto material del pasado y del presente que puede prestarse para analogías que, pese a su temeridad, algunos prefieren evitar para no resbalarse en parcela jabonosa.
Pero, aparte de tales posibilidades de explicación, existe otra que nos incumbe como sociedad: nuestra familiaridad con la corrupción administrativa, o nuestra tolerancia con sus autores a través del tiempo. Los “revolucionarios” que se estrenan ahora como locutores de la pulcritud saben que se mueven en un espacio conocido desde antiguo, permisivo casi desde sus orígenes, en el cual no han faltado los depredadores del erario que se han librado de las penas que merecían y en el cual han adquirido prestigio inmerecido los denunciantes que no pocas veces han actuado un sainete. Más todavía: saben que muchos de esos delincuentes no solo salieron ilesos de sus incursiones, sino que, por si fuera poco, después lavaron su fama mediante laboriosas tintorerías ante la pasividad pública. Si en el fondo solo promueven un ataque incruento, una cruzada que será olvidada oportunamente por un pueblo que la ha sufrido entre silencios y agrados, entre simulaciones y secreteos, o la ha celebrado en diversas épocas, pueden tener la seguridad del éxito en su estreno de vengadores y justicieros. Los divulgadores del caso de corrupción que ahora nos ocupa, susceptible de originar reacciones violentas y justificadas que pueden conducirlos a la hoguera junto con los denunciados, sienten que están lejos de la candela cuando exhiben los trapos sucios de muchos de sus compañeros de viaje, de sus socios en actividades dignas de repulsa. Estamos seguros de que su relato sería insostenible en cualquier país que no sea Venezuela: aquí nadie llegará hasta las nauseas que desbordarían a cualquier colectividad respetuosa de los principios del republicanismo. Debe producir vergüenza ser espectador cautivo de una historia vacía, cuyos autores están seguros de haber escrito y actuado un libreto exitoso.