Elogio del parlamentarismo
Dos candidatos inadecuados en las elecciones del país más poderoso de la tierra. ¿Por qué?
Donald Trump y Joe Biden en el primer debate electoral de 2024. EFE
No hace falta ser un observador demasiado atento de la política de Estados Unidos para ser consciente de que los candidatos a la presidencia este noviembre van de lo decepcionante a lo espantoso.
Por un lado, tenemos a Donald J. Trump, el candidato republicano a la presidencia. Mentiroso compulsivo, irascible, indisciplinado, caótico y bravucón, ha sido condenado a pagar indemnizaciones millonarias por fraude, difamación y abusos sexuales, condenado por 34 delitos de falsedad documental y está imputado por robo de documentos secretos y obstrucción de la justicia en otro proceso penal.
Por desgracia, es probable que estas sean sus virtudes; el buen hombre respondió a su rotunda derrota electoral del 2020 con un intento de golpe de Estado que incluyó alentar a que una masa enfurecida de energúmenos que incluían a un señor disfrazado de chamán asaltaran el Capitolio con la intención de ahorcar a su propio vicepresidente. Trump, por supuesto, no se arrepiente lo más mínimo y ha prometido repetidamente que, de ser reelegido, actuará como un dictador y se vengará de sus enemigos presentes y futuros.
Ante este panorama, los demócratas tienen como candidato a la reelección a Joseph R. Biden. Ha sido un presidente efectivo; la economía americana está creciendo a buen ritmo, la inflación ha caído por debajo del 3% y la tasa de paro lleva meses oscilando alrededor del 4%. Los salarios están subiendo, especialmente para las rentas bajas. Biden, además, ha aprobado multitud de leyes increíblemente ambiciosas de política industrial, infraestructuras y cambio climático.
El pequeño problema, en este caso, es que no estamos del todo seguros de que ese Joseph R. Biden siga ahí, gobernando desde el despacho oval. Biden tiene 81 años (cuatro años más que su oponente), y en el primer debate presidencial de la semana pasada, su falta de concentración y fluidez (siendo educado) era más que aparente. Hay muchísimas dudas sobre su competencia mental para seguir en el cargo. Es un secreto a voces que el presidente, en los últimos meses, dista mucho de ser el hombre que ganó las elecciones hace cuatro años.
¿Por qué los líderes del partido demócrata y republicano no han tomado la iniciativa y bloqueado a estos dos candidatos tan vergonzosamente inadecuados a la presidencia?
Estas son, literalmente, las dos únicas opciones viables. El sistema político americano hace imposible la emergencia de un tercer partido viable a corto plazo. El candidato independiente con más apoyos, Robert Kennedy Jr., es un ecologista radical chiflado y un conspiranoico antivacunas contumaz con un largo historial de escándalos sexuales, así que incluso aquellos que quieran emitir un voto de protesta se topan con otro candidato horrible.
Visto desde Europa, la gran incógnita supongo que será por qué los dos grandes partidos políticos del país más rico y poderoso de la tierra aceptan esta situación tan lamentable. ¿Por qué los líderes del partido demócrata y republicano no han tomado la iniciativa y bloqueado a estos dos candidatos tan vergonzosamente inadecuados a la presidencia?
Tristemente, porque no pueden hacerlo. Los partidos americanos funcionan de forma completamente distinta a los europeos y no tienen instrumentos legales o autoridad alguna sobre sus candidatos a la presidencia.
Imaginemos el escenario de un jefe de ejecutivo anciano y con crecientes síntomas de demencia en una democracia europea medio normal como la española. Durante el debate sobre el estado de la nación, el presidente del gobierno se olvida repetidamente dónde está y se pone a hablar sobre las magdalenas de su infancia en varias intervenciones. En días sucesivos, miembros de su gabinete filtran toda clase de historias embarazosas sobre los crecientes despistes de su jefe, que insiste en querer presentarse a la reelección.
Una delegación de notables iría a la Moncloa, le explicaría muy educadamente que o anuncia que se va o le echan, porque le dejarían sin apoyo parlamentario
En España (y en casi todos los sistemas parlamentarios europeos), los miembros de su partido pueden forzar su salida de una manera muy sencilla: retirándole su apoyo en el congreso. Una delegación de notables iría a la Moncloa, le explicaría muy educadamente que o anuncia que se va o le echan, porque le dejarían sin apoyo parlamentario. Dado que es una amenaza creíble (realmente pueden echarle), ningún líder político es lo suficientemente testarudo como para intentar seguir en el cargo cuando pierde la confianza de sus compañeros de formación.
Los partidos, además, tienen muchísimo poder sobre quiénes irán en las listas y quién es su candidato. Un hipotético presidente en esta situación estaría obligado a convencer a sus compañeros de que puede ganar las elecciones, y es el partido quien decide, en última instancia, si será el cabeza de lista o no. Dado que nadie puede gobernar sin una mayoría parlamentaria, el partido puede amenazarle de forma creíble con dejarle a la estacada.
El presidente de los Estados Unidos, sin embargo, no depende de una mayoría en el Congreso. La única forma de echarle del cargo es con impeachment, que requiere votar junto a miembros de la oposición para juzgarle por “delitos y faltas graves”.
El partido tampoco tiene papel alguno en el proceso de selección como candidato; Joe Biden gana la nominación por el cargo en unas primarias donde votan las bases, y las élites del partido no tienen ni el poder ni la capacidad de cambiar esa realidad. Nadie se presentó contra él en las primarias del año pasado porque nadie creyó que podría derrotarle, y las élites del partido no tenían ni el poder ni la capacidad de cambiar esa realidad.
El caso de Trump es tristemente similar. En privado, la inmensa mayoría de cargos electos y élites republicanas creen que el expresidente es un patán impresentable. Cuando empezaron las primarias, esas élites no fueron capaces de actuar de forma coordinada para cerrarle el paso en unas primarias, porque el partido no tiene instrumento legal alguno para conseguirlo.
Un partido político europeo es una institución diseñada para construir y mantener mayorías parlamentarias. Esto exige poder actuar de forma coordinada y construir consensos dentro del partido creando una lista de candidatos coherente, y requiere que el jefe de la formación goce de la confianza de sus diputados para poder sobrevivir. Como consecuencia, el proceso de selección de candidatos debe mantener una inevitable simetría, con partidos fuertes que pueden derrocar a sus propios líderes. Y eso sucede muy a menudo: la mitad de los jefes de gobierno en Europa no pierden el cargo en las urnas, sino que lo hacen a manos de sus compañeros de partido.
En un sistema presidencialista, mientras tanto, el candidato del partido no depende de este. Gana las elecciones en solitario, con una maquinaria electoral que financia su campaña, no la del resto del partido. Una vez en el cargo, no pueden echarle y no tiene obligación alguna de apaciguar a nadie, ya que no hay amenaza creíble para derrocarle. Como consecuencia, los partidos tienen instituciones débiles, incapaces de pedir responsabilidades o reemplazar a sus líderes incluso cuando son obviamente demasiado viejos o corruptos para poder gobernar.
Hay un amplísimo consenso, dentro de la ciencia política, de que los sistemas parlamentarios son más efectivos que los presidenciales como sistemas de gobierno. El lamentable espectáculo de las elecciones en Estados Unidos este año es un buen ejemplo.