En Cuba no habrá ni glasnost ni perestroika
Regímenes como el castrista no admiten reformas ni perfeccionamientos, ni siquiera remiendos
LA HABANA, Cuba. — Los pocos libros que se han publicado en Cuba sobre el derrumbe de los regímenes comunistas entre 1989 y 1991 en la Unión Soviética y Europa Oriental pretenden explicar que lo que fracasó fue el llamado “socialismo real”, o sea: el modelo soviético del socialismo, y no la idea socialista en sí, que consideran sigue siendo la alternativa a los problemas del siglo XXI.
Uno de esos libros esEl socialismo traicionado, de los norteamericanos Roger Keeran y Thomas Kenny, publicado por la Editorial de Ciencias Sociales en el año 2015.
En el volumen, Keeran y Kenny intentan analizar las causas que llevaron al colapso del comunismo soviético, pero se atascan en la apología y las justificaciones. Reconocen los defectos del socialismo soviético, pero van aplazando los análisis de los problemas de un capítulo a otro, para terminar con una moraleja antimercado y anti-Gorbachov, afirmando que aún hay oportunidades para el comunismo.
Los autores, retrógradamente aferrados a los dogmas del marxismo-leninismo, lamentan la desintegración de la Unión Soviética como una tragedia irreparable y de consecuencias nefastas, no solo para la izquierda mundial, sino para toda la humanidad.
Los autores son sumamente benévolos con Stalin: regatean la cantidad de millones de las víctimas de sus purgas y enaltecen lo que consideran sus “méritos históricos”. En cambio, enjuician muy severamente a Gorbachov y sus colaboradores, especialmente a Yakovlev, a quienes culpan de haber llevado demasiado lejos una tendencia democratizadora y promercado que inició Bujarin y continuó Jrushchov.
Keeran y Kenny especulan con la historia al asegurar que Yuri Andropov, quien fuera el secretario general del Partido Comunista soviético entre 1982 y 1984, de no haber muerto, hubiera realizado con éxito las reformas necesarias para salvar al socialismo.
También reprochan a Yegor Ligachov no haber jugado un papel más activo en contra de Mijaíl Gorbachov, niegan que la intentona de los generales comunistas de agosto de 1991 haya sido un golpe de Estado y lamentan que haya fracasado.
Pese a reconocer los numerosos y graves males que padecía la sociedad soviética en la primera mitad de la década de 1980, los peores años del estancamiento brezhneviano, los autores aseguran que Gorbachov no heredó un país en crisis. Consideran que exageró con las reformas y que fue “la mala aplicación de sus políticas” y “las concesiones al capitalismo”, lo que agudizó los problemas, provocó el caos y dio al traste con la Unión Soviética.
Así, por ejemplo, el culpable de los nacionalismos secesionistas, según ellos, sería Gorbachov, que no supo manejar los problemas de las nacionalidades, y no Stalin, con su rusificación forzosa y su criminal política de deportar pueblos enteros de un extremo a otro del país, lo que originó conflictos que hoy no solo siguen sin solución, sino que se han agudizado: Ucrania, Osetia, Chechenia, Transnistria, Nagorno-Karabaj, etc.
Las recetas del libro para no repetir los errores que provocaron el colapso soviético son impracticables: esos “errores”, como los llaman Keenan y Kenny, son inherentes al sistema.
En el libro, el lector cubano hallará reflejados problemas que desde hace muchos años vienen dándose en nuestra sociedad y que cada día, lejos de solucionarse, se agravan: la corrupción rampante a todos los niveles, la caída de la productividad, la existencia de un inmenso mercado negro que se nutre del robo en los almacenes estatales, etc.
Tal es así que Ramón Labañino, uno de los cinco espías de la Red Avispa que guardó prisión en Estados Unidos, y quien fue el encargado de escribir el prólogo para la edición cubana de Socialismo traicionado, tuvo que admitir que “hay detalles que asombran sobremanera por su parecido a la realidad cubana actual”.
Pero, a continuación, decía Labañino no preocuparse por “la carencia de comunicación directa, efectiva, de retroalimentación con las masas” en que incurrieron los líderes comunistas soviéticos, porque según aseguraba, “ese aspecto está muy bien conducido en nuestro país”.
Fiel al catecismo castrista, escribía Labañino: “El momento actual que vive nuestro socialismo en Cuba exige de todos nosotros el celo extremo en todo lo que hacemos y creamos, con el único fin de fortalecerlo y mejorarlo, nunca para destruirlo ni crear bases para el capitalismo y mucho menos aquellas del imperio de las leyes del mercado, el egoísmo y la propiedad privada”. Y sentenciaba: “Esta obra es una gran lección de todo lo que no debemos hacer ni permitir para preservar la Revolución, sus conquistas y el socialismo”.
En los ocho años transcurridos desde que Labañino escribió aquel prólogo, todo en Cuba ha ido de muy mal a mucho peor. Y los mandamases de la continuidad siguen en sus trece, divorciados de los intereses y aspiraciones del pueblo.
Nada dados a las lecturas, los mandamases no necesitan de libros como El socialismo traicionado, y menos del prólogo ingenuamente triunfalista de Ramón Labañino para saber que regímenes como el suyo no admiten reformas ni perfeccionamientos. Ni siquiera remiendos. De ahí su temor a la economía de mercado y su empecinamiento en seguir insistiendo, aunque cada vez hundan más la economía, en la tantas veces fracasada planificación centralizada y la hegemonía de la empresa estatal. Eso, sin hablar de su enfermiza aversión por la democracia y el pluripartidismo. Y es que si algo tienen aguzado los mandamases —aunque a veces de tan torpes que son no lo parezca— es el instinto de supervivencia.