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En la casa de Isak Dinesen

Fuimos a Dinamarca. No sabía yo de sus iglesias con torres que terminan en esferas. Sabía de su río y sus canales, pero como quien sabe de cualquier otra cosa. Sabía que tienen un régimen parlamentario y una reina.

Sabía de sus pequeñas casas de colores alineadas frente al agua, de las bicicletas como un orden esencial, del diseño de líneas claras que rige su buen gusto y la tendencia de los muebles contemporáneos. Pero no sabía más y tampoco estaba entre mis deseos saberlo. Dinamarca es la tierra de una escritora esencial que viviendo, de tantas maneras, tan lejos, es de mi familia.

Ilustración: Gonzalo Tassier

Karen Dinesen, que por siete años fue Karen Blixen y por toda su vida literaria se ha llamado Isak, nombre que significa el que ríe; Dinesen, el apellido de su padre quien, como todo ausente, fue una sombra bien amada. Karen sin el apellido de la madre —que fue el cobijo de toda su vida—, porque el apellido de las madres y el de sus madres no acompañe el primer nombre de sus hijos.

Karen, la estilizada creadora de imágenes imprescindibles y de sentencias que resumen en pocas frases una sabiduría que habla de Dios y del destino como del fuego y el mar, poderes con los que no se juega sino para ceder.

Viajé con una pandilla de ilustrados en otras artes, pero de ningún modo en la reverencia por escritores cuya existencia les resulta desconocida. A todos, menos a tres de ellos, tuve que contarles por qué iba a dedicar lo mejor de un día a salir de Copenhague en pos de una memoria indecisa. ¿Por qué no mejor la pintura o el diseño, la historia de la ciudad o las tiendas? Cada quien sus manías, habrán dicho, para sí, ellos, tan queridos como indiferentes a mi curiosidad. ¿La casa? ¿Qué hay en la casa? Eso quería saber yo y quisieron conmigo tres de los diez navegantes con los que viajábamos. Podíamos haber ido en tren, así nos lo recomendó el gerente del hotel cuyo vestíbulo en penumbras y recámaras diminutas lo hacían poco confiable. Dijo que en taxi sería imposible de tan caro, porque en esos remotos parajes el mundo todo era carísimo y vivían ahí muchos de los ricos más ricos. Tampoco él entendía muy bien que unos turistas de habla hispana quisieran ver la casa de una escritora, a veintitrés kilómetros del perfecto escenario que es el centro de la ciudad. De todos modos, nosotros sí quisimos preguntarle a un taxista. Y él sí quiso llevarnos.

En Copenhague el asunto de los taxis es un acertijo. No siempre pasan por enfrente, como en México, Madrid o Nueva York. Hay sitios especiales. También, por fortuna, están en las puertas de los hoteles. Buscar taxi en otra parte me hubiera conducido a perder a uno de los socios del viaje, porque el sol del día previo lo dejó seguro de que la jornada  más calurosa de su vida la había pasado en la ciudad cuyo linaje está siempre marcado por la idea de un frío altanero y eterno. Más sol, ni por la ventana quería ver él.

Por fortuna amaneció nublado y los otros dos viajeros, que son de una tenacidad alegre y bien dispuesta, generosos en el arte de vivir, encontraron a un taxista que resultó una aguja en ese pajar. Aceptó llevarnos a la casa de una mujer del pasado, para él desconocida, en ese paraje de todos conocido como el más lujoso de Dinamarca.

Fuimos por una carretera llana y rodeada de árboles, con un tránsito suave y, para nosotros, inaudito. Entramos indiscretos a ese mundo millonario del todo inesperado para quienes vivimos en América. Porque los muy ricos de nuestros países viven en casas custodiadas a las que se accede tras cruzar portones y esperar a que se levanten barreras. Casas a las que se entra dejando una credencial y dando todos los nombres y apellidos de quienes visitan. Allá no. Allá las casas están a la altura de los ojos, rodeadas por jardines espontáneos y caminos que no las esconden. Como si las hubieran sembrado con deliberación y sin miedo.

El taxista quitó una mano del volante y extendió su brazo para moverlo de un lado a otro. “This is it”, dijo en su inglés tan extraño para nosotros como el nuestro para él. No había envidia en mostrarnos ese lugar al que no pertenecía y que de cualquier modo consideraba admirable y suyo. Por donde miráramos había algo armonioso y para todos fascinante.

Al final de ese camino dimos con una vereda frente al mar. De un lado había veleros en una suerte de pequeña marina y del otro el jardín y la casa pequeña de los Dinesen. Ahora un museo que tiene poco que mostrar y todo con lo que embrujar. ¿Por qué elegimos enamorarnos de unos escritores más que de otros? Es un misterio. Para mí Karen Dinesen es una amiga entre pocas, valiente, aventurada, desdichada, dichosa, febril, tenaz, cambiante, capaz del desafío y la lealtad, amante de lo extraño y la poesía. Poeta ella misma que no quiso envanecerse diciéndolo, sino al tejer con la certeza de la duda y el asombro la trama de sus historias. Y de su historia.

Hay un árbol en mitad del jardín cercano a la casa. Y está rodeado por una banca desde la que puede mirarse a un lado el mar y al otro el horizonte de flores y pastos libres, cuya armonía sorprende porque no parece haber un plan tras ella. Así es en el verano, supongo que el otoño la volverá ocre y que el invierno va a helarla. Aunque no desolador, como el sitio en donde está la casa de las dos mujeres sencillas y elocuentes que son las hijas de un pastor en un pueblo remoto al que llega por azar, a ofrecer su trabajo, quien alguna vez fue la cocinera más sofisticada de París. Ella que un día, un solo día, entrega el tesoro de sus conocimientos y toca para siempre el corazón de quienes sin comprenderlo se conmueven como sólo conmueve el arte cuando lo es. Babette y su festín. La nombro porque es el personaje más conocido de cuantos creó esta mujer delgada cuya fotografía en tamaño real está en la puerta de la tienda que habrá sido antes el preámbulo de la casa que visitamos. Casi creí verla al acercarme. Temblé como quien abraza a alguien que no ha visto en mucho tiempo. Desde ella me saludaron a un tiempo todas las mujeres fuertes que me ha quitado la vida. Las que extraño, las que andan cerca de mi memoria, aunque les haya dado por morirse antes de tiempo. Querida Karen —dije, como si al mismo tiempo dijera: queridas todas ustedes, que merodean mis fantasías y animan mi ambición de seguir viva.

Paseamos por la tienda en la que hay fotos y libros en su idioma. Yo me compré uno, sólo como amuleto. Isak Dinesen escribía a veces en danés y a veces en inglés. Ella misma hacía las traducciones de uno a otro. No sé cuáles serán los abismos de los que me perdí con los originales, pero sus historias son de tal modo deslumbrantes que no importa. Ya lo dije, es un misterio por qué nos enamoran más unos escritores que otros. Sobre todo porque hay quienes nos resultan de tal modo cercanos que al llegar a sus casas entramos como a un lugar conocido.

Leí hace tiempo, pero me gusta volver a hojear el libro de sus cartas desde África. Escritas en danés, para su madre, sus hermanos y sus amigas, dando cuenta de su trabajo en la granja de café, de cómo gastaba el dinero y de qué color eran las puestas de sol entre los árboles bajos de Kenia. Están publicadas en español por Alfaguara y son el otro lado de la misma escritora, dejándose iluminar por la naturalidad de la cercanía y la supuesta falta de ambición literaria que hay en las notas para la familia. Supongo que su lengua materna tiene que haber sido más su piel que ninguna.

Diecisiete años vivió en África esta mujer que cuesta imaginar allá siendo tan de aquí, de este campo y esta casa que calentaban con unas estufas inmensas y cuyas paredes tenían detrás invernaderos haciendo las veces de dobles ventanales. Todo es sencillo en la casa. Los escritorios, los biombos, el comedor, la diminuta máquina de escribir y la cama de monasterio en que arropaba su memoria y su imaginación la tan querida Isak, la que reía. También los libreros son pequeños. No hay alarde, ni extravagancia, sino en lo que imaginó quien ahí escribía con la dócil sofisticación de una sabia.

Nada mejor tuve que hacer en Dinamarca. Nada más que cumplir con la visita a la que tantas veces me sentí invitada. No caminé a su tumba. ¿Para qué? Si está viva.

 

Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de El viento de las horasLa emoción de las cosasMaridosMal de amoresMujeres de ojos grandes y Arráncame la vida, entre otros títulos.

 

 

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