“En los ochenta, la democracia no estaba en la agenda pública”. Entrevista a Enrique Krauze
El ensayo “Por una democracia sin adjetivos”, publicado en Vuelta en enero de 1984, recuperó y exigió para México los principios –olvidados o menospreciados– de la democracia. La motivación de su autor, Enrique Krauze, los ejemplos a los que aludió –históricos y contemporáneos, propios y extranjeros–, el momento político de su publicación, las maneras en que fue recibido y sus repercusiones inmediatas y longevas revelan las condiciones del debate sobre la democracia en los ochenta.
¿Cuál fue tu inicio como escritor político?
En 1968 fui consejero universitario por la Facultad de Ingeniería de la UNAM y tuve experiencias que me marcaron. Vi de cerca el funcionamiento de “la presidencia imperial” y me repugnó. La matanza del 10 de junio de 1971 me agravió. Nunca creí en las promesas de Luis Echeverría. Pero a lo largo de los setenta no escribí casi nada sobre política. Estuve concentrado en mi trabajo de historiador. Sin embargo, estaba muy al tanto de la crítica política liberal que floreció en los setenta. Plural (1971-1976) criticó sistemáticamente a Echeverría. Ahí escribió sus últimos ensayos Daniel Cosío Villegas. Ahí aparecieron los ensayos que Paz y Zaid reunieron después en El ogro filantrópico y El progreso improductivo. Luego, en diciembre de 1976, apareció Vuelta. En el segundo número el propio Zaid publicó “El 18 brumario de Luis Echeverría”, crítica devastadora del gobierno populista –bonapartista, cesarista– de Echeverría. Y entre 1976 y 1982, Vuelta –de la que era yo secretario de redacción– no paró de criticar a su sucesor, José López Portillo. Esa labor crítica estuvo sobre todo a cargo de Zaid.
Ya te tocaba a ti.
Mi grito de independencia fue “El timón y la tormenta”, que apareció en 1982. Durante doce años el populismo prometió la “administración de la abundancia” y al final el país se fue a la quiebra. En su informe presidencial del 1 de septiembre de 1982, en un acto de distracción pública que buscaba chivos expiatorios, López Portillo nacionalizó los bancos. Entré en una especie de trance de indignación (no por los bancos, obviamente, sino por aquel espectáculo de demagogia, mentira y arbitrariedad) y escribí aquel ensayo. Terminaba con una frase: “De allí que nuestra única opción histórica sea respetar y ejercer la libertad política, el derecho y, sobre todas las cosas, la democracia.”
¿Cómo preparaste “Por una democracia sin adjetivos”?
Como trasfondo histórico, siempre pensé que la alternativa liberal y democrática de Madero era un capítulo postergado del siglo XX. Y como trasfondo contemporáneo estaba la reciente transición democrática española, proceso que seguimos con pasión porque desmintió la leyenda de que los pueblos de raíz hispana estamos incapacitados para la democracia.
Pero en ese ensayo acudes a un caso externo al mundo hispano, el orbe inglés.
Me puse a leer seriamente la historia política inglesa, especialmente el siglo XVIII. Leí a Burke, Trevelyan, Lewis Namier y a otros historiadores ingleses. Me di cuenta de la larga hegemonía del partido whig, que dirigía Walpole gracias a un parlamento corrupto, elecciones amañadas y un monarca absoluto. En octubre de 1983 fui como profesor invitado a Oxford. Allí seguí estudiando la historia inglesa del XVIII y el XIX. Asumiendo que representaba un espejo remoto de nuestra condición, escribí el ensayo. Quise entender cómo habían salido los ingleses de aquel atolladero de autoritarismo y corrupción, y ese análisis me dio claves para ver con otros ojos el problema mexicano. Los ingleses lo lograron acotando el poder absoluto del monarca e introduciendo una genuina competencia entre los partidos en el parlamento. Lo hicieron, además, con el novedoso concurso de una prensa libre. Y lo hicieron, sobre todo, con elecciones limpias y efectivas, no manipuladas ni corruptas.
¿Cómo fue leído en México?
Cuando lo publiqué en Vuelta esas ideas no estaban en la agenda pública. La revolución centroamericana y latinoamericana estaba en ascenso. Se vivía un renacimiento del proyecto cubano con la llegada al poder del sandinismo y la guerrilla en El Salvador. Casi nadie en la izquierda mexicana pensaba en la democracia. El pensamiento hegemónico, académico, periodístico e intelectual, era revolucionario. Cuando menos, creía en la capacidad de regeneración de la Revolución mexicana. Por eso, aplaudieron la nacionalización de los bancos.
¿En las filas de la izquierda mexicana nadie defendía en los años ochenta la democracia?
La defendían muy pocos. Uno de ellos era Heberto Castillo. Era un luchador de izquierda legendario. Pero, después de estar dos años en prisión tras el movimiento estudiantil de 1968, trabajó afanosamente en la creación de un partido mexicano de izquierda. Subrayaba el adjetivo mexicano. Fue el Partido Mexicano de los Trabajadores.
¿Alguien más?
Sí, el Partido Comunista, que tenía otras siglas. Se había beneficiado de la reforma política de 1978 y, como sus congéneres en Europa, buscaba trabajar en la vía parlamentaria. Pero para el grueso de la izquierda académica, periodística, intelectual, la democracia en México no estaba en su agenda. La izquierda no la consideraba una alternativa.
¿Quién defendió la democracia en los años setenta? Porque alguien tendría que estar en eso, ¿no?
Nosotros en la revista Vuelta tampoco la habíamos considerado seriamente en los setenta. Teníamos una postura crítica frente al poder, una postura abiertamente liberal, pero no propiamente democrática. Nos preocupaba la libertad de expresión (atropellada por Echeverría) y la omnipotencia presidencial, pero no hablábamos de elecciones ni de votos. En 1979, Zaid escribió que la mejor reforma política para México era… no hacer nada, es decir, sencillamente, contar votos. Pero era una posición aislada. Ni siquiera Octavio Paz estaba en eso. En El ogro filantrópico criticaba severamente al pri pero negaba la conveniencia de que el PAN o la izquierda accedieran al poder por la vía democrática. La palabra voto no estaba en su vocabulario.
¿Cómo se explica entonces la reforma política de fines de los setenta?
El ideólogo del PRI, Jesús Reyes Heroles, había entendido la necesidad de que hubiera algún tipo de competencia en el Congreso. Por eso sacó de la clandestinidad al Partido Comunista. Reyes Heroles, por cierto, era lector de Edmund Burke, cuya convicción de ceder el poder excesivo por la vía de reformas que eviten la revolución cité en “Por una democracia sin adjetivos”.
Tú diste un paso más: propusiste abiertamente la democracia, no a cuentagotas ni tutelada. La “democracia sin adjetivos”.
Había que devolverle el voto al ciudadano, eso pensaba. Creía que había que volver al maderismo, cuyo lema “Sufragio efectivo, no reelección” seguía pendiente. En México había “no reelección”, pero el presidente saliente nombraba al sucesor. Y el sufragio no era efectivo, porque el PRI lo manipulaba de mil formas y porque las elecciones estaban a cargo del propio gobierno. Hasta existía un vocabulario para esa corrupción del voto: se llamaba “alquimia electoral”. El sufragio comenzó a ser efectivo a fines de los noventa. Creo que “Por una democracia sin adjetivos” abrió el debate.
¿Cuáles eran concretamente tus tesis?
Insistí en la necesidad (ya anticipada por Cosío Villegas) de acotar el poder omnímodo de nuestro monarca sexenal. Era muy importante, porque el presidente era un emperador a cuyo alrededor se propiciaba la corrupción y el despilfarro sin freno. ¿Cómo limitarlo? Con el pluralismo de partidos. México no podía seguir siendo un país donde los partidos de izquierda fueran sectarios, embrionarios y sin vocación de gobierno, y donde el PAN fuera solo un partido testimonial. Se necesitaba un poder legislativo fuerte y actuante, y otros diques como un poder judicial autónomo y una opinión pública vigorosa, orientada por una prensa libre de la que, con excepciones honrosas, carecíamos. La condición de todo era que hubiera elecciones libres y limpias.
En su momento desató una tempestad de críticas por parte de la izquierda, ¿no es así?
Desde la izquierda se esgrimieron los argumentos de siempre, que la democracia “formal” y “burguesa” era un subterfugio de los ricos para oprimir a los pobres. Recuerdo que un importante editor de izquierda (y amigo mío de juventud) me dijo que sus colaboradores querían que fuera a verlos para explicarles “qué era esa cosa de la democracia”. Afirmación sorprendente.
El gobierno ¿reaccionó?
Por supuesto, negativamente y de inmediato. Ya no estaba Reyes Heroles en el gabinete pero los jóvenes funcionarios de mi generación se sintieron ofendidos. En Vuelta publicamos la réplica de Manuel Camacho Solís, un hombre importante en ese momento ya que era subsecretario de Programación y Presupuesto. El presidente Miguel de la Madrid le encargó refutarme.
¿Cuál fue la actitud de la comunidad científica, de los politólogos?
Indiferente porque el tema no les interesaba. La mayoría de ellos estaban atrapados en mediciones y teorías sobre los mecanismos internos de ese extrañísimo invento institucional que era el sistema político mexicano. Muchos, además, eran consejeros del gobierno. Nunca habían hablado de democracia ni habían hecho propuestas democráticas. Les pasó un poco lo que a los sovietólogos occidentales con la Unión Soviética. Querían estudiarla y conocer su interior y sus mecanismos secretos (y gozar de sus privilegios), pero ninguno se atrevió a ver el elefante dentro de la habitación, el carácter totalitario y criminal del Estado soviético. Guardadas las proporciones, algo similar ocurrió en México.
¿Qué dijeron los medios?
Solo la revista Proceso de Julio Scherer nos acompañó en esa batalla. Era la única trinchera abierta y franca de la libertad de expresión, el único lugar en donde se ventilaba la corrupción. Fui un colaborador asiduo entonces. Trabé una amistad de hierro con Scherer. ¿Otros medios? Bueno, sí, más tarde la radio entró poco a poco al debate democrático, en noticieros que hicieron época, como el de José Gutiérrez Vivó, en Radio Red. Pero la televisión privada –no se diga la oficial– se abstuvo por completo. Ambas estaban al servicio de la “presidencia imperial”.
¿Tuvo consecuencias prácticas ese ensayo?
Mediatas, según creo. Al poco tiempo se produjo un despertar democrático en el norte de México, sobre todo en Sonora y Nuevo León. De particular importancia fue el movimiento democrático a mediados de 1986 en Chihuahua. Yo visité el estado y escribí un reportaje en el que sostenía que Chihuahua estaba lista para ser el primer estado democrático de México. Todas las fuerzas estaban alineadas: la sociedad civil, la participación de las mujeres, la Iglesia, los empresarios, las fuerzas de izquierda, el PAN. Cuando sobrevino el fraude electoral ocurrió algo insólito: reunimos veinte firmas de los principales escritores e intelectuales del país para exigir la anulación de las elecciones. El gobierno no se movió un ápice pero la carta se publicó en México y circuló ampliamente fuera del país. El sistema comenzaba a quedar evidenciado. Fue un momento importante y emocionante en la batalla por la democracia.
La transformación democrática del norte a la que te refieres la encabezó el PAN.
El PAN nació en 1939 dentro de un marco de filiación católica de muchos de sus miembros y, también, de ciertas (lamentables) simpatías por el franquismo. Fue un partido de gente de clase media. Durante medio siglo (1939-1989) persistió en buscar la democracia a pesar de no ganar una sola gubernatura y apenas un puñado de las dos mil presidencias municipales que cada dos o tres años estaban en juego. El propio Manuel Gómez Morin llamaba “brega de eternidad” al empeño de seguir compitiendo en las urnas con el PRI. Me impresionó esa tenacidad. En el PAN no eran liberales –menos aún en temas religiosos, sociales, morales–, pero sí eran demócratas. Al revés de don Daniel, que era liberal, pero no demócrata. Yo quería ser ambas cosas. Creía que eran inseparables. Lo creo aún.
Es curioso que un sector de la derecha católica mexicana estuviera comprometido con la defensa de la democracia y, sin embargo, la izquierda no, que tuviera que incitarse una polémica en los años ochenta para que el debate la movilizara.
En ese primer lustro de los ochenta, Vuelta publicó dos extraordinarios ensayos de Zaid que levantaron una vivísima polémica. El primero de ellos, en julio de 1981, era “Colegas enemigos: Una lectura de la tragedia salvadoreña”. Fue traducido a varios idiomas y provocó una reacción mundial. El segundo, de febrero de 1985, se tituló: “Nicaragua: el enigma de las elecciones”. Zaid desnudó con hechos ambos procesos supuestamente revolucionarios y demostró que ocurrían dentro de la élite universitaria radicalizada de esos países. No eran rebeliones campesinas, ni revoluciones obreras, ni nada que se le pareciera: eran guerrillas universitarias. Son aplicaciones implacables del marxismo a los marxistas. Dejaron al descubierto sus intereses materiales, sus rencillas internas, sus delirios ideológicos. La salida que Zaid proponía en ambos casos era la democracia, la celebración de elecciones libres. Estos trabajos y otros ensayos de Paz provocaron que la izquierda mexicana en bloque entablara una campaña atroz de ataques contra Vuelta, contra Paz y contra Zaid.
¿En qué consistieron esos ataques?
No valdría la pena recordarlos si no fuera porque esa actitud inquisitorial de un sector de la izquierda nunca cambió realmente. A Zaid le llovieron ataques, lo tacharon de agente de la CIA. Quemaron pancartas con la efigie de Paz frente a su casa con la consigna de “¡Reagan rapaz, tu amigo es Octavio Paz!”
Pero otro sector de la izquierda despertó finalmente a la necesidad de la democracia, ¿no es así?
Es verdad. En ese despertar hubo desde luego otros factores, como el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Aquí intervino un fenómeno generacional. Los hermanos menores de los estudiantes del 68, los nacidos entre 1950 y 1965 que por su edad no pudieron participar en el movimiento, vieron en esa tragedia natural la urgencia de participar en apoyo de la gente. Nació la sociedad civil. Esa democracia desde abajo, participativa, espontánea –no electoral, no formal–, prendió luego en organizaciones sindicales universitarias. Ese vector fue importante en la construcción democrática. No es casual que los artífices del Instituto Federal Electoral en la segunda mitad de los noventa hayan sido líderes estudiantiles en los años ochenta. Pienso en José Woldenberg, quizás el más destacado.
Las elecciones de 1988 fueron un parteaguas en la batalla democrática.
Absolutamente. El secretario de Gobernación Manuel Bartlett suspendió el recuento de votos argumentando una “caída del sistema”. Surgieron serias dudas acerca de si Salinas de Gortari había vencido a Cuauhtémoc Cárdenas. Paz negaba que hubiera habido fraude. Zaid sostenía que sí lo hubo, pero recomendaba que Salinas tomara posesión, porque de no ser así el país podía precipitarse en algo inmanejable. Yo invoqué las memorias de Tocqueville sobre la Revolución de 1848 porque ofrecían caminos para la transición definitiva a la democracia. Cárdenas contribuyó decisivamente a ella al rehusarse en 1988 a incitar a una revolución y fundar, en vez de ello, el PRD. Por mi parte, dediqué toda la década siguiente a escribir contra el sistema político que se negaba a morir. Mis tribunas en esa batalla fueron Proceso y La Jornada.
¿Qué papel jugó el PAN?
El candidato de PAN era Manuel Clouthier. Fue un amigo muy querido. Tuvo un gesto de verdadero demócrata, saliendo a reclamar la turbiedad las elecciones y respaldando a Cárdenas. Hizo una huelga de hambre para acelerar la transición democrática. Yo lo acompañé de cerca en esos días. Tiempo después, Clouthier murió en un sospechoso accidente automovilístico. Su hijo Manuel sostuvo que fue asesinado, y le creo. El mensaje de Clouthier me quedó grabado: porfiar en la democracia.
Era el año de 1989. Salinas había tomado posesión.
Sí, pero para entonces el tema de la democracia ocupaba ya el centro del debate.
Incidía además, me imagino, el entorno internacional.
Sobrevino la caída del Muro de Berlín. Centroamérica comenzó a experimentar un avance inédito hacia la democracia. Ese proceso coincidió con el que, un lustro antes, habían experimentado Argentina, Brasil y Chile, que se liberó del dictador Pinochet. México se estaba quedando solo. Ya no podía fingir que era una democracia sui generis. ~