Enemigos íntimos
Era en los noventa en Nueva York. Pasaba por Columbia un ilustre intelectual latinoamericano: marxista, como corresponde, y con doctorado de una Ivy League, como también corresponde. Aunque predecible, su charla fue interesante, efectiva en despedazar al neoliberalismo y el capitalismo salvaje. El problema central de América Latina era el consenso de Washington, concluía, sin pronunciar ni media palabra sobre el colapso en curso de los socialismos realmente existentes.
Al terminar las preguntas de rigor, anochecía en aquel octubre neoyorquino. Nuestro visitante estaba ansioso por dejar la universidad cuanto antes. Así me lo confiesa, en secreto, admitiendo el crimen por cometer: evadir el ritual del interminable follow-up en el pasillo, el ascensor y la vereda a la salida. Viejos conocidos, me sugiere partir raudamente con alguna excusa. Propone pedir comida china por teléfono y cenar en mi departamento, allí a tres cuadras, para charlar tranquilos. Parecía un gesto especial, como lo sería para cualquier estudiante, siempre viviendo de esos gestos.
“¿Tienes televisión?”, preguntó en el camino a mi casa. “Sí, claro, pero MacNeil/Lehrer ya terminó”, respondí en obligada referencia al legendario programa de noticias de PBS, la televisión pública. La pregunta me había sorprendido y ni que hablar del gesto en cuestión. ¿Por qué otra razón que no fueran las noticias querría un intelectual marxista latinoamericano mirar la televisión gringa? “Ya sé a qué hora termina MacNeil/Lehrer”, dijo rápidamente, por si acaso hubiera sido tomado por ignorante, y siguió: “Te lo preguntaba por el béisbol. Están jugando la World Series, la gran final de las ligas mayores. Si estás de acuerdo, podríamos cenar mientras lo miramos en la televisión”. Así lo hicimos.
Terminada la cena, y mientras el juego continuaba, mi curiosidad pudo más. “No te imaginaba fanático del béisbol. ¿Es producto de tus años de estudiante en Estados Unidos?” “No, para nada, en realidad no me gusta el béisbol”, fue su lacónica respuesta, dicha como si fuera una obviedad que yo debería haber sabido. “Lo miro por otro motivo”, agregó, haciendo una pausa para acomodar el tabaco en su pipa y generando un adecuado nivel de intriga. “Lo miro porque sé que Fidel está mirando. En este momento, Fidel y yo estamos haciendo lo mismo y eso me causa un enorme placer”.
La anécdota tal vez sirva como definición de una buena parte de la izquierda latinoamericana; indicativa, además, de que la crítica de Krushchev al culto a la personalidad jamás llego a Cuba ni a la “marxología” de la región. Con partes iguales de mito y de historia, la épica revolucionaria convocó a esos intelectuales a una incesante peregrinación al pie de la Sierra Maestra, a esperar el descenso de aquel hombre nuevo. Un romanticismo utópico, que siempre lo es, pero de difícil digestión en este caso: ¿qué humanismo socialista podría surgir de un régimen, primero, personalista y, luego, dinástico? Pero allí estaba mi amigo marxista, mirando el béisbol de los yanquis junto a Fidel.
El fin del embargo—ya sea en la legislación, que quizás suceda, o en la narrativa política, que ya ocurrió—vuelve a arrojar esa pregunta en la cara de aquella intelectualidad marxista latinoamericana, pregunta que, incapaces de responder, continúan ignorando. Solo les queda el silencio, al que recurren cuando un artista o un periodista es reprimido y encarcelado por querer hablar frente a un micrófono, como sucedió unos pocos días atrás en La Habana con el proyecto #YoTambiénExijo organizado por Tania Bruguera. .
Pero, además, aquella anécdota de los noventa también captura el significado histórico de esa íntima relación, en tanto el béisbol como constitutivo de la propia identidad de la nación cubana. Desde la resistencia al poder colonial, la independencia y la guerra hispano americana, hasta los gloriosos pitches del Duque Hernández—pelotero rescatado de una balsa en el Caribe que ganó tres campeonatos con los Yankees de Nueva York —el béisbol es leyenda compartida, tanto como un legado de los gringos. Esa historia ilustra el derecho a jugar ese juego y a jugarlo donde uno quiera. La intimidad de mi huésped con Fidel es imaginaria y tal vez superflua, pero sugestiva. En realidad, la intimidad que evoca es la de Cuba con Estados Unidos.
El béisbol es metáfora de esa intimidad. Para los que miran el hemisferio de abajo hacia arriba, América Latina es “muy” diferente a Estados Unidos. Cuando se pasa de 220 a 110 volts empiezan los parecidos, dependiendo de si hay que viajar con transformador o sin él, no mucho más. Es una mirada distorsionada, obviamente, que se desvanece si uno entiende el significado del béisbol, esa gramática peculiar que hace a Estados Unidos un país más influyente, y en muchos otros sentidos, que como lo cuentan los anti imperialistas. Claro que hubo Marines en el Caribe, tanto como lanzadores y bateadores. Y resulta paradójico que Cuba, el gran enemigo, tal vez sea el más cercano al original entre todos esos “países peloteros”, y con perdón de los dominicanos, los venezolanos, los panameños y todos los demás.
Recientemente, y aún antes del anuncio de reanudación de las relaciones diplomáticas, se sabía de la incesante cooperación entre ambas naciones en temas de inmigración, agricultura y programas de ayuda sanitaria internacional, entre otros. Los documentos desclasificados, el trabajo de historiadores y periodistas, y los testimonios de los propios participantes, además, muestran que pocas veces en este medio siglo Estados Unidos y Cuba no han estado en permanente y estrecha comunicación. Curiosamente, una vez despejado el problema de los misiles soviéticos, el propio John F. Kennedy se encaminaba a restablecer relaciones diplomáticas en un eventual segundo período.
La anomalía a explicar entonces, para académicos, periodistas y protagonistas por igual, no es el restablecimiento de las relaciones sino la demora de este medio siglo y, es de esperar, que sea con argumentos más sofisticados que el tan gastado “por los cubanos de Miami”. Estos enemigos íntimos en definitiva confirman al gran Jorge Luis Borges, cuando aconsejaba tener cuidado al elegir a los enemigos porque uno termina pareciéndose a ellos. Solo que en este caso podría decirse al revés, algo así como: “Hay que tener cuidado con enemistarse con quienes son parecidos a uno porque la enemistad no necesariamente los hace diferentes”. Ello, se podría agregar, sobre todo si uno permanece encadenado a su historia…o al béisbol.