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Enrique Krauze: Una cena con López Obrador

 

“Hemos sido injustos contigo”, me dijo Andrés Manuel López Obrador. Llevábamos al menos seis años de no vernos. “Tú eres un liberal, un demócrata, defendiste el voto en Chihuahua, te opusiste a Salinas. Y nunca olvidaré que me defendiste públicamente cuando dijeron que me parecía a Hitler.” Aquella declaración privada, que agradecí, ocurrió en marzo de 2012, en una cena a la que nos convocó Alfonso Romo junto con Ramón Alberto Garza, gran periodista y viejo amigo. La reunión fue cordial y respetuosa. La evoco en público porque tuvo un carácter político. Pareció el embrión de una posible convivencia democrática entre López Obrador y sus críticos.

El antecedente inmediato fue una entrevista que concedí a principios de diciembre de 2011 a Sergio Aguayo en Canal 11. En ella había reconocido –como lo he hecho siempre– la “gran vocación social” de López Obrador y la validez de su “diagnóstico sobre la necesidad de un cambio profundo en México”. Pero agregué que “volver a los paradigmas de la Revolución mexicana en tiempos cardenistas” era una “medicina” que no funcionaba en el mundo global. “Quiero oírlo hablar del futuro, no del pasado”, agregué. “Voy a ver si el hombre que aparecerá en público, en sus mensajes, en los debates, sigue siendo un hombre dogmático […] un hombre que tiene un culto de su propia personalidad y lo promueve.” Si cambiaba esa actitud, si repensaba su programa y se abría “a que todos somos mexicanos, aunque pensemos distinto –concluí–, consideraré seriamente darle mi voto”. El video, disponible en YouTube, puede encontrarse con el título: “Enrique Krauze dice que podría votar por AMLO”.

 

A los pocos días, entrevistado por W Radio, López Obrador usó en referencia a mí la palabra “generoso” y comentó: “intentaremos convencerlo en estos meses”.

Nos saludamos con un abrazo. Le di un ejemplar de mi libro Redentores, que aceptó con una sonrisa (creo que en mi dedicatoria escribí que la reforma era preferible a la redención). Ya en la cena entramos en materia. Aludí inmediatamente a mi ensayo “El mesías tropical”: “Sabía que alguna vez hablaríamos de esto. Y que, frente a frente, te podría decir que lo publiqué un mes antes de las elecciones, estando plenamente convencido de tu triunfo. Así que no fue ‘hacer leña del árbol caído’, como alguien me reclamó.” Me contestó que había leído otro texto mío publicado ese mismo año en el Washington Post. En él citaba yo, con extrañeza, unas declaraciones suyas en las que se identificaba con Jesucristo. “Yo hasta estuve de acuerdo con lo que decías”, me dijo, implicando –según entendí– que esa identificación con quien había sufrido la persecución de los ricos y poderosos le seguía pareciendo válida. Para mí, la admisión confirmaba las tesis de mi ensayo: el mesianismo es un fenómeno central en la religión, pero no debe serlo en la política.

AMLO mencionó la división en las preferencias electorales (“el país está partido en tres”) y recordó el apoyo de Vargas Llosa a Humala. La equiparación era más que excesiva, pero en todo caso le recordé que Humala había viajado a Madrid para hablar con el novelista, quien lo había convencido de apartarse del proyecto populista de Hugo Chávez y mantener el rumbo económico gracias al cual Perú crecía de manera impresionante. Eso mismo –le dije– podía hacerse en México, sin detrimento de la urgente ampliación de los programas sociales y el combate a la corrupción. Le recordé que, lejos del neoliberalismo y el estatismo populista, existe una tercera vía (la propuesta por Gabriel Zaid, a quien respeta) para combatir la pobreza. Era importante explorarla. Él aceptó. Quedamos en seguir hablando.

No hubo un nuevo encuentro. Aunque no me pronuncié por ningún candidato, tampoco creí en la “república amorosa”. Esperaba de AMLO algo más terrenal: que la prédica de polarización, tan característica de su estilo personal, pudiera convertirse en tolerancia, en disposición a escuchar, en respeto genuino por la crítica, en rechazo a todas las expresiones de violencia. Esperé en vano.

Han pasado seis años y, para mi pesar, siento que el retrato que hice de él en “El mesías tropical” solo se ha confirmado con el paso del tiempo. Si, como todo indica, triunfa en los comicios del 1 de julio, seré el primero en reconocer el carácter democrático de su victoria y en desearle que la legítima aplicación de su programa de gobierno alcance el éxito, por bien de todos los mexicanos. Pero de igual modo advertiré sobre los peligros del poder absoluto concentrado en la presidencia y los riesgos que esa concentración implica para el orden legal e institucional. Sobre todo, señalaré la amenaza que esa regresión al poder absoluto –encarnado en una persona de naturaleza imperiosa e intolerante– podría representar para las libertades, en particular para la libertad de expresión.

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