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Entre el amigo Pedro y el presidente Sánchez

El líder socialista empatiza con la causa de Juan Guaidó y Leopoldo López desde el año 2015. Pero ni la presión de Podemos ni su llegada a presidente del Gobierno justifican su actual incomodidad ante la toma de decisiones contrarias a Maduro.

Hay una explicación con nombre propio: el papel de Zapatero.

«Si hasta Pedro Sánchez lo ha llamado tirano». En boca de una joven manifestante contra el agonizante Maduro, la frase me impresionó. Venía a constatar la percepción que sobre el papel de España y su Gobierno está dejando la crisis venezolana: incomodidad, pusilanimidad, ausencia de convicción cuando no una cierta complicidad, pura blandenguería. Y todo sin motivo aparente. Porque si hay un líder político en ejercicio en todo el mundo -sí, en todo el mundo- que tiene un historial de amistad y colaboración con el equipo de Juan Guaidó, ése es Pedro Sánchez.

La noche del 15 de marzo de 2016, Sánchez reservó la cueva del Válgame Dios, un restaurante del barrio de Justicia de Madrid al que acudía con frecuencia con sus colaboradores. Pero aquella noche era especial. Sus invitados eran dos de los protagonistas de un emocionante y multitudinario acto celebrado en el Palacio de Correos: la presentación del libro de Leopoldo López «Preso pero libre. Notas desde la cárcel». La entrada en el restaurante de Felipe González y Lilian Tintori causó un revuelo. Saludos efusivos: ¡Enhorabuena, Lilian, valiente, te vi esta mañana en Ana Rosa!; ¡muy bien, presidente, muy bien! Una fotografía inédita da testimonio de un ambiente no sólo distendido: amical, excelente. En medio, Tintori y Sánchez, abrazados, sonrientes; a los lados, Begoña Fernández, Felipe González y tres de los más fieles colaboradores entonces de Leopoldo López y ahora de Guaidó: Freddy Guevara, Isadora Zubillaga y Carlos Vecchio. Este último es hoy el encargado de negocios de Venezuela en Estados Unidos. Cualquiera podría replicar que una foto sólo revela un instante de amistad, y ni siquiera. Sí, pero no es el caso. Sánchez y Tintori ya se conocían bien. Y, lo más relevante, Sánchez ya se había destacado por su compromiso público con la causa de la democracia venezolana. Y cuando digo destacado es destacado.

Hay que ver la rueda de prensa que Sánchez dio junto a Tintori a las puertas del Congreso el 17 de septiembre de 2015. Parecía un cruce entre Almagro y Aznar. Acusó a Maduro de «la destrucción de las libertades democráticas». Utilizó el verbo «exigir» en referencia a la liberación de los presos políticos y la convocatoria de elecciones libres, y el sustantivo «régimen» para descalificar al Gobierno de Maduro, «porque hay que llamarlo así, régimen». Y, viniéndose arriba, llamó «miserable» a Monedero por comparar al preso López con los terroristas de ETA. «Siempre», sentenció, «en el presente y en el futuro estaré defendiendo la libertad de Venezuela». Y con las palabras vinieron los hechos. En diciembre de 2015, envió una delegación de senadores socialistas como observadores a las decisivas elecciones legislativas que darían una mayoría a la oposición. Al año siguiente, un detalle desconocido, intercedió para que el entonces primer ministro Manuel Valls recibiera a Tintori en París, lo que dio lugar al primer pronunciamiento francés contra la dictadura chavista. Y en verano de 2017, en una reunión de la Internacional Socialista en Nueva York, denunció las maniobras de Maduro para sustituir la Asamblea Nacional por un ‘fake’ de fieles. Tanto apreciaba la oposición venezolana la labor de Sánchez que, en un viaje de Tintori a Madrid que coincidió con su caída en desgracia y expulsión de la secretaría general del PSOE, ella insistió en verle contra el consejo de sus asesores: «Es nuestro amigo».

Aquí otro cualquiera podría invocar la célebre teoría Calvo sobre la esquizofrenia presidencial: «Ése era Pedro, líder de la oposición; Sánchez ha rozado la traición». Pero tampoco sería verdad. El Gobierno contribuyó: a la ampliación de las sanciones a Maduro y sus secuaces; a la aprobación de una contundente resolución de la ONU condenando la represión y la devastación humanitaria en Venezuela; e incluso a la liberación de Lorent Saleh. Desde que es presidente, Sánchez ha seguido en contacto no sólo con Tintori, sino directamente con Leopoldo López. Animándoles, dándoles su apoyo. Evidentemente, todo esto resulta escasísimo y tardío frente a la catástrofe que sufre Venezuela. Sobre todo para quienes consideramos que, respecto a América Latina, España es más que Francia o Alemania: la especial relación conlleva una especial responsabilidad. Pero eso vale para todos los gobiernos españoles. Más allá de profesar su admiración por Tintori, a la que por cierto tardó en recibir en Moncloa –«en Génova es más aséptico»-, ¿cuánto hizo Mariano Rajoy por la libertad de Venezuela? ¿Lideró a los europeos? ¿Presionó a Obama? ¿Apretó a Cuba? ¿Y qué hicieron EEUU, Colombia y Brasil hasta que llegaron Trump, Duque y Bolsonaro? El caso de Sánchez plantea una cuestión interesante: ¿Por qué ha vendido tan mal lo que no ha hecho tanto peor que otros?

La explicación más elemental hace referencia a la influencia de Podemos sobre la mayoría gubernamental. El Gobierno nacido de la moción de censura habría mantenido un vergonzoso perfil bajo sobre Venezuela para no irritar a sus socios chavistas. Pero no es convincente. No es que el scout Errejón haya borrado sus tuits. Es que hasta el alfa, ahora beta, Iglesias reniega de su pasado para no perder el poco futuro que le queda. Otra explicación, la oficial, es que todos los movimientos de Sánchez han estado supeditados a un objetivo noble y necesario: el consenso europeo. Muy bonito, pero eso tampoco acaba de explicar su manifiesta incomodidad personal, incluso a la hora de hacer públicas las decisiones adoptadas por consenso. Siempre cabizbajo, como arrastrado. Qué diferencia, por ejemplo, con el mayestático Macron. O con el Reino Unido, que en plena ciclogénesis del Brexit se las ha ingeniado para exhibir ante Venezuela su legendario liderazgo en la lucha por la libertad. Tiene que haber, por tanto, otra causa. ¿La pura incompetencia? No es descartable. A menudo la ausencia de escrúpulos se confunde con la sagacidad. Sánchez no es un político inteligente ni un político grande. Más bien lo contrario. Y, sin embargo, hay en este asunto venezolano una clave añadida, que a su vez revela una categoría. La llamaremos «la política ad hominem» y ha jugado un papel nefasto.

La política ad hominem es aquella que no se pregunta sobre una causa si es justa, sino quién la defiende. Empecemos por el ejemplo más obvio: Europa. Titular de ayer en la web de ‘El País’: «Un amplio bloque europeo reconoce a Guaidó pero sin alinearse con Trump». Ah, si el que hubiera dicho basta a la tiranía chavista, basta al hambre, la represión y la diáspora, hubiera sido el guapo, elegante, felino, tan… diferente Obama. Pero ha sido Trump. La Bestia teñida. Para la Europa chic, todavía sesentera y antiamericana, no es una paradoja fácil de digerir. Máxime cuando la Bestia está dispuesto a ir a la guerra… psicológica. Porque eso son los apuntes de Bolton sobre los 5.000 soldados en la frontera colombiana, su tuit sobre las playas y Guantánamo, y el nombramiento del duro Elliott Abrams como enviado especial para Venezuela: amenazas no tanto reales como creíbles. Y como tales, de una pacífica eficacia.

Y ahora, lo esencial. Personas que conocen bien a Sánchez, que han tratado directamente con él la crisis venezolana, coinciden en la influencia que sobre su actitud en público ha tenido una persona: «Zapatero es el agujero negro del Gobierno; el que lo ha empantanado todo, el talón de Aquiles de Sánchez». En privado, Sánchez y sus asesores de Moncloa comparten, al detalle, la posición de máxima firmeza frente al régimen de Maduro expresada desde hace años por Felipe González. Sin embargo, esa postura se ha visto sistemáticamente matizada, pervertida y hasta contrarrestada por la sombra del segundo presidente socialista. Un hombre denostado por la opinión pública española y venezolana, pero que retiene influencia sobre las diezmadas filas socialistas. La prueba es un insólito manifiesto publicado el 14 de febrero de 2018 bajo el título «En defensa de Zapatero y su papel de mediación en Venezuela». El texto no va dirigido contra el PP, Ciudadanos o la oposición venezolana, que acababa de levantarse de la enésima mesa de diálogo, esta vez en República Dominicana, asqueada por la complicidad de Zapatero con Maduro. Va dirigido contra el diario ‘El País’ de Antonio Caño y Juan Luis Cebrián. Y por tanto contra Felipe González. Es decir, contra los poderes fácticos del PSOE hostiles, a la vez, al sanchismo y el zapaterismo. El manifiesto, pésimamente escrito, es un cúmulo de mentiras e inmoralidades:

– «Zapatero ha realizado un enorme esfuerzo personal, con más de 30 viajes transatlánticos a sus espaldas y una ingente cantidad de gestiones desde España, muchas de ellas para promover hasta el límite de sus posibilidades la liberación de Leopoldo López».

¿Desde cuándo el mal es vago? Y, no, López no fue liberado. Sigue en severo arresto domiciliario: lleva un grillete electrónico en el tobillo y cinco funcionarios del Sebin guardan la puerta de su casa.

«Zapatero es un demócrata, un buen demócrata.»

Bueno es a demócrata como orgánica a democracia.

«Zapatero fue el primero que desgubernamentalizó la radiotelevisión pública».

A cada patraña, su palabro.

«No se puede ignorar que en Venezuela existe una clara polarización ideológica y social que amenaza con derivar en un conflicto civil».

Sí se puede, y se debe, porque es falso. Según todos los sondeos, el 90% de la población venezolana quiere, ansía, el fin del régimen de Maduro.

«Estamos seguros de que la principal motivación de Zapatero ha sido la de contribuir a evitarlo (el conflicto civil).»

¿Seguros? ¿Y cuál sería la secundaria?

«La principal responsabilidad no reside, en todo caso, en los facilitadores sino en los propios venezolanos: por supuesto en el Gobierno, pero también en la oposición y en sus diversos lideres.»

Ese abyecto reparto de culpas. Es decir, esa exoneración del tirano.

El manifiesto tiene más de 200 firmantes. Por supuesto, está toda la milagrosa corte de Zapatero: de Pajín a Trujillo, pasando por Moratinos. También grandes luces de la izquierda intello como Ignacio Sánchez Cuenca o Luis García Montero. Es transversal en lo territorial: de José Bono a José Montilla. Y también en lo empresarial: por un lado figura el tándem sindical Toxo-Méndez; por otro, Antonio Catalán, el mejor amigo de Zapatero y un hombre con importantes intereses en Cuba y Venezuela. El frente institucional está cubierto por la ahora presidenta del Consejo de Estado, María Teresa Fernández de la Vega. Y la continuidad entre el zapaterismo y el sanchismo la encarnan Carmen Calvo y el secretario de Estado para Iberoamérica, Juan Pablo de La Iglesia. El hombre que, el pasado mes de julio, en una cena en Madrid en honor al nuevo presidente de Colombia, me acusó de «provocar un derramamiento de sangre» en Venezuela por decir que el diálogo es oxígeno para la dictadura.

Bien. ¿Cuántos de los abajofirmantes conocían a fondo la situación de Venezuela?¿Cuántos sabían de las maniobras de Zapatero para dividir a la oposición y perpetuar a la dictadura? Les dio igual. Lo defendieron. Y lo seguirán defendiendo. Esto es la política ad hominem. Y desde el minuto uno ha dejado su huella sobre el actual Gobierno, que nació no sólo de una moción de censura a Rajoy sino también de un desgarro interno del PSOE. Este funambulismo quedó en evidencia en una de las primeras declaraciones sobre Venezuela del flamante ministro Borrell: «El señor Zapatero está haciendo una labor de mediación a título estrictamente personal y no representa al Gobierno español, como tampoco lo representa el señor González». El socialismo, atrapado en su propia auto-equidistancia, en una posición que rara vez da rédito político y jamás crédito moral. Y que sólo ha servido para consolidar la percepción que muchos españoles ya tenían sobre Sánchez. Para indignación del propio Sánchez. En mensajes telefónicos a personas cercanas a Guaidó, el presidente se ha quejado de que los partidos de la oposición en España lo «maltratan» ante su pasividad: «sabéis todo lo que he hecho y hago por vosotros y nadie me defiende».

Albert Rivera, por ejemplo. Conoció a Leopoldo López y su equipo mucho después que Sánchez. Cuando el líder de Cs viajó por primera vez a Caracas en mayo de 2016, Sánchez hacía mucho que había llamado «dictador» a Maduro y «miserable» a Monedero. Sin embargo, sus críticas -adornadas en las redes sociales con una vieja foto suya con Guaidó- han calado entre los ciudadanos. Lo mismo vale para los reproches de Pablo Casado, que acaba de estrenarse como líder de la oposición. Uno y otro han aprovechado los titubeos tácticos de Sánchez y el contexto español. Si Sánchez es un vendepatrias, ¿cómo no va a ser un vendevenezuelas? ¿Y qué valor tiene que llame tirano a Maduro si a Torra lo llamaba Le Pen y ahora negocia con él? ¡Y con un mediador!

El diálogo, ese vicio. Mañana empiezan en Montevideo las reuniones del llamado Grupo de Contacto. La iniciativa fue propuesta en su día por Sánchez para relanzar las negociaciones entre Maduro y la oposición y ahora, tras el reconocimiento internacional a Guaidó, tiene aún menos sentido. Guaidó, siempre tan educado, ha dado las gracias a Europa por la idea, pero ha dicho que su Gobierno no tiene intención de acudir. Y menos a Uruguay, claro, de la residual minoría madurista, aunque esto sólo lo ha pensado. Lo único que cualquiera puede negociar sobre Venezuela es a qué rincón del mundo se deporta al tirano y qué día votan los venezolanos en libertad. Lo estoy viendo: otro manifiesto socialista exigiendo que ambas cláusulas las decida Zapatero.

 

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