Entre gallos y medianoche
Ser transparente no es una cualidad de la que se precie una dictadura. Lo contrario –el ocultamiento, la oscuridad, el engaño, la sinuosidad- es más bien lo que caracteriza a un régimen que tiene a la libertad y el pluralismo como sus enemigos más directos.
Un político demócrata, en cambio, debe ser lo contrario. Una palabra que puede usarse para definir los métodos de acción política de los demócratas es la transparencia. Y, como la mujer del César, el dirigente democrático no solo debe ser transparente, sino que debe parecerlo. En todo momento.
La transparencia no es un lujo, es una obligación. Gracias a ella, los ciudadanos podemos controlar mejor las acciones de nuestros representantes y gobernantes. Por ello, crece cada día el número de gobiernos democráticos que experimentan con iniciativas en transparencia, lo que algunos llaman un “gobierno abierto”. Esto implica una serie de medidas, como el más fácil acceso a información gubernamental, la producción de legislación relacionada con la libertad de información, y toda una serie de intentos en lograr una mayor participación ciudadana en algunas tomas de decisiones.
Gracias a las políticas de transparencia se puede combatir mejor la corrupción. Y algunas medidas al respecto no son precisamente recientes: en Suecia el derecho al acceso público de documentos oficiales está garantizado por ley desde 1766.
La transparencia va necesariamente unida a la responsabilidad (accountability) de los actores públicos por sus actos. No puede haber una sin la otra. Ambas se refuerzan. Juntas, permiten que los ciudadanos sean oídos en aquellos temas públicos que los afectan y evalúen más o menos correctamente la actuación de los políticos.
Cuando se lucha desde playas opositoras, no es forzoso solamente exigirle transparencia al gobierno, sino que la oposición, si quiere ganar en legitimidad, debe actuar de acuerdo con una ética muy específica, respetuosa de los reglamentos internos partidarios, de los acuerdos de coalición, y de las leyes nacionales.
Un caso que ocurrió en este año que finaliza, terrible en sus consecuencias para el partido político y para el sistema político general, es el del señor Pedro Sánchez en España, quien tuviera que dimitir luego de una semana donde mostró todas las características de un aspirante a caudillo autoritario, llevando al diario español El País, ciertamente vinculado ideológicamente con el pensamiento socialista, a pedir primero su renuncia y luego incluso su destitución.
Detrás del asunto, donde la transparencia es inexistente, se esconden luchas intestinas por el poder, camufladas con argumentos como la defensa de “los militantes del partido” (Pedro Sánchez) o de “los votantes del partido” (Susana Díaz, baronesa andaluza, y posible futura secretaria general del PSOE). La realidad en la política de hoy es por desgracia más compleja.
˘Qué es más importante entonces para un partido político hoy, sus militantes o sus votantes?
Un querido amigo, Gustavo Méndez, con quien converso siempre de estos temas, me envió su opinión por escrito, con la que estoy de acuerdo: “Un partido político no es ni de sus militantes ni de sus votantes. Es de sus dirigentes. La relación de pertenencia cambió desde que los intereses de los ciudadanos se hicieron tan variados que el estrecho molde del ‘policlasismo’ ya no podía contenerlos y satisfacerlos; siendo que el ‘poli’ intentó sustituir a los sectores sociales más concretos: ‘partidos campesinos’, ‘burgueses’ o ‘proletarios’ que existían al surgimiento de la sociedad moderna, en el siglo XIX.
En tanto no representa ningún interés específicamente colectivo (porque no puede) el partido político actual termina siendo instrumento –y vocero, por supuesto– de los intereses individuales de quienes están a cargo. Es una consecuencia lógica (necesaria) de la representatividad, pues los intereses propios de los representantes comienzan hibridándose con los de los representados para terminar sustituyéndolos.
No me pides soluciones sino opinión sobre la residencia del problema: el PSOE era de Pedro Sánchez y ahora será posiblemente de Susana Díaz, por virtud de la delegación de la voluntad colectiva, impropiamente formulada.”
Otro ejemplo similar de poder ciudadano secuestrado detrás de luchas palaciegas por el poder ha sido el mexicano. El actual presidente, Enrique Peña Nieto, llegó al poder con un currículo impresionante. Joven, con estudios en prestigiosas universidades norteamericanas, promete “refundar” al viejo partido de la revolución mexicana, el PRI. Pues hizo lo contrario. Lo está hundiendo, sumido en corruptelas, incluso familiares, con un sentido de la estrategia al menos inusitado –recuérdese su invitación a Donald Trump, la torta de las tortas-.
Un caso muy especial lo representan Nicolás Maduro y demás oficiantes del chavismo, porque estas líneas quieren hacer referencia fundamental a seres humanos; con fallas, con terribles carencias y defectos, pero seres humanos a fin de cuentas. Maduro y demás dirigentes de la presente dictadura venezolana han dado muestras de sobra de desprecio profundo por su compatriotas. Lo suficiente para que podamos calificarlos de inhumanos. El rasero con ellos es otro; hablar entonces de problemas de «transparencia» del actual régimen venezolano es tocar apenas la superficie de la tragedia que vive el país.
Los anteriores -especialmente los venezolanos- son artistas en la actuación difusa, artera y a escondidas, “entre gallos y medianoche”.
Buena parte de la dirigencia política del siglo XXI, la actual, que sin duda alguna posee credenciales curriculares inmejorables, carece al parecer –el asunto merece una reflexión más amplia- de disciplina de estudio y revisión constante de la historia –esencial en todo dirigente político- y de un bien calibrado compás ético que la cobije y proteja de las tentaciones caudillistas, del siempre traidor voluntarismo, de confundir los intereses colectivos con las ambiciones propias.
Estar apegados a la constitución, como lo ha estado la MUD, no es solo un hecho jurídico-político; implica asimismo, desde el punto de vista de la ética política, que a la gente hay que hablarle con claridad. Sin medias tintas. Y por supuesto sin segundas agendas, ni posturas sospechosas u oportunistas. Ojalá el nuevo año nos muestre renovados esfuerzos al respecto.
Esta es la última nota del 2016, año lleno de muchas sorpresas y convulsiones. Aprovecho la oportunidad, a nombre de América 2.1, para desearles a todos nuestros lectores no solo una navidad en tranquilidad y paz, sino los mayores logros posibles y deseables en el año que se anuncia.