Filósofa experta en fenomenología, alumna de Edmund Husserl, teórica pionera de la empatía, teóloga, Edith Stein (Breslavia, 1891 – Auschwitz, 1942) es sobre todo célebre por su conversión al catolicismo, su santificación y su muerte en el Holocausto. En Edith Stein. Judía, filósofa, santa (Taurus, 2025), la historiadora argentina Irene Chikiar Bauer explora minuciosamente la biografía y el pensamiento de una filósofa que dedicó su vida a la búsqueda del sentido.
Edith Stein nace en un mundo de judíos asimilados, que van dejando atrás la religión y el shtetl y van obteniendo cada vez más derechos.
Era como si se hubieran estado preparando durante milenios para ingresar de pleno en la vida secular y en las universidades. Tras una generación de judíos asimilados, que a veces eran banqueros o comerciantes, llegan sus hijos: Freud, Einstein, Kafka, una larga lista de poetas, y también Hannah Arendt y Edith Stein. Todos ellos se sienten totalmente consustanciados con la cultura alemana. Se adscriben por completo al ideal de la Bildung y creen que los derechos que todavía no se les han concedido se les van a acabar dando. Creen que va a ser un proceso progresivo, y Edith Stein es un ejemplo de esa esperanza hasta el último momento. Lo que ocurre es que los derechos que no se les conceden de pronto se les empiezan a quitar. Parecería que cada vez que se quitan derechos –y podemos pensar en lo que eso implica para nuestra época también– se van quitando de a poco. Y de pronto se baja la cortina y se quitan todos. Es gente que se sentía totalmente identificada con la cultura prusiana, primero, y alemana, después. Yo hago una comparación entre Edith Stein y Hannah Arendt, porque a las dos se les puede aplicar lo que se dice acerca de la lengua materna. Lo que las sigue conectando con esa cultura, y Arendt lo dice, es la lengua alemana. La diferencia es que Edith Stein no sobrevive y Hannah Arendt sí. Stein también está siempre reconociendo lo que ese Estado le ha dado. Otro ejemplo muy importante de esa generación es Walther Rathenau, hijo de un gran industrial, que tuvo cargos políticos y fue asesinado. Es muy interesante lo que dice, y cito: “Yo no conozco ninguna otra sangre que no sea la alemana, ninguna otra raza, ningún otro pueblo más que el alemán. Si se me expulsara de mi tierra alemana, continuaría siendo alemán y nada cambiaría… Mis ancestros y yo mismo nos nutrimos de la tierra alemana y del espíritu alemán… y jamás tuvimos un pensamiento que no fuera para Alemania y de Alemania.” Además, muchos de ellos fueron héroes de la Primera Guerra Mundial. Para ellos fue un cimbronazo [la persecución nazi].
Stein era muy defensora del prusianismo, del Imperio Alemán. Y ni siquiera las injusticias que veía a su alrededor (antes del nazismo), como por ejemplo que los profesores judíos en la universidad no pudieran cobrar dinero público, le hicieron cambiar de idea.
Es que durante la Primera Guerra Mundial pasa algo tremendo. Personas como Max Weber, o incluso Thomas Mann, y los amigos de Edith, como Adolf Reinach –el filósofo de quien Husserl decía que explicaba su filosofía mejor que él mismo–, todos ellos se van a la guerra con un espíritu y una convicción que no creo que los jóvenes de ahora tuvieran si les dijeran que tienen que ir a la guerra. Mira cómo lo expresa Marianne Weber: “Es la hora de la desindividualización. El amor ardiente por la Gemeinschaft (comunidad) quiebra los límites del yo. Cada uno se convierte en una sola sangre y un solo cuerpo con los otros, todos unidos en fraternidad, prontos a anular el propio yo en el servicio.” Cito esto para reforzar la idea de que realmente van con una convicción y creen que todo va a mejorar. Es como si estuvieran dando un examen constantemente frente a Alemania. En ese examen hay parciales y un final. En los parciales están sacando un diez todo el tiempo y creen que el resultado final también será de diez, pero eso no sucede.
En esa época Stein tenía una visión de la historia muy hegeliana: la historia tenía un sentido y una dirección. Pero luego la historia le pasa por encima.
Claro, pero de eso se dan cuenta después de la Gran Guerra. Ahí ya no hay vuelta atrás. Volviendo a Hannah Arendt, ella decía: “Para mí, Alemania es la lengua materna, la filosofía y la creación literaria. Todo eso, puedo garantizarlo, y lo debo.” Pero luego matiza y dice: “Yo me debo a mí misma guardar distancia; yo no puedo estar a favor ni en contra cuando leo la magnífica frase de Max Weber que dice que, para el enderezamiento de Alemania, él se asociaría al mismísimo diablo.” Ella puede reflexionar así porque ha sobrevivido. De Edith Stein no tenemos lo que pudo haber pensado después.
Después de la Primera Guerra Mundial, Stein tiene una especie de crisis personal. ¿Cree que ahí se estaban sentando las bases de su conversión al catolicismo?
Era una persona muy brillante como estudiante que, a los quince años, decide dejar de estudiar. Eso es muy interesante, porque le parece que el estudio no le está aportando nada y quiere experimentar la vida. Se va a Hamburgo, a casa de una hermana, y luego vuelve y decide seguir estudiando. Ahí ya ves a alguien que es una buscadora. No es de las que piensa: “Bueno, hay que estudiar, sigo estudiando”, sino que actúa según lo que siente: si siente que no tiene que estudiar, no estudia; si siente que debe volver, vuelve. En esos detalles de la adolescencia vas viendo a una buscadora. Era una gran lectora de Goethe, de Schiller, de la tradición alemana. Lo que más le gustaba en el colegio era la historia y la literatura, y ahí aparece el ideal de la Bildung. Y eso no viene sin esfuerzo.
En la personalidad de Edith Stein, e incluso en su filosofía –en sus libros, conferencias y estudios pedagógicos–, se ve el lugar que le da a la voluntad. Todo lo consigue con mucho esfuerzo y voluntad. Se entrega de esa manera al estudio y a la filosofía cuando descubre que por ahí pasa su vocación. Pero hay un acontecimiento que la marca en su adolescencia. A los quince años, cuando deja los estudios y se muda a Hamburgo, tiene una experiencia que la impresiona mucho. Escribió de ello en 1933: “Había una oveja atada a un poste. Cuando nos acercamos, baló lastimosamente y desde el fondo de sus ojos verdes, claros y transparentes, venía un abismo de angustia mortal e incomprensión que no pude olvidar.” Lo dice (aunque lo rememora años después) una chica de quince años. Y es algo clave y que tiene que ver con lo que desarrollará en su tesis sobre la empatía y la intersubjetividad: ver en los ojos del otro. Y ese otro, además, es un animal. Es conmovedor que ella vea en los ojos de un animal atado “un abismo de angustia mortal”, como si el animal fuera consciente de la muerte. Que esa experiencia sea tan fuerte que vuelva a ella cuando trabaja en sus escritos filosóficos es muy revelador.
En su tesis sobre la empatía hay una cuestión clave, y es la idea de “cuerpo”. En eso se enfrenta a su maestro Edmund Husserl.
Sí, ella defiende la necesidad de un cuerpo para la empatía. Y después desarrollará la fenomenología de la corporalidad. Lo que tenemos que pensar es que la empatía había sido nombrada como categoría, pero nadie había escrito un trabajo a fondo sobre ella. Husserl le dijo que tenía que leer todas las obras de Theodor Lipps para hablar sobre el tema. Ella va a confrontar con Lipps, quien decía que había un “sentir a una” (Einfühlung). Edith dice que no, que eso no es empatía, porque un “sentir a una” sería como un contagio donde nos indiferenciamos. En cambio, en la empatía, el “yo” que empatiza sabe que la experiencia es del otro “yo”, que es quien tiene la vivencia originaria. El “yo” que empatiza puede acceder a ello, pero siempre sabiendo que son dos personas diferentes. Y algo muy importante que dice es que el otro nos completa nuestra visión del mundo, que si no, es parcial.
Fue una buscadora de sentido, pero no de una cosa individual, y eso es importantísimo. Esa búsqueda que trasciende lo individual se ve en su tesis sobre la empatía, y también en su obra Individuo y comunidad y en una investigación sobre el Estado. Ella siempre está hablando del “uno con nosotros”, de las intersubjetividades y de la formación de comunidad.
Cuando escribe sobre la empatía ya se adivina algo de su catolicismo.
Al final de su tesis se pregunta, todavía a nivel teórico porque aún no está en el camino de la conversión, si es posible la empatía con un ser trascendente, con Dios. Ahí se nota que ya está pensando en estos temas religiosos. De hecho, al mismo Husserl le llamaba la atención la cantidad de discípulos suyos del período realista que se convirtieron al catolicismo.
¿Cómo es su relación con Husserl?
Cuando se convierte en su asistente ella queda defraudada. Él era muy desprolijo, pensaba y anotaba en papeles por todos lados con un sistema de taquigrafía muy personal, y ella tuvo que aprenderlo para descifrar esas notas. Armaba un trabajo coherente con todos esos papeles sueltos que Husserl le daba. Pero cuando ella le presentaba el resultado y le planteaba sus dudas, Husserl tardaba mucho en prestarle atención, ya no le daba importancia y pasaba a otra cosa. Eso no era ser un asistente en el sentido de maestro y discípulo trabajando al mismo tiempo. Era un trabajo de secretaria, y ella se desilusiona. Pero es muy importante el trabajo que hace Stein a la hora de recopilar las ideas de Husserl. Y Heidegger, cuando se convierte en el siguiente asistente de Husserl, lo que hace es llevar a la imprenta todo lo que armó Edith Stein.
Hay alguna decepción con Husserl, por ejemplo cuando ella no consigue una plaza en la universidad.
Ella siempre fue de una generosidad enorme con todos: con sus amigos Roman Ingarden y Hans Lipps, a quienes ayudaba a reescribir y pensar sus propias tesis, y también con su maestro Husserl. Lo cuidó cuando enfermó, incluso cuando ya no era su asistente. Nunca lo abandonó, como sí hicieron otros. Las discrepancias surgen porque Husserl, que tanto había luchado para pasar de Privatdozent a catedrático por ser judío, no la ayuda en la medida de lo esperado para que ella obtenga una cátedra.
Si me permites hacer un paralelismo, Freud crea el psicoanálisis, y cuando llega Carl Jung, que no es judío, dice: “Este es mi discípulo”, porque necesitaba mostrar que el psicoanálisis no era “solamente de los judíos”. Yo creo que a Husserl, cuando llega Heidegger, le pasa lo mismo. Piensa: “Este es el discípulo con el que vamos a demostrar que la fenomenología no es una cuestión de judíos”. Y en ambos casos, favorecen a alguien de quien, por distintos motivos, se van a alejar. Jung, porque realmente hace un quiebre con el pensamiento de Freud, y Heidegger porque se adscribe en un principio al nazismo, llegando a ser rector de la universidad en esa época.
La lectura de El libro de la vida, la autobiografía de Teresa de Ávila, es clave en la conversión de Stein.
Recordemos que ella ya se pregunta por la experiencia religiosa en su tesis sobre la empatía: “Yo misma puedo ser increyente y entender, sin embargo, que otro sacrifique por su fe todo lo que posee en bienes terrenos. Veo que él obra así y empatizo una captación de valor, cuyo correlato no me es accesible, como motivo de su obrar, y le adscribo a él un estrato personal que yo mismo no poseo. Así es como obtengo empáticamente el tipo ‘homo religiosus’ que es extraño a mi naturaleza, y lo entiendo, si bien lo que allí me aparece como nuevo ha de quedar irrealizado.” Ya estaba trabajando teóricamente en eso.
Cuando muere Adolf Reinach en la guerra, queda totalmente devastada. Va a ver a su viuda y a su hermana pensando que se va a encontrar con gente resentida, desolada, y en cambio las encuentra con una gran entereza, porque tienen fe. Eso también la conmueve profundamente. El propio Reinach, durante un permiso de la guerra, le había confiado sus papeles y le había dicho que, si sobrevivía, iba a dejar la filosofía tal y como la trabajaba para dedicarse a la filosofía de la religión. Todo esto la conmueve, y ella misma va llegando a esa experiencia religiosa personal. Como era tan exigente, se pone a leerlo todo: teólogos luteranos, católicos… No sabe a dónde va a entrar. Y entonces, en 1921, cae en sus manos la autobiografía de Santa Teresa de Ávila, El libro de la vida.
Ahí hay algo que las conecta desde lo no dicho, porque Teresa de Ávila no podía decir que tenía ancestros judíos. Y Teresa lo que hace es reformar una orden que era jerárquica, para volver al ascetismo primitivo, creando con San Juan de la Cruz el Carmelo Descalzo. Eso también la debe haber impactado: no importa de dónde vienes, sino lo que haces y tu relación con la trascendencia. Es tan coherente que lo que encuentra en 1921 lo sostiene hasta el final. Cuando el nazismo le impide seguir con su carrera, al final de su vida, en 1941 o 1942, está trabajando en Ciencia de la cruz, sobre San Juan de la Cruz.
Teresa y San Juan de la Cruz son, entonces, sus dos pilares en el catolicismo.
Sus dos pilares y sus dos almas gemelas. Y fíjate lo que dice ella de Teresa de Ávila, algo que hoy le podemos aplicar a ella misma. Dice: “El influjo de Santa Teresa llega más allá de las fronteras de su pueblo y de su Orden. No permanece limitado a la Iglesia, sino que influye también en los que están afuera […]. El número de aquellos que le deben el camino hacia la luz se conocerá solo en el día final.” Es como si estuviera reflejando lo que le pasó a ella misma.
Siempre fue muy activa intelectualmente después de su conversión. ¿Cómo cambia cuando se enclaustra, sobre todo teniendo en cuenta que la situación fuera era cada vez peor, con la llegada del nazismo?
Cuando está en el convento, ya con los nazis en el poder, dice que al fin está donde tiene que estar. Ella quería entrar en el Carmelo ya en 1921, justo después de convertirse, pero los líderes de lo que se llamó la “primavera católica alemana” le dijeron que no, porque necesitaban a mujeres con una formación como la suya para formar a la primera generación de profesoras. Les parecía un desaprovechamiento intelectual que se enclaustrara. Así que se dedicó a dar conferencias para mujeres católicas. Durante ese tiempo, hizo votos privados, viviendo como una monja sin serlo oficialmente, salvo para sus confesores y cercanos.
Cuando realmente llega al convento, al principio le obligan a hacer las tareas comunes, como barrer los pisos. Pero al poco tiempo, los principales de la orden le dicen que, sin prescindir de los tiempos de oración, que son fundamentales, tiene que escribir. De alguna manera, para la personalidad de Edith Stein, eso es tocar el cielo con las manos: está con lo religioso, que ha elegido con plena convicción, y sigue con lo filosófico, que es su vocación, sin las distracciones de afuera. Es una santa muy moderna, porque llega a decir que en algún momento de su vida pensaba que iba a tener una familia y una pareja, pero que todo cambió.
Se sabe muy poco de su muerte en Auschwitz. En sus últimos meses parece que se resigna ante lo que se avecina.
Hay una carta que le escribe a Ingarden en 1917 en la que dice: “No puedo desechar la idea de que la historia del mundo tiene un sentido; sentido que se instaura aun cuando no haya hombre alguno capaz de señalarle el camino. Qué margen queda aquí abierto a la intervención de cada uno, esta es una cuestión sobre la que desde hace tiempo me rompo la cabeza”. Eso que sentía en la Primera Guerra se lo podemos trasladar a la época del nazismo.
Por un lado, espera que lleguen los papeles para que la puedan llevar de Holanda a Suiza. Sí sabe que no se va a ir sin su hermana. Cuando le dicen que ella puede irse pero su hermana no, se niega a marcharse. Siempre hay decisiones éticas en Edith Stein, siempre pensando en el otro. No está buscando el martirio, pero si llega, lo acepta con resignación. Y si lo que toca es ir con otro grupo de personas a un campo de concentración, sin saber si será de trabajo o de exterminio, irá con esa gente. Y si esa gente es judía, su pueblo de origen, no la va a abandonar.
Hay testimonios de gente que la vio en el campo de Westerbork. Un funcionario holandés que la vio recordó que en ese infierno “anduvo, habló y oró como una santa”. Y le dijo: “El mundo se compone de contrastes, pero al final nada quedará de estos contrastes, no quedará otra cosa sino el gran amor.” También contó lo que rezaba por su pueblo: “A cada hora rezo por ellos. ¿Oirá Dios mis oraciones? Lo que ciertamente oye son sus lamentos.” Ahí está el tema de la empatía otra vez.
Otro testigo, un comerciante judío a cargo de la vigilancia, destacó la gran diferencia entre Edith y las demás religiosas prisioneras: su silencio. “Mi impresión es que ella sentía aflicción en su interior, pero no miedo”, dijo. Y hay otro testimonio de un hombre que habló con ella en el tren hacia Auschwitz. Según él, ella le dijo: “Ahora vamos hacia la muerte.” Él le preguntó, muy serio: “¿Lo saben también los que van con usted?”. Y ella le contestó: “Es mejor que no lo sepan.”
¿Cuál es su legado filosófico? Quizá su santificación y su muerte en Auschwitz han eclipsado su filosofía.
Su figura ha sido más importante de lo que se ha reconocido, tal vez, fuera de los círculos de especialistas. Un libro fundamental para reconocer su importancia es Edith Stein: un prólogo filosófico, de Alasdair MacIntyre, que la rescata desde el mundo secular y filosófico. Porque a Edith Stein se la ha rescatado sobre todo en biografías confesionales, pero este libro muestra su valor como filósofa, como buscadora de sentido –no de “verdad” sino del sentido–. Lo que no había hasta mi libro era una biografía que juntara vida y obra de esta manera.