Epílogo sobre el hombre soviético (V)
Vista parcial de una placa con las fotos de víctimas de la Gran Purga que fueron fusiladas en el campo de tiro de Bútovo. (Flickr/CC)
Este es el quinto y último de una serie de artículos que recorre con mirada crítica los primeros 20 años de la Revolución rusa
El Gran Terror fue un hecho central en el cambio de guardia bolchevique. Tan drástica había sido la purga que entre los delegados al congreso del partido reunido en marzo de 1939 casi no había sobrevivientes de la vieja guardia ni, en general, personas de más de cincuenta años. De esta manera se había creado un nuevo aparato gobernante cuya regla básica de conducta era la desconfianza, su valor más alto la obediencia ciega y su arma preferida el terror. Sin embargo, sería incorrecto pensar que se trataba solo de represión y terror. Estos fueron elementos vitales de la argamasa que unía los materiales del nuevo edificio pero junto a él había un elemento creativo, un nuevo bolchevismo, tan imbuido de su misión histórica como el antiguo y de un fanatismo aún mayor ya que toda libertad de dudar y cuestionar había sido radicalmente erradicada. Tal como lo dice Arthur Koestler en sus memorias ( La escritura invisible): «Habría sido imposible mantener unido un imperio tan inmenso por la sola fuerza del terror».
El nuevo régimen fue capaz, efectivamente, de crearse entusiastas puntos de apoyo dentro y fuera del aparato de poder
El nuevo régimen fue capaz, efectivamente, de crearse entusiastas puntos de apoyo dentro y fuera del aparato de poder. Esto es fundamental, ya que de la pura obra represiva y destructiva difícilmente podría haber brotado algo nuevo. En el proceso de cambios abierto por la construcción del Estado soviético, particularmente a partir de la industrialización acelerada, los grandes proyectos infraestructurales y la expansión de la educación, se crearon importantes caminos de movilidad social ascendente. Cientos de miles de jóvenes, provenientes de las más variadas capas sociales, pudieron ascender a posiciones que implicaban un claro progreso respecto de la generación de sus padres. Ellos formaron el núcleo humano que, con vigor, se movilizó en torno a las grandes tareas fijadas por Stalin.
El proceso de creación de una nueva élite técnico-profesional y administrativa tuvo, tal como los demás procesos que hemos descrito, dos vertientes: por un lado, la destrucción del antiguo aparato técnico-administrativo y, por otro, la creación de un nuevo aparato tanto técnica como moralmente adecuado a las exigencias de la nueva sociedad. Así, desde 1929 en adelante, se lanza un gran movimiento, llamado vydvizhenchetsvo, basado en la promoción de nuevas generaciones de técnicos y administradores provenientes del partido o de la clase obrera de nuevo cuño que el régimen estaba creando. El resultado fue significativo: cientos de miles de cuadros pasaron por diversas escuelas superiores y universidades durante el primer y segundo plan quinquenal.
Así, hacia finales de los años 30 había surgido una nueva élite dirigente en todos los planos de la sociedad. Esto era muy notorio en el Partido Comunista, que ya nada tenía que ver con el del año 1917. Era un partido joven, forjado durante la gigantesca batalla por la industrialización y la colectivización de la tierra de comienzos de los años 30. Sus miembros tenían tanta o más sangre en sus manos que los antiguos militantes y su devoción por la Revolución bolchevique, definida ahora en torno a la tarea de la construcción del socialismo en la atrasada Rusia, no era menor. En el congreso celebrado en 1939 más de la mitad de los delegados tenía menos de 40 años y el 70% había ingresado al partido después de 1929. Así, como Leonard Schapiro sostiene en su historia del Partido Comunista de Rusia: «En 1939 el papel dirigente en el partido era crecientemente desempeñado por hombres jóvenes, reclutados después de 1929, que le debían su educación y progreso a la aceptación absoluta del liderato de Stalin y para los cuales la revolución y la guerra civil eran poco más que una leyenda.»
Alexiévich: «Yo fui octubrista, llevé la insignia con la cabeza del niño con el cabello revuelto, fui pionera y miembro del Komsomol. La desilusión me llegaría más tarde»
La mística creada en aquellos tiempos y fortalecida por los enormes sacrificios y combates de la Segunda Guerra Mundial marcaría también a las generaciones venideras. La premio Nobel Svetlana Alexiévich nos da, en su notable libro El fin del ‘Homo sovieticus’, un ejemplo de ello a partir de su propia experiencia. Bajo la rúbrica de Apuntes de una cómplice escribe las siguientes líneas con las que se cierran estas notas sobre la génesis del totalitarismo soviético: «Nunca fuimos conscientes de la esclavitud en que vivíamos; aquella esclavitud nos complacía. Recuerdo cómo, a punto de terminar el año escolar, toda la clase se preparaba para marchar a cultivar tierras vírgenes y cuánto despreciábamos a los que se escaqueaban. Habernos perdido los años de la Revolución y la guerra civil nos producía un dolor tan intenso que casi nos arrancaba las lágrimas. ¡No habíamos estado allí! (…) Yo fui octubrista, llevé la insignia con la cabeza del niño con el cabello revuelto, fui pionera y miembro del Komsomol. La desilusión me llegaría más tarde.»