Epitafio de Podemos
Cualquier cosa ha sido aceptable para el partido que hereda Ione Belarra con tal de romper la Transición y el pacto constitucional de 1978
Podemos cierra hoy un congreso que, tras la retirada de Pablo Iglesias, tiene un sesgo refundacional, pero no solo por la salida abrupta de su histórico dirigente, sino también por la crisis política e interna de la formación morada. Lo cierto es que ya apenas queda nada relevante de la novedad que representó el partido fundado por Iglesias, Monedero, Echenique y Errejón, entre otros. Tampoco puede decirse que este triste devenir haya sido una sorpresa, porque Podemos nunca fue una novedad, sino la reedición de la misma fórmula populista y comunista tantas veces inaugurada como fracasada.
El liderazgo de Podemos va a recaer en la ministra de Asuntos Sociales, Ione Belarra, tuitera contumaz y poco más, que ha presentado su candidatura con una encendida defensa de la vuelta de Carles Puigdemont a España sin riesgo de ser detenido, ni juzgado. A partir de esta declaración de principios, Belarra se sitúa en la irrelevancia, condenando su futuro liderazgo a una lucha por la supervivencia a base de frases de brocha gorda izquierdista. Pero Belarra, como el resto de dirigentes de Podemos, tiene por delante dar respuesta a una pregunta: ¿qué representa Podemos en España? El revolcón en las elecciones autonómicas de Madrid dejó bien claro que el discurso de Podemos ya ha caducado y que el 15-M es una cifra seguida de una letra, y nada más, porque los primeros en defraudar los principios de este movimiento de protesta, denunciado ayer por los contados militantes que aún se atreven a rebelarse contra la dirección del partido, han sido sus dirigentes.
La actualidad de Podemos es sombría. Pablo Iglesias se dio a la fuga tras su derrota a manos de Díaz Ayuso y de Errejón, y ni siquiera asiste al congreso que han organizado sus compañeros para elegir sucesor, pero le persiguen las dudas de un juez sobre su relación con la tarjeta de memoria de Dina Bousselham. También en retirada, Echenique ha quedado para soltar ocurrencias e Irene Montero esta políticamente desaparecida, sin más rastro en las hemerotecas que su maltrato al diccionario. El número tres del partido, Alberto Rodríguez, ya tiene cita con el banquillo en la Sala Segunda por agredir a un policía, una especialidad de la casa.
El declive de este partido comenzó de inmediato, en cuanto sus dirigentes pasaron de izquierda callejera a izquierda caviar, y cambiaron el pisito de Vallecas por el chalé de Galapagar, muy legítimo, sin duda, pero muy incoherente y, sobre todo, muy decepcionante para los que siguen en Vallecas. Lejos de ser una anécdota, estas evoluciones personales implican también un abandono de principios, sobre todo para quienes, como Iglesias y compañía, se vendían como verdaderos representantes de ‘la gente’. Esa gente que no entiende que una izquierda supuestamente igualitarista e internacionalista se dedique a alentar el supremacismo nacionalista, rompiendo el principio de la igualdad política que es la unidad de la ciudadanía. Si quieren saber por qué están en crisis, los dirigentes de Podemos deberían reparar en que han aceptado ser los subalternos del separatismo y del nacionalismo más medievalista que queda en Europa. Cualquier cosa ha sido aceptable para Podemos con tal de romper la Transición y el pacto constitucional de 1978.
A la hora de gestionar, el balance no es mejor que el de las ideas. Con ministros comunistas en el Gobierno la factura de la luz se dispara y el empleo mejora con la reforma laboral del Partido Popular, pese a que Yolanda Díaz no hace otra cosa que anunciar todas las semanas su derogación. Y no hay manera de encontrar una sola aportación reseñable de Pablo Iglesias en la lucha contra la pandemia. Belarra, que apague la luz.