Érase un Sánchez a un ego pegado
Si no fuera tan ególatra, habría tenido ojos y oídos para estar atento a la realidad
En el actual imaginario colectivo sobre el cristianismo lo que más predomina es la obsesión con la sexualidad. Si preguntamos a un lego –incluso en ocasiones no tan lego– cuál es el pecado capital más nocivo según la Iglesia seguramente responderá que la lujuria. Error. Error más que frecuente, en ocasiones tornado en obsesión. El peor pecado capital es la soberbia, el primero cometido por Adán y Eva y fuente de todos los demás: si no re-conocemos nuestros errores y nuestra limitación, ¿cómo seremos capaces de corregirlos? O, al menos, de pedir perdón por ellos. De ahí la expresión «más vale un carro repleto de pecados conducido por un auriga humilde que uno cargado de virtudes guiado por un soberbio». En este caso, suele ser frecuente que dichas virtudes no sean tales, sólo un mero ejercicio de autocontrol que desconoce la naturaleza de la virtud y del ser humano. Lo más natural en este tipo de personas es llegar a envanecerse ante su propia rectitud y –consciente o inconscientemente– despreciar a quienes no son tan buenecitos como ellos. Trasladado a un plano secular, nos encontramos a quienes se consideran «personas hechas a sí mismas», gente que ignora lo arbitrario de los talentos y contextos en los que nacieron. No se plantean qué habría pasado si, a pesar de sus esfuerzos, les hubiera acontecido una calamidad que no estuviera en sus manos evitar (verbigracia, una enfermedad).
De Pedro Sánchez solemos admirar su talento político para, aparentemente, caer siempre de pie. Dan ganas de comprar su ‘Manual de supervivencia’ por si resulta que en él se revelan las claves para dominar esta destreza tan mundana. Sin haberlo leído, sospecho que en realidad se reduce a relatar qué malos somos todos, y qué bondadoso, sacrificado e inteligente que es él. En todo caso, y vista su trayectoria, resulta sencillo colegir que dicha habilidad no es tal: su éxito nos retrata más a nosotros como ciudadanos que a él como estadista. La gente suele confundir humildad con humillación, otro gran error común. Se dice que a Santa Teresa de Ávila le preguntaron en una ocasión si era bella, a lo que respondió afirmativamente. Cuando se le dijo, en tono mordaz, que era además muy humilde, contestó: humildad es andar en verdad. Si Pedro Sánchez no fuera tan ególatra habría tenido ojos y oídos para estar atento a la realidad de las cosas, a soportar verdades, aunque dolieran. De este modo habría podido corregir su rumbo y ser realmente un superviviente político. Un presidente humilde –es decir, inteligente– habría sido capaz de escuchar que para el ciudadano de a pie la economía va como una moto, sí, una moto sin ruedas. Que las personas no se alimentan de alertas antifascistas, ni de feminismo (incluso cuando éste es bien entendido, que no es el caso). Sánchez es un presidente a un ego desmedido pegado y esto es lo que acabará con él. Queda por saber si se llevará por delante a todo el PSOE consigo. Vayan por palomitas.