Democracia y Política

Érase una vez una isla

Al cabo de más de medio siglo de dictadura totalitaria sin pausa ni piedad, tienen razón los cubanos que, desde el exilio, han tratado, desesperadamente, de albergar y proteger para el presente y la posteridad todos aquellos valores que los denotan en la más amplia expresión cultural del término.

Aquí se han amurallado para crear una suerte de reserva, un país otro, considerado el éxito más grande, muy a su pesar, de la violencia castrista. De hecho, hoy por hoy, la isla sigue sobreviviendo la hecatombe a la cual ha sido sometida, con saña, porque la abundante cornucopia del destierro no ha hecho otra cosa que seguirse abriendo, sin remedio. Huelga repetir que “sin Miami no hay país”.

En este camino hermoso de salvaguardar, donde un niño le pide una Materva a la abuela, como si tal cosa; las fiestas patrias se pueden celebra en impecable guayabera de lino y la familia suele disfrutar unida, abrió en la Centre Gallery del Campus Wolfson del Miami Dade College, una exposición que parece una suerte de estación encantada de tan estimulante aventura.

Once Upon an Island es como entrar a través del espejo de Alicia a un universo de intensa magia, cortesía del talento, sensibilidad y decencia de Margarita Cano, figura cenital de la cultura cubana en Miami, arribada a esta ciudad en 1962, a la edad de treinta años.

La muestra nos lleva en andas a transfiguraciones bíblicas, así como a otros mitos y leyendas, secuencias domésticas, paisajes, vírgenes, ángeles, diablos y hasta una serie de Meninas paseando por el Malecón habanero.

Los personajes y su narrativa se muestran imbuidos de una placidez paradigmática aunque estén siendo expulsados del paraíso o los tiburones ronden las balsas para dar cuenta del desafortunado que caiga fatalmente al agua.

Un etéreo angelito arrastra el Caballo de Troya por la entrada de la bahía habanera como en un intento de hacer justicia mientras otra joven alada “cultiva una rosa blanca” en similar paisaje.

Margarita Cano se ha hecho de un estilo, una poética, que contrapone la sonrisa a los avatares que ha debido sufrir su estirpe al perder el edén. La muestra aparece periodizada con textos a manera de capítulos o secuencias que hablan de supervivencia, éxodo, persecución, confusión, sueño, como una banda sonora textual en contraste con sus sortilegios representativos.

No hay en sus cuadros y objetos artísticos, que mucho deben a una ingenuidad cómplice y traviesa, ni rencor, ni nostalgia amelcochada del país que se desvaneció para siempre.

Aquí vemos, mayormente, las consecuencias de haberlo extraviado, la sintaxis no deja lugar a dudas: ángeles que soplan el viento para ayudar a los balseros en busca de libertad; criollos Adán y Eva, debajo de una mata de mango, despedidos de su entorno ideal; una versión del “rapto de Cuba”; Santa Bárbara, la Caridad del Cobre y la Virgen de Regla, en diversas expresiones formales, protegiendo a los desposeídos y velando por la feligresía en crisis.

En su declaración artística, Margarita Cano ha dejado saber que los recuerdos de sus tiempos felices la embrujan porque no duraron mucho y está obsesionada con recuperar cada uno de sus detalles. No deja de pensar en lo que pudo haber sido.

Esta transmutación no la realiza, sin embargo, por la vía de la obviedad y nos coloca ante el desafío de descifrar sus símbolos, lo cual constituye la más agradable de las encomiendas.

Un hálito de esperanza trasunta su obra que es la prueba del éxito de la esperanza y la belleza sobre el desencanto y la ruina.

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