Derechos humanosDictaduraPolíticaRelaciones internacionales

Erdoğan ha perdido el oremus

Los aires de grandeza suelen jugar malas pasadas, sobre todo cuando no se dispone de los medios suficientes para traducirlos en hechos. Y algo así le está sucediendo al presidente turco, Recep Tayyip Erdoğan, desde hace un tiempo. También es cierto que para quien cumplió con sus sueños de ser alcalde de Estambul (1994-1998), primer ministro (2003-2014) y presidente (desde agosto de 2014) debe ser muy difícil poner freno a su ambición. Pero si un estadista no tiene esa capacidad, corre el riesgo no solo de acabar sufriendo pesadillas, sino también de precipitar a su país a situaciones indeseables y contraproducentes.

hacia ahí parece encaminarse Turquía tras la última decisión de Erdoğan de designar como persona non grata a un total de 10 embajadores acreditados en Ankara; concretamente los de Alemania, Canadá, Dinamarca, Estados Unidos, Finlandia, Francia, Noruega, Nueva Zelanda, Países Bajos y Suecia. Ha sido su respuesta al comunicado que todos ellos publicaron el pasado día 18, demandando la liberación inmediata de Osman Kavala, empresario encarcelado desde hace cuatro años, a pesar de que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) dictaminó en 2019 que se habían violado sus derechos procesales. Para Erdoğan, se trata de un terrorista que ha sido condenado por un delito distinto (participación en el frustrado golpe de estado de julio de 2016) al que el TEDH tomó en consideración (organización de las protestas del parque de Taksim Gezi, en la primavera de 2013) y, por tanto, no procede su puesta en libertad.

Con su decisión, todavía pendiente de formalización diplomática por parte del ministerio de exteriores, Erdoğan se juega mucho más que perder el derecho de voto en el marco del Consejo de Europa, donde en noviembre se iniciará un proceso de infracción contra Turquía. Desde el abandono de la política de “cero problemas con los vecinos” propugnada en 2009 por el entonces ministro de exteriores, Ahmet Davutoğlu, Turquía ha ido acumulando demasiados problemas tanto internos como externos, sin que sus gestos de aparente fuerza le hayan reportado más que disgustos, y solo en el mejor de los casos ha obtenido algo de tiempo hasta que el mismo problema ha estallado aún con más virulencia.

En el frente interno, su popularidad está en franco descenso como resultado tanto del mero desgaste del ejercicio del poder, como de escándalos económicos que cada vez salpican a más miembros de su núcleo familiar, y de una deriva autoritaria que le ha llevado a generar rechazos incluso entre su propia familia política. Mientras tanto, la lira no deja de devaluarse y su empeño en forzar la independencia del banco central no hace más que alejar a inversores y debilitar los restos del marco democrático que un día quiso ser un ejemplo en el mundo islámico. Todo ello sin olvidar sus escasos éxitos en la lucha contra el terrorismo y su afán por demonizar la causa kurda, asociándola directamente a la violencia.

En el exterior tampoco puede presentar un mejor balance. Como resulta evidente para cualquier potencia media, la limitación de fuerzas obliga a medir muy cuidadosamente las decisiones para evitar enemistar a las principales potencias globales y a los vecinos, sobre todo si eso no se puede compensar con la suma de nuevos y relevantes aliados, socios y clientes. El afán de liderazgo desmedido, junto al efecto de los desplantes sufridos (sea el eterno retraso de las negociaciones para entrar en la Unión Europea o la expulsión decretada por Estados Unidos del programa del caza F-35), le ha jugado una mala pasada a Erdoğan. Así, ha tensado las relaciones con Washington, acercándose a Moscú, cuando sabe que el abrazo del oso ruso puede provocarle serios problemas. Ha arruinado también las negociaciones con Bruselas sin haber podido traducir en términos concretos su influencia en el mundo islámico o en los pueblos turcomanos del Asia Central.

Por otro lado, y aunque pueda presentar éxitos parciales tanto en Siria como en Libia o Irak, queda fuera de su alcance convertirse en el factótum en los escenarios conflictivos en los que se ha inmiscuido. Tampoco ha logrado imponer su criterio ni en relación con su vecino griego ni en lo que afecta a la exploración y explotación de los yacimientos de hidrocarburos del Mediterráneo Oriental.

En definitiva, demasiados frentes abiertos sin capacidad real para solucionarlos con sus propias fuerzas y sin aliados significativos a los que apelar. Por esa vía, su sueño de convertirse en el nuevo Atatürk (padre de los turcos) pensando en 2024, primer centenario de la creación de la Turquía moderna, puede acabar siendo su pesadilla más amarga.

P.D. Por cierto, también cabe preguntarse por la razón que llevó a los embajadores del resto de los Veintisiete a no suscribir el citado comunicado y, si los embajadores son expulsados, si la UE será capaz de tomar una medida similar con los embajadores turcos destacados en sus respectivas capitales.

 

 

Botón volver arriba